29/12/23

Hatuey

Por Eduardo Galeano

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Yara

En estas islas, en estos humilladeros, son muchos los que eligen su muerte, ahorcándose o bebiendo veneno junto a sus hijos. Los invasores no pueden evitar esta venganza, pero saben explicarla: los indios, tan salvajes que piensan que todo es común, dirá Oviedo, son gente de su natural ociosa e viciosa, e de poco trabajo... Muchos dellos por su pasatiempo, se mataron con ponzoña por no trabajar, y otros se ahorcaron con sus propias manos.

Hatuey, jefe indio de la región de la Guahaba, no se ha suicidado. En canoa huyó de Haití, junto a los suyos, y se refugió en las cuevas y los montes del oriente de Cuba.

Allí señaló una cesta llena de oro y dijo:

–Éste es el dios de los cristianos. Por él nos persiguen. Por él han muerto nuestros padres y nuestros hermanos. Bailemos para él. Si nuestra danza lo complace, este dios mandará que no nos maltraten.

Lo atrapan tres meses después.

Lo atan a un palo.

Antes de encender el fuego que lo reducirá a carbón y ceniza, un sacerdote le promete gloria y eterno descanso si acepta bautizarse. Hatuey pregunta:

–En ese cielo, ¿están los cristianos?

–Sí.

Hatuey elige el infierno y la leña empieza a crepitar.

Fuente: Galeano, E. (1982), Memoria del fuego I. Los nacimientos, Siglo XXI, México, D.F.

22/12/23

La verdadera libertad

Por Agustín Pániker

Desde mi óptica … el nirvana sería la realidad y el estado de mente del despierto, que ve las cosas tal-cual-son; es decir, sin la ilusión de un "yo" que experimenta "cosas". Despertar y liberación se refuerzan mutuamente. El nirvana sería la experiencia de este mundo sin apegos; o mejor, sin caer dominado por las pulsiones, las obsesiones y los apegos. En términos psicológicos, correspondería a la plena madurez, superado el egoísmo, cuando se es libre de actuar sin condicionamientos ni apegos. Una vida, en suma, de discernimiento pleno, verdaderamente transpersonal. Aunque existe una persona, ella no es más que una manifestación de la vaciedad, un "yo" carente de "yo"; por tanto, dinámico y activo; que puede disfrutar del mundo pero sin quedarse apegado a él. En términos éticos, es la destrucción del odio, la maldad, la codicia y la ignorancia. En términos místicos, sería la propia naturaleza de la realidad –despierta y autoconsciente– percatándose de sí misma, ya que no hay "despierto" alguno.

El nirvana o la bodhi no serían, pues, ninguna ruptura de las relaciones, sino el descubrimiento de una relación más genuina. Esto es lo que muchos maestros budistas entienden por "felicidad" o han denominado "liberación". Esa sería –entiendo yo– la verdadera libertad.

Fuente: Pániker, A. (2018), Las tres joyas, Kairós, Barcelona.

15/12/23

Profetas del siglo veinte

Por Eduardo Galeano

Carlos Marx y Federico Engels habían escrito el «Manifiesto comunista» a mediados del siglo diecinueve. No lo habían escrito para interpretar el mundo, sino para ayudar a cambiarlo. Un siglo después, un tercio de la humanidad vivía en sociedades inspiradas por este panfleto de apenas veintitrés páginas.

El «Manifiesto» fue una certera profecía. El capitalismo es un brujo incapaz de controlar las fuerzas que desata, dijeron los autores, y en nuestros días puede comprobarlo, a simple vista, cualquiera que tenga ojos en la cara.

Pero a los autores no se les pasó por la cabeza que el brujo pudiera tener más vidas que un gato,

ni que las grandes fábricas pudieran dispersar la mano de obra para reducir sus costos de producción y sus amenazas de sublevación,

ni que las revoluciones sociales pudieran ocurrir en las naciones que eran llamadas bárbaras, más frecuentemente que en las llamadas civilizadas,

ni que la unidad de los proletarios de todos los países pudiera resultar menos frecuente que su división,

ni que la dictadura del proletariado pudiera ser el nombre artístico de la dictadura de la burocracia.

Y así, por lo que sí y por lo que no, el «Manifiesto» confirmó la más profunda certeza de sus autores: la realidad es más poderosa y asombrosa que sus intérpretes. Gris es la teoría y verde el árbol de la vida, había dicho Goethe por boca del Diablo. Y Marx solía advertir que él no era marxista, anticipándose así a quienes iban a convertir el marxismo en ciencia infalible o religión indiscutible.

Fuente: Galeano, E. (2008), Espejos, Siglo XXI, Buenos Aires.

8/12/23

Aristócratas y demócratas

Por Noam Chomsky

Jefferson murió el 4 de julio de 1826 –exactamente cincuenta años después de la Declaración de Independencia. Casi al final de su vida hablaba de los logros alcanzados con una mezcla de preocupación y esperanza, e instaba a la población a luchar por mantener los triunfos de la democracia.

Jefferson distinguía dos grupos: los aristócratas y los demócratas. Los primeros "temen y desconfían de la gente y desean quitarle todo el poder para depositarlo en la clase alta". Incluso hoy muchos intelectuales respetables consideran válida esta postura, que es muy similar a la doctrina leninista de que el partido de vanguardia o los intelectuales radicales deben tomar el poder y encaminar a las masas hacia un futuro mejor. La mayoría de los liberales es aristócrata en el sentido jeffersoniano, y [el ex secretario de estado] Henry Kissinger es un ejemplo extremo de un aristócrata.

Los demócratas –escribió Jefferson– "se identifican con la gente, le tienen confianza, la valoran y la consideran el guardián más honesto y seguro –aunque no el más sabio– del interés público. En otras palabras, los demócratas creen que la gente debe ejercer el control, tome o no las decisiones acertadas. Existen algunos demócratas hoy en día, pero su participación es cada vez más restringida.

Jefferson advirtió sobre todo que se vigilara a las "instituciones bancarias y sociedades mercantiles" –lo que hoy llamaríamos consorcios– pues afirmaba que, en caso de que crecieran, los aristócratas habrían ganado y la revolución estaría vencida. Los peores temores de Jefferson se cumplieron –aunque no enteramente como él lo supuso.

Fuente: Chomsky, N. (1994), Secretos, mentiras y democracia, Siglo XXI, México, D. F.

1/12/23

Su cachorro de pastor alemán

Por Ian Kershaw

La guerra era lo único que le importaba a Hitler. Sin embargo, aislado en el extraño mundo de la Guarida del Lobo, cada vez estaba más lejos de sus realidades, tanto en el frente como en Alemania. La indiferencia descartaba cualquier rastro de humanidad. Ni siquiera hacia los miembros de su séquito que le habían acompañado durante tantos años sentía nada que se pareciese a un afecto auténtico, y mucho menos a la amistad, el verdadero cariño estaba reservado únicamente para su cachorro de pastor alemán. La vida humana y el sufrimiento carecían de importancia para él. Nunca visitó un hospital de campaña, ni a quienes perdieron sus hogares en los bombardeos. No presenció ninguna matanza, ni se acercó a un campo de concentración, nunca vio un campamento lleno de prisioneros de guerra famélicos. Para él, sus enemigos no eran más que alimañas a las que había que aniquilar. Pero su profundo desprecio por la existencia humana se extendía a su propio pueblo. Tomaba decisiones que costaban la vida a decenas de miles de sus soldados sin tomar en consideración alguna por el sufrimiento humano que pudieran causar, y quizá sólo le fuera posible tomarlas de esa manera. Los cientos de miles de muertos y heridos no eran más que una abstracción y el sufrimiento un sacrificio necesario y justificado en la «lucha heroica» por la supervivencia del pueblo.

Fuente: Kershaw, I. (2008), Hitler, Península, Barcelona.