Por Bertrand Russell
En invierno, el clima de Pekín es muy
frío. El viento sopla casi siempre del norte, trayendo aire helado de las
montañas mongoles. Cogí una bronquitis, pero no le hice caso. Cuando parecía
haber mejorado, unos amigos chinos nos invitaron a unos baños termales que
quedaban a dos horas de coche de Pekín. El hotel servía un excelente té y
alguien sugirió que no era muy sensato tomar tanto té, pues podría estropear la
cena. Yo protesté ante tanta prudencia, aduciendo que aquel podía ser el día
del Juicio Final; y no me equivoqué, pues pasarían tres meses antes de que
pudiera volver a disfrutar de una verdadera cena. De repente, después del té,
me puse a temblar, y como una hora más tarde seguía temblando, decidimos que
era mejor regresar de inmediato a Pekín. En el camino de vuelta se pinchó una
rueda, y cuando estuvo reparada el motor no arrancaba. A esas alturas yo estaba
casi delirando, pero los sirvientes chinos y Dora empujaron el coche hasta lo
alto de la colina y en el descenso el motor empezó a funcionar de nuevo. Con el
retraso encontramos cerradas las puertas de Pekín, y nos llevó una hora de
llamadas telefónicas conseguir que nos las abrieran. Cuando finalmente llegamos
a casa, yo estaba realmente muy enfermo. Antes de comprender lo que sucedía
empecé a delirar. Me trasladaron a un hospital alemán, donde Dora me cuidaba de
día y la única enfermera profesional inglesa de todo Pekín me atendía de noche.
Cada tarde, durante dos semanas, los médicos pensaron que estaría muerto antes
del amanecer. Salvo algunos sueños, no recuerdo nada de todo aquel tiempo.
Cuando volví en mí no sabía dónde estaba y no reconocía a la enfermera. Dora me
dijo que había estado muy enfermo y que casi había muerto, a lo que yo
respondí: «Qué interesante», pero tan débil estaba que lo olvidé en cinco
minutos y Dora tuvo que repetírmelo. Ni siguiera recordaba mi propio nombre.
Pasado
mi delirio, no dejaron de repetirme durante casi un mes que moriría en
cualquier momento, pero yo nunca me lo creí. La enfermera que me atendió había
destacado en su profesión; durante la guerra, había llegado a ser encargada de
un hospital en Serbia. El hospital cayó en manos de los alemanes y las
enfermeras fueron enviadas a Bulgaria. Nunca se cansaba de contarme su íntima
amistad con la reina de Bulgaria. Era una mujer profundamente religiosa, y
cuando yo empecé a mejorar me contó que había pensado seriamente si su deber no
era dejarme morir. Por fortuna, