26/3/20

Glosario político: comunismo y socialismo

El problema de las etiquetas políticas es que oscurecen las cosas en lugar de aclararlas. Si yo digo que me siento afín al comunismo, tengo que aclarar lo que entiendo por comunismo. Si no lo hago, corro el riesgo de que se me atribuya una creencia distinta o hasta opuesta a mis convicciones. El comunismo de Mao, por ejemplo, consistió básicamente en esclavizar a los campesinos (hasta el punto de matarlos de hambre) para obtener recursos con que financiar su demencial proyecto de volver a China una potencia nuclear. Y el comunismo soviético consistió en que los dirigentes de un solo partido monopolizaran el poder político y económico, sin la menor posibilidad de que la gente de a pie participe en la toma de decisiones. Por supuesto, no es ese el comunismo que a mí me agrada. Yo asocio el término a una severa limitación de las diversas formas de propiedad privada, salvo la que proviene de nuestro propio trabajo.
En los últimos años en Latinoamérica se ha usado con alguna frecuencia la expresión socialismo del siglo veintiuno o la sola palabra socialismo para referirse a gobiernos como el venezolano o el boliviano. Esos gobiernos llegaron al poder luego de una ola de gobiernos que se empeñaron en reducir la ya pequeña capacidad del Estado para garantizar derechos esenciales consagrados en las leyes, como el acceso a la educación y a la salud (lo que puede ser una definición de neoliberalismo). Los «socialistas» reformaron el presupuesto y en sus mejores años lograron reducir la pobreza, pero sus líderes se enquistaron en el poder y terminaron contrariando el voto popular que tanto les había favorecido en años previos. Sin embargo, el socialismo no tiene que implicar necesariamente el fortalecimiento del Estado. Yo empleo el término teniendo en mente su esencia libertaria, es decir, apuntando a que sean los trabajadores quienes controlen la producción. Lo que también podría ser la definición de una auténtica democracia.

19/3/20

Las mujeres en la democracia ateniense

Por Jesús Mosterín
La democracia ateniense era un sistema totalmente machista. Las mujeres no pintaban nada y –excepto las más pobres– se pasaban la vida encerradas en un cuarto especial de la casa –el gineceo– cardando la lana, tejiendo, cocinando y cuidando a los infantes. Ellas sí trabajaban, pues vestían y alimentaban a toda la población, pero estaban completamente aisladas de la vida social y política. Los hombres –al menos los ciudadanos– se pasaban el día en la calle, en el ágora, en la asamblea. Las mujeres se pasaban el día en casa sin ver a nadie. Incluso si el marido invitaba a sus amigos a comer en casa, la mujer –que cocinaba para ellos– no se dejaba ver, manteniéndose escondida en el gineceo. Si los hombres necesitaban compañía femenina, alquilaban los servicios de hetairas profesionales, que tocaban la flauta y bailaban para ellos, pero a nadie se le ocurría que la mujer de la casa pudiese participar de la fiesta. Incluso a nivel afectivo y sexual, se consideraba que el amor realmente romántico e interesante era el amor homosexual que los hombres adultos sentían por los efebos, no el amor a las mujeres. Y mientras los niños recibían una cuidada educación y desde los siete años salían de casa para acudir a las clases de gramáticos, citaristas y maestros gimnásticos y aprender la lectura, la escritura, la música, la gimnasia, etc., las niñas ni salían ni aprendían nada, permaneciendo en el gineceo del hogar paterno hasta el momento de su boda, en que se les cortaba el pelo y pasaban al gineceo del marido. Las mujeres fueron, sin duda, la clase más discriminada de Atenas. Los metecos e incluso muchos esclavos vivían mejor que ellas, al menos con más libertad de movimientos y más variedad de experiencias.
Fuente: Mosterín, J. (2006), La Hélade, Alianza Editorial, Madrid.

