Por Jesús Mosterín
Avempace había expuesto la dificultad que
tenía el filósofo para vivir en la sociedad real y corrupta de su tiempo; en El régimen del solitario había
aconsejado que se apartase interiormente, encerrándose en una especie de torre
de marfil, dedicado a su búsqueda intelectual. Esta misma actitud fue recogida
y hecha suya por Ibn Tufayl, que la desarrolló en forma novelada en su única
obra conservada, la famosa novela filosófica Hayy ibn Yaqzān (Vivo, hijo de Despierto), conocida por los latinos
a partir del siglo XVII como Philosophus autodidactus
(El filósofo autodidacto). La obra recoge una alegoría de Avicena, del que
también toma el nombre de su protagonista, Hayy, y de los dos personajes
secundarios, Absal y Salamán. Tiene ecos de la historia de Moisés y en cierto
modo anticipa los caracteres de Andrenio y Cratilo en el Criticón de Baltasar Gracián, del Robinson Crusoe de Daniel Defoe,
del Émile de Rousseau y del Mowgli en el Jungle
Book (Libro de la jungla) de Rudyard Kipling.
El libro de Ibn Tufayl
comienza con el nacimiento del protagonista, Hayy. La hermana del celoso rey de
una isla tiene un hijo con Yaqzán (Despierto). Temiendo que su airado hermano
lo mate, coloca al niño en una arqueta y lo confía a las olas del mar, que lo
llevan hasta una isla desierta. Allí, una gacela que acababa de perder a su
cría oye los gritos de hambre del bebé, lo adopta y lo cría. (Según otra
versión, Hayy se habría engendrado por un proceso de generación espontánea a
partir de una masa de arcilla, a la que Dios acaba imprimiendo un alma.) Hayy
fue creciendo junto a la gacela y sus crías, que constituían su familia, y
aprendió el lenguaje de las aves. Al cabo de un tiempo, la gacela murió.
Sobreponiéndose a su tristeza, Hayy se decidió a hacer la disección del
cadáver, dando así oportunidad al médico Ibn Tufayl a exponer sus conocimientos
de anatomía, incluido el corazón, centro de la vida, una de cuyas cavidades
encuentra vacía, pues la ha abandonado el alma. A partir de ese momento, Hayy
se embarca en una solitaria empresa científica, estudiando los animales,
vegetales y minerales que encuentra en la isla. A partir de ahí reconstruye
parte de la filosofía natural de Aristóteles, así como su distinción entre
materia y forma.
Siguiendo a Avempace, la
forma es una fuerza, un principio de cambio y movimiento. Las formas
incorporadas en la materia requieren un generador inmaterial, un intelecto
puro. Así llega hasta la noción de un Dios único del que dependen las esferas
celestes (que también son intelectos) y en último término las almas y otras
formas. El universo entero es un ser vivo, limitado por la esfera de las
estrellas fijas. Respecto a la cuestión de si el universo es eterno (como había
afirmado Avicena) o creado en el tiempo (según la doctrina asharí de
al-Gazali), Ibn Tufayl evita dar una respuesta comprometida, sentándose entre
ambas sillas al decir que da igual. Si el universo es creado en el tiempo, hará
falta un creador; si es eterno, hará falta un motor eterno; en cualquier caso,
es necesario que haya un creador-motor incorporal y eterno, al que llamamos
Dios. Ibn Tufayl enfatiza la incorporeidad divina, a partir de la cual deduce
la del alma humana. Sin embargo, no todas las almas humanas son inmortales,
sino solo aquellas que han logrado llegar al conocimiento intuitivo de la
incorpórea esencia divina. Las otras no sobreviven a la muerte del cuerpo.
Ibn Tufayl, atraído por
el sufismo, hace que su héroe Hayy alcance por su cuenta no sólo los conceptos
de la filosofía, sino también momentos de unión mística con Dios. Está unión
mística, que es el máximo bien humano, solo podrá obtenerla tras la muerte,
tras despojarse del cuerpo, si previamente se ha perfeccionado suficientemente,
imitando la perfección y regularidad de las esferas celestes. Para ello decide
llevar una vida ascética, mostrar compasión por los animales y las plantas,
abstenerse de comer carne, ser limpio y puro, y concentrarse en pensar la
noción de Dios hasta llegar a vaciar su propia personalidad y a disolverse y
fundirse en Él.
Hayy acaba descubriendo
el islam en sus dos formas de religiosidad íntima y de religión externa y
oficial. Absal, un muslim intimista, llega a la isla donde mora Hayy, al que
conoce y enseña su idioma. Pronto, ambos se dan cuenta de que la religión natural
a la que ha llegado Hayy por la sola fuerza de su razón, sin necesidad de
maestros ni libros, coincide con la religión islámica interiorizada que ha
aprendido Absal. La auténtica sabiduría coincide con la auténtica religión.
Hayy acepta el islam, pero tiene dos objeciones: ¿por qué el profeta Mahoma
usaba de imágenes, metáforas y alegorías para hablar de Dios, en vez de hacerlo
de una forma clara, directa y racional? Y ¿por qué el profeta permite a sus
seguidores dedicarse a los bienes materiales, en vez de impulsarlos a la unión
mística con Dios? En definitiva, la obra de Ibn Tufayl es un canto a la
autonomía y la capacidad de la razón humana para descubrir por su cuenta todas
las verdades, aunque añade como colofón sufí la necesidad de dar un salto final
desde la razón contemplativa hasta la unión mística e inefable con Dios. Hayy y
Absal viajan a la isla habitada de donde procede este último y tratan de
convencer al gobernante y a sus súbditos de las verdades que han descubierto,
pero el intento acaba en desastre. El mundo político está pervertido y sólo
dentro de sí mismo hallará el sabio la liberación del conocimiento filosófico y
la unión mística con Dios.
Fuente: Mosterín, J. (2012), El islam, Alianza Editorial, Madrid.