29/7/21

Los libros

Por Carl Sagan

El noventa y nueve por ciento del tiempo de existencia de humanos en la Tierra, no había nadie que supiera leer ni escribir. Todavía no se había hecho el gran invento. Aparte de la experiencia de primera mano, casi todo lo que sabíamos se transmitía de manera oral. Como en el juego infantil del «teléfono», durante decenas y centenares de generaciones la información se iba distorsionando lentamente y acababa perdida.

Los libros lo cambiaron todo. Los libros, que se pueden comprar a bajo coste, nos permiten preguntarnos por el pasado con gran precisión, aprovechar la sabiduría de nuestra especie, entender el punto de vista de otros, y no sólo de los que están en el poder; contemplar –con los mejores maestros– los conocimientos dolorosamente extraídos de la naturaleza por las mentes más grandes que jamás existieron, en todo el planeta y a lo largo de toda nuestra historia. Permiten que gente que murió hace tiempo hable dentro de nuestras cabezas. Los libros nos pueden acompañar a todas partes. Los libros son pacientes cuando nos cuesta entenderlos, nos permiten repasar las partes difíciles tantas veces como queramos y nunca critican nuestros errores. Los libros son la clave para entender el mundo y participar en una sociedad democrática.

Fuente: Sagan, C. (1980), Cosmos, Planeta, Barcelona.

22/7/21

Cuando los pobres ganan dinero

Por Roberto Bolaño

El dinero, dijo Seaman, en el fondo era un misterio y él no era, por sus nulos estudios, la persona más adecuada para hablar de ese tema. No obstante tenía dos cosas que decir. La primera era que no estaba de acuerdo en la forma en que gastaban su dinero los pobres, sobre todo los pobres afroamericanos. Me hierve la sangre, dijo, cuando veo a un chulo de putas paseándose por el barrio a bordo de una limousine o de un Lincoln Continental. No lo puedo soportar. Cuando los pobres ganan dinero deberían comportarse con mayor dignidad, dijo. Cuando los pobres ganan dinero, deberían ayudar a sus vecinos. Cuando los pobres ganan mucho dinero, deberían mandar a sus hijos a la universidad y adoptar a uno o más huérfanos. Cuando los pobres ganan dinero, deberían admitir públicamente que han ganado sólo la mitad. Ni a sus hijos deberían contarle lo que en realidad tienen, porque los hijos luego quieren la totalidad de la herencia y no están dispuestos a compartirla con sus hermanos adoptivos. Cuando los pobres ganan dinero deberían guardar fondos secretos para ayudar no sólo a los negros que están pudriéndose en las cárceles de los Estados Unidos, sino para fundar empresas humildes como lavanderías, bares, videoclubs, que generen ganancias que luego se reviertan íntegramente en sus comunidades. Becas de estudio. Aunque los becarios acaben mal. Aunque los becarios acaben suicidándose de tanto escuchar rap o en un arrebato de ira asesinen a su profesor blanco y a cinco compañeros de clase. El camino del dinero está sembrado de tentativas y fracasos que no deben desanimar a los pobres enriquecidos o a los nuevos ricos de nuestra comunidad. Hay que aplicarse en ese punto. Hay que sacar agua no sólo de las rocas sino también del desierto. Aunque sin olvidar que el dinero siempre será un problema pendiente, dijo Seaman.

Fuente: Bolaño, R. (2004), 2666, Anagrama, Barcelona.