12/3/20

La Primera Guerra Mundial

Por Bertrand Russell
Si bien no imaginaba algo siquiera parecido al desastre total que fue la guerra, sí había barruntado mucho más que la mayoría de la gente. La perspectiva me horrorizaba, pero lo que me horrorizaba aún más era comprobar cómo la expectativa de una matanza deleitaba a algo así como el noventa por ciento de la población. Tuve que reconsiderar mi opinión sobre la naturaleza humana. Aunque por aquella época desconocía totalmente el psicoanálisis, llegué por mi cuenta a tener una idea de las pasiones humanas que no diferían en mucho de la opinión de los psicoanalistas. Llegué a estas conclusiones en mi afán de comprender el sentimiento popular respecto de la guerra. Hasta ese momento siempre había creído que era algo normal que los padres amaran a sus hijos, pero la guerra me persuadió de que ese sentimiento es una rara excepción. Había creído que a la mayoría de la gente le gustaba el dinero por encima de casi todo, pero descubrí que la destrucción les gustaba todavía más. Había creído que con frecuencia los intelectuales amaban la verdad, pero también aquí comprobé que ni el diez por ciento de ellos prefieren la verdad a la popularidad. Gilbert Murray, que había sido un buen amigo mío desde 1902, había estado a favor de los bóers cuando yo no lo estaba, por lo que naturalmente me imaginé que estaría nuevamente del lado de la paz. Sin embargo, incluso él se puso a escribir sobre la perversidad de los alemanes y las virtudes sobrenaturales de sir Edward Grey. Me invadió una ternura desesperada hacia los jóvenes que iban a ser sacrificados, y un odio hacia todos los gobernantes de Europa. Durante algunas semanas sentí que si me llegaba a encontrar con Asquith o con Grey no sería capaz de evitar asesinarlos. Sin embargo, poco a poco estos sentimientos personales fueron desapareciendo, barridos por la magnitud de la tragedia y por la constatación de una fuerza popular que los gobernantes no hacen más que desatar.
Fuente: Russell, B. (2010), Autobiografía, Edhasa, Barcelona.

5/3/20

Cuba según Chomsky

Por Noam Chomsky*
Al considerar los acontecimientos en Cuba desde que alcanzó la independencia con Castro en enero de 1959, uno no puede olvidar que, casi desde el primer momento, Cuba estaba amenazada con un violento ataque por parte del superpoder global. A finales de 1959, aviones con base en Florida bombardeaban Cuba. En marzo se tomó la decisión secreta de derrocar al Gobierno. La administración Kennedy llevó a cabo la invasión de la bahía de Cochinos. Cuando fracasó, en Washington cundió la histeria, y Kennedy lanzó una campaña para llevar «los terrores de la tierra» a Cuba, en palabras de su colaborador cercano, el historiador Arthur Schlesinger, en su biografía semioficial de Robert Kennedy, a quien colocaron a cargo de la operación como su prioridad máxima. No fue un asunto nimio, puesto que al final condujo a la crisis de los misiles, en lo que Schlesinger describió acertadamente como el momento más peligroso de la historia. Tras la crisis se reinició la guerra terrorista. Entretanto se impuso un embargo aplastante, que afectó gravemente a Cuba. Continúa hasta ahora, a pesar de la oposición de virtualmente todo el planeta.
Cuando concluyó la ayuda rusa, Clinton hizo que el embargo fuera todavía más duro, y unos años después empeoró todavía más con la ley Helms-Burton. Los efectos, naturalmente, han sido severos. Salim Lamrani los ha repasado en un estudio muy completo. Particularmente grave ha sido el impacto en el sistema de salud, privado de suministros médicos esenciales. A pesar del ataque, Cuba ha desarrollado un sistema de salud remarcable, y tiene un récord inigualado de internacionalismo médico, así como un papel crucial en la liberación del África negra y en el final del régimen del apartheid en Sudáfrica. También se han dado severas violaciones de los derechos humanos, aunque no se puedan comparar con las que vienen siendo la norma en los países de Sudamérica dominados por la política de seguridad nacional de Estados Unidos. Y, naturalmente, las peores violaciones de los derechos humanos en Cuba en los años recientes se dan en Guantánamo, una plaza que Estados Unidos obtuvo de Cuba a punta de cañón a principios del siglo XX y que no quiere retornar. En conjunto, una historia confusa y que no resulta fácil de evaluar, dadas las complejas circunstancias.
Fuente: Chomsky, N. (2017), Optimismo contra el desaliento, Ediciones B, Barcelona.
*Hice ligeros cambios en el texto para mejorar la traducción.