El problema de las etiquetas políticas es
que oscurecen las cosas en lugar de aclararlas. Si yo digo que me siento afín
al comunismo, tengo que aclarar lo que entiendo por comunismo. Si no lo hago, corro
el riesgo de que se me atribuya una creencia distinta o hasta opuesta a mis
convicciones. El comunismo de Mao, por ejemplo, consistió básicamente en
esclavizar a los campesinos (hasta el punto de matarlos de hambre) para obtener
recursos con que financiar su demencial proyecto de volver a China una potencia
nuclear. Y el comunismo soviético consistió en que los dirigentes de un solo
partido monopolizaran el poder político y económico, sin la menor posibilidad
de que la gente de a pie participe en la toma de decisiones. Por supuesto, no
es ese el comunismo que a mí me agrada. Yo asocio el término a una severa
limitación de las diversas formas de propiedad privada, salvo la que proviene
de nuestro propio trabajo.
En los últimos años en
Latinoamérica se ha usado con alguna frecuencia la expresión socialismo del
siglo veintiuno o la sola palabra socialismo para referirse a gobiernos como el
venezolano o el boliviano. Esos gobiernos llegaron al poder luego de una ola de
gobiernos que se empeñaron en reducir la ya pequeña capacidad del Estado para
garantizar derechos esenciales consagrados en las leyes, como el acceso a la
educación y a la salud (lo que puede ser una definición de neoliberalismo). Los
«socialistas» reformaron el presupuesto y en sus mejores años lograron reducir la
pobreza, pero sus líderes se enquistaron en el poder y terminaron contrariando
el voto popular que tanto les había favorecido en años previos. Sin embargo, el
socialismo no tiene que implicar necesariamente el fortalecimiento del Estado. Yo
empleo el término teniendo en mente su esencia libertaria, es decir, apuntando
a que sean los trabajadores quienes controlen la producción. Lo que también
podría ser la definición de una auténtica democracia.