15/7/21

El sentido de nuestras vidas sin sentido

Por Jesús Mosterín
¿Qué hemos de hacer los humanes actuales, si queremos comportarnos racionalmente de un modo colectivo? Hemos de cambiar nuestros modales y valores, no debemos obsesionarnos con los bienes de propiedad y de consumo, hemos de aprender a sacar más jugo a las fuentes casi inagotables de goce y de placer que apenas gastan energía y no consumen materias primas, como las relaciones personales, la amistad, el sexo, la lectura, Internet, el contacto y comunión con la naturaleza y la contemplación intelectual. Hemos de promover el progreso de la ciencia como núcleo de la cultura completamente racionalizada, orientando los desarrollos tecnológicos en la dirección más relevante para la consecución de nuestros fines. Hemos de llegar a una sociedad humana global, sin estados soberanos ni ejércitos que los guarden, pero con una policía y un sistema judicial mundiales. Hemos de llegar a una economía abierta y estable del reciclaje circular de los materiales y de la solución a largo plazo del problema energético. Hemos de estabilizar la población a un nivel óptimo. Hemos de desarrollar una nueva actitud ante la vida, a la vez racional y sensual, escéptica y comprometida, serena y completamente racional.
El universo es como es, sometido a leyes inexorables que solo nos es dado conocer y acatar. El ámbito del destino (lo que se escapa a nuestras posibilidades de decisión y control) es mucho mayor que el de la libertad. Pero esta, por limitada que sea, existe y tiene gran relevancia para la felicidad humana.
Alguien nos puede objetar que tratamos de trascender lo efímero de nuestra vida individual en una cultura igualmente efímera; que buscamos una cultura estable y duradera, pero que en cualquier caso no durará más que la perecedera humanidad. No solo pasan los individuos, sino también las especies. Algún día lejano nuestro sol, convertido en gigante rojo, calcinará sus propios planetas, incluido el nuestro. Y en definitiva, ¿qué? En definitiva, nada. Todo, provisionalmente. Y después de todo, ¿qué? Después de todo, nada.
Antes de morir, digamos: Hemos lanzado una mirada lúcida sobre el universo ingente. Nos hemos encarado con nuestros problemas y no hemos buscando consuelos ilusorios. Hemos gozado de la vida en la medida en que de nosotros dependía y solo el destino implacable ha marcado los límites de nuestra felicidad. Hemos aceptado el destino y la muerte, pero no nos hemos doblegado ante los ídolos. Hemos templado la cultura de nuestros padres en el fuego de la razón, y hemos fraguado un instrumento dúctil para la consecución de nuestros fines, fines que son más anchos que nuestra vida y se desparraman en el tiempo. Este es el sentido que hemos dado a nuestras vidas sin sentido.
Fuente: Mosterín, J. (1978), Lo mejor posible, Alianza Editorial, Madrid.

8/7/21

Mala conciencia

Por Albert Camus

Marx … puso el trabajo, su degradación injusta y su dignidad profunda, en el centro de su pensamiento. Se alzó contra la reducción del trabajo a una mercancía y del trabajador a un objeto. Recordó a los privilegiados que sus privilegios no eran divinos, ni la propiedad un derecho eterno. Dio mala conciencia a quienes no tenían derecho a mantenerla en paz y denunció, con una profundidad inigualable, a una clase cuyo crimen no residía tanto en haber tenido el poder cuanto en haberlo usado para los fines de una sociedad mediocre y sin verdadera nobleza. Le debemos la idea, que constituye la desesperación de nuestra época –pero aquí la desesperación vale más que toda esperanza–, de que cuando el trabajo es una degradación, no es la vida, aunque cubre todo el tiempo de la vida. ¿Quién, a pesar de las pretensiones de esta sociedad, puede dormir en ella en paz, sabiendo en lo sucesivo que obtiene sus goces mediocres del trabajo de millones de almas muertas? Exigiendo para el trabajador la verdadera riqueza, que no es la del dinero, sino la del tiempo libre o de la creación, reclamó, pese a las apariencias, la cualidad del hombre. Con esto, puede afirmarse rotundamente, no quiso la degradación suplementaria que en su nombre se ha impuesto al hombre. Una frase suya, por una vez clara y tajante, negó para siempre a sus discípulos triunfantes la grandeza y la humanidad que él sí poseía: «Un objetivo que requiere medios injustos no es un objetivo justo».

Fuente: Camus, A. (1951), El hombre rebelde, Alianza Editorial, Madrid.


1/7/21

Me alegro de estar vivo

Por Bertrand Russell

En invierno, el clima de Pekín es muy frío. El viento sopla casi siempre del norte, trayendo aire helado de las montañas mongoles. Cogí una bronquitis, pero no le hice caso. Cuando parecía haber mejorado, unos amigos chinos nos invitaron a unos baños termales que quedaban a dos horas de coche de Pekín. El hotel servía un excelente té y alguien sugirió que no era muy sensato tomar tanto té, pues podría estropear la cena. Yo protesté ante tanta prudencia, aduciendo que aquel podía ser el día del Juicio Final; y no me equivoqué, pues pasarían tres meses antes de que pudiera volver a disfrutar de una verdadera cena. De repente, después del té, me puse a temblar, y como una hora más tarde seguía temblando, decidimos que era mejor regresar de inmediato a Pekín. En el camino de vuelta se pinchó una rueda, y cuando estuvo reparada el motor no arrancaba. A esas alturas yo estaba casi delirando, pero los sirvientes chinos y Dora empujaron el coche hasta lo alto de la colina y en el descenso el motor empezó a funcionar de nuevo. Con el retraso encontramos cerradas las puertas de Pekín, y nos llevó una hora de llamadas telefónicas conseguir que nos las abrieran. Cuando finalmente llegamos a casa, yo estaba realmente muy enfermo. Antes de comprender lo que sucedía empecé a delirar. Me trasladaron a un hospital alemán, donde Dora me cuidaba de día y la única enfermera profesional inglesa de todo Pekín me atendía de noche. Cada tarde, durante dos semanas, los médicos pensaron que estaría muerto antes del amanecer. Salvo algunos sueños, no recuerdo nada de todo aquel tiempo. Cuando volví en mí no sabía dónde estaba y no reconocía a la enfermera. Dora me dijo que había estado muy enfermo y que casi había muerto, a lo que yo respondí: «Qué interesante», pero tan débil estaba que lo olvidé en cinco minutos y Dora tuvo que repetírmelo. Ni siguiera recordaba mi propio nombre. Pasado mi delirio, no dejaron de repetirme durante casi un mes que moriría en cualquier momento, pero yo nunca me lo creí. La enfermera que me atendió había destacado en su profesión; durante la guerra, había llegado a ser encargada de un hospital en Serbia. El hospital cayó en manos de los alemanes y las enfermeras fueron enviadas a Bulgaria. Nunca se cansaba de contarme su íntima amistad con la reina de Bulgaria. Era una mujer profundamente religiosa, y cuando yo empecé a mejorar me contó que había pensado seriamente si su deber no era dejarme morir. Por fortuna, su entrenamiento profesional pudo más que su sentido moral.

Durante todo el transcurso de mi convalecencia, y a pesar de la debilidad e incomodidad física, fui intensamente feliz. Dora se dedicaba a mí por completo, y su entrega me hacía olvidar todo lo desagradable. Al comienzo de mi convalecencia Dora descubrió que estaba embarazada, lo que fue motivo de inmensa felicidad para los dos. Desde aquella caminata con Alys en Richmond Green, había sentido dentro de mí, cada vez con mayor intensidad, el deseo de ser padre, hasta que al final se había vuelto una pasión arrolladora. Cuando supe que no sólo sobreviviría sino que además tendría un hijo me volví absolutamente indiferente a las circunstancias de mi convalecencia, a pesar de que padecí toda una serie de pequeñas enfermedades. El principal problema había sido una pulmonía doble, pero además tuve afecciones de corazón y de los riñones, disentería y flebitis. Nada de ello me impidió sentirme totalmente feliz, y a pesar de los pronósticos pesimistas, no sufrí ningún efecto secundario tras mi recuperación.

Estar tumbado en la cama y sentir que no iba a morir era una deliciosa sorpresa. Hasta ese día, siempre había creído ser fundamentalmente pesimista, y no valoraba el estar vivo. Entonces descubrí que respecto a esto me había equivocado por completo y que la vida me resultaba infinitamente dulce. En Pekín casi nunca llueve, pero durante mi convalecencia cayeron intensas lluvias que producían un delicioso aroma a tierra húmeda que llegaba a través de las ventanas; esto me hizo pensar lo horroroso que sería no volver a sentir aquel olor nunca más. Lo mismo me ocurría con la luz del sol y el sonido del viento. Junto a mi ventana había unas acacias muy bonitas que florecieron justo en el momento en que yo fui capaz de disfrutarlo. Desde entonces he sabido que en el fondo me alegro de estar vivo. Sin duda, la mayoría de la gente lo ha sabido siempre, pero yo no.

Fuente: Russell, B. (2010), Autobiografía, Edhasa, Barcelona.