Por
Jesús Mosterín
El
planeta Tierra pura y simplemente no puede sostener a un número ilimitado de
seres humanos. En cualquier caso, el número máximo solo se alcanzaría en
condiciones de extrema miseria. Pero el objetivo civilizado no es que haya la
mayor cantidad posible de gente (no importa cómo vivan), sino más bien que la
gente viva lo mejor posible (no importa cuántos sean). El objetivo no es
alcanzar el máximo, sino alcanzar el óptimo de la población. Y ese óptimo ya
hace tiempo que lo hemos superado.
En los países más desarrollados (Estados
Unidos, Canadá, Europa, Rusia, Japón, Corea del Sur, Australia, Singapur) la
bomba de población ha sido desactivada. Los problemas que se plantean a sus
1.100 millones de habitantes parece que tienen solución. Lo malo es que ellos
solo constituyen un sector de la humanidad. Otro sexto largo de la población
mundial vive en China, donde en las últimas dos décadas se ha frenado la
explosión demográfica mediante la implementación de la política del hijo único.
Los otros cuatro sextos de la humanidad siguen multiplicándose desaforadamente.
La explosión demográfica de África, Latinoamérica y Asia meridional –el
crecimiento de la población por encima de la reposición de las muertes– añade
80 millones de bocas hambrientas suplementarias al año, unas 220.000 al día. Y
los recursos escasos que habrían de concentrarse en pocos infantes, a fin de
proporcionarles la alimentación y la educación adecuadas, se dispersan entre cada
vez más criaturas cada vez más miserables.
Desde la
época de los sumerios (hace cinco mil años) hasta el siglo XVIII, el progreso
técnico se traducía directamente en incremento demográfico a niveles de miseria
constante. Para la inmensa mayoría de la gente, a pesar de todos los
descubrimientos e invenciones, el nivel de vida no subía; solo los números de
la población aumentaban. Actualmente esta situación ha cambiado en Europa,
Norteamérica y los países del Pacífico (como Japón y Australia), que, juntos,
representan un sexto de la humanidad. Esta parte privilegiada del mundo ha
alcanzado el equilibrio demográfico, en ella la población ya no crece, y, por
lo tanto, el progreso tecnológico se traduce en una elevación constante del
nivel de vida (a pesar de las obvias excepciones). Pero gran parte del mundo
subdesarrollado fuera de China, que incluye dos tercios de los seres humanos,
sigue anclado en la miseria provocada por la galopante expansión demográfica.
La explosión
demográfica es la principal causa de la miseria y el hambre en el mundo, así
como del creciente deterioro ecológico del planeta, además de estar detrás de
diversas guerras civiles (como la de la superpoblada Ruanda). La familia que
podría alimentar y educar bien a un hijo o dos distribuye sus escasos recursos
entre diez, con lo que todos pasan hambre, o son abandonados a la mendicidad y
la delincuencia. Las ciudades que podrían albergar humanamente a un número limitado
de habitantes se convierten en hormigueros invivibles, pasto de las
infecciones, el caos urbanístico y el aire irrespirable, rodeados de inmensos
arrabales chabolistas sin desagües ni servicios, en los que se hacinan millones
de miserables sin trabajo, sin salud y sin esperanza. Los bosques, marismas y
montañas que podrían continuar albergando la riqueza y diversidad bilógica del
planeta son talados, quemados y roturados por masas famélicas e inconscientes.
El volcán demográfico en constante erupción vomita constantemente nuevos
millones de hambrientos y desesperados que van de un lado a otro, buscando su
suerte en la destrucción de las últimas selvas tropicales o en el hacinamiento
de las nuevas favelas.
La relación
de la superpoblación con la miseria humana ya era el tema central del primer
demógrafo, Malthus. En 1968, Paul Ehrlich publicó The population bomb
[La bomba de población], en que advertía claramente de la amenaza demográfica.
En los años 1970, la «revolución verde», con semillas mejoradas de arroz, trigo
y maíz, produjo un incremento considerable del rendimiento agrícola, lo que
hizo disminuir la preocupación por la superpoblación, aunque ya en 1970 el
padre mismo de la revolución verde, Norman Borlaug, al recibir el premio Nobel,
insistió en que el problema de fondo de la pobreza era la explosión demográfica
y que había que aprovechar el respiro de la revolución verde para detenerla.
Una vez muerto Mao y acabado el período de locuras colectivas por él inspirado,
China introdujo su política del hijo único e inició la liberalización de su
economía, medidas que condujeron a su impresionante despegue económico y a la
mejora sustancial del nivel de alimentación y educación de los niños. Los
presidentes demócratas americanos, como John F. Kennedy, Lyndon B. Johnson,
Jimmy Carter y Bill Clinton, eran conscientes del problema de la superpoblación
y promovían la planificación familiar en el mundo. Sin embargo, Ronald Reagan, ignorante, despreocupado
de los problemas globales y dependiente políticamente del voto de los
fundamentalistas cristianos del sur profundo de Estados Unidos, torpedeó la
Conferencia Internacional sobre Población celebrada en México en 1984 y, en
alianza con el Vaticano y las dictaduras islámicas, se opuso frontalmente a
todos los esfuerzos de las Naciones Unidas para promover la planificación
familiar como la más eficaz medida de lucha contra la pobreza. La oposición del
Vaticano y del presidente de Estados Unidos han logrado que hoy día el tema del
crecimiento demográfico se haya convertido en tabú en ciertos círculos, como
señala Colin Butler.
La explosión
demográfica se produce sobre todo en los países pobres, cuyas mujeres carecen
de la información, la libertad y los medios para evitar los embarazos o
abortar. La primera vez que estuve en Ciudad de México me hospedé en cada de
unos amigos, donde una mujer venía a limpiar varios días a la semana. Por su
cara ajada y sus movimientos cansinos yo estimaba que debía tener una edad
avanzada. Cuál no sería mi sorpresa cuando, hablando con ella, me enteré de que
solo tenía veintiséis años y que ya tenía seis hijos. Un par de veces había
intentado usar algún medio anticonceptivo legal, y otra había considerado un
aborto ilegal, pero lo único que había conseguido en cada caso fue una paliza
de su marido, un desempleado borrachín y temeroso de que se dudase de su
hombría, si su mujer no quedaba de nuevo embarazada.
Los expertos
aconsejan a los gobiernos de esos países poner en marcha políticas vigorosas de
control de la natalidad como requisito indispensable, aunque no suficiente,
para escapar del círculo infernal del hambre y la degradación del medio. Muchos
de esos gobiernos seguirían tales consejos si no fuera por la presión en contra
que ejerce el fanatismo religioso, y en especial la Iglesia católica. En 1968,
cuando la explosión demográfica era ya alarmante, el papa Pablo VI condenó la
planificación familiar, la anticoncepción y el aborto en su encíclica Humanae
vitae. Su sucesor, el papa Wojtyla, Juan Pablo II (1920-2005), se convirtió
en vendedor ambulante de la irracionalidad demográfica, viajando
incansablemente por los países más pobres y necesitados de planificación
familiar y empleando a fondo su influencia para evitar que remediasen su
problema. En los países avanzados, los católicos se han limitado a ignorar la
postura de su Iglesia. Los índices de natalidad de los católicos son semejantes
a la de los no católicos. Y precisamente Italia y España se encuentran ahora
entre los países con menor tasa de fecundidad (el número medio de hijos por
mujer), a un nivel de 1,3 infantes, bastante menos de la tasa de reposición,
que es del 2,1.
La influencia
de la Iglesia católica ha hecho que en toda Latinoamérica el aborto siga
prohibido, y que los organismos internacionales sean incapaces de adoptar una
política racional de contención de la explosión demográfica. La morbosa
obsesión de Juan Pablo II lo llevó a beatificar a Gianna Beretta, una fanática
antiabortista cuyo único mérito fue morir por negarse a una operación de útero
que le habría salvado la vida, pues estaba embarazada y pensaba que la vida del
feto es más valiosa que la de la madre. Una opinión así es un insulto a las
mujeres y a la inteligencia, y más digna de lástima que de admiración. Ya vimos
que en la Conferencia Mundial sobre la Población y el Desarrollo, celebrada en
México en 1984, el Gobierno de Reagan se alineó con el Vaticano en contra del
derecho al aborto y de todo freno a la explosión demográfica. En la siguiente
Conferencia, celebrada en 1994 en El Cairo, la Iglesia ya no pudo contar con el
apoyo de Estados Unidos, cuyo presidente Clinton estaba a favor de la
planificación familiar y del aborto legal (a pesar de las llamadas telefónicas
personales de Wojtyla, apremiándole a mantener la postura de Reagan), aunque,
tras la elección de George W. Bush como nuevo presidente, el Vaticano volvió a
tener un aliado en este asunto. El Fondo de Población de Naciones Unidas tuvo
que acusar formalmente a la Iglesia católica de ejercer una influencia negativa
que compromete el equilibrio demográfico mundial. El Consejo Pontificio para la
Familia replicó acusando a la ONU de practicar el «imperialismo
anticonceptivo».
En líneas
generales, cuanto más deprisa crece la población, mayor es la pobreza y la
conflictividad. Zonas como la Franja de Gaza, Níger, Angola, Somalia, Ruanda y
Afganistán se encuentran entre las de tasa de fecundidad más alta del mundo. El
mayor crecimiento demográfico se da en el África subsahariana (con excepción de
Sudáfrica), que bate también todos los récords de miseria del planeta y es un
desastre total y sin paliativos (de nuevo con excepción de Sudáfrica). La
población crece imparablemente, a pesar de las constantes guerras civiles que
la asolan, de la desertización antropógena y de la trágica propagación del
sida. Como ya vimos, más de cien millones de mujeres africanas han sido
mutiladas en sus genitales. Así, privadas de todo placer sexual y convertidas
en meras máquinas de parir, viven condenadas a una cadena ininterrumpida de
embarazados y partos no deseados, sumidas en la miseria y amenazadas o
infectadas por el sida.
Ante esta
situación espeluznante, en sus viajes a África, el papa Wojtyla se dedicó a
despotricar contra la única posibilidad de salir de ella. El Sínodo de la
Iglesia Católica sobre África, convocado por Wojtyla y celebrado en el Vaticano
en 1994, invitó a los jefes de Estado africanos a boicotear el documento final
de la Conferencia de El Cairo sobre la Población, pues la ONU «quiere imponer
[...] la liberalización del aborto, la promoción de un estilo de vida sin
referencias morales y la destrucción de la familia». Y el Consejo Pontificio
para la Familia exhortó a los fieles a defender a la mujer de «las campañas
antinatalistas lesivas para su salud y dignidad». Realmente, hacen falta dosis
considerables de obnubilación ideológica para considerar que la liberación de
la mujer africana de su degradante condición de máquina de parir es lesiva para
su salud y dignidad, y destructiva de la familia.
Desde el papa
Pablo VI, la doctrina de la Iglesia católica ha sostenido la tesis
contradictoria de que la reducción artificial de la natalidad (mediante la
planificación familiar, los anticonceptivos y el aborto) es antinatural y debe
prohibirse, mientras que la reducción artificial de la mortalidad (mediante la
higiene, las vacunas y los antibióticos) es natural y debe autorizarse.
Obviamente, tan cultural y no natural es la una como la otra.
El planeta tiene
ya unos seis mil quinientos millones de habitantes, muchos más de los que puede
aguantar de un modo sostenible y con un nivel de vida aceptable. Pero en muchos
países pobres, en vez de reducirse, la población sigue explotando como una
bomba y hundiéndolos cada vez más en la miseria. En 2050 la semidesértica
Nigeria tendrá más habitantes que toda Europa occidental. La paupérrima África
tendrá bastantes más habitantes que Norteamérica, Europa, Rusia, Japón, Corea y
Australia juntos. De hecho, la población africana, que todavía en 1900
representaba el 8,1 por 100 de la población mundial, pasó a representar el 12,9
por 100 en 2000 y constituirá el 20 por 100 en 2050. La India sobrepasará
ampliamente a China, que siempre había sido más populosa, y alcanzará los 1.630
millones de habitantes. Ya hace bastantes años, Bertrand Russell no entendía el
ideal de convertir la mayor cantidad posible de masa terrestre en carne humana.
Es un ideal difícil de compartir, excepto para el Vaticano y los
fundamentalistas cristianos e islámicos, que confían en la providencia divina y
desprecian la racionalidad humana.
Algunos
misioneros cristianos ayudan abnegadamente a los desharrapados a los que tratan
de convertir, pero el Papa les impide darles lo que más necesitan, la planificación
familiar. Las prohibiciones papales y la obsesiva presión de la Iglesia contra
todo intento de control demográfico y de liberación de las mujeres del yugo de
los embarazos no deseados causan más miseria de la que mil madres Teresas
podrían nunca aliviar.
Fuente: Mosterín, J.
(2006), La naturaleza humana, Espasa Calpe, Madrid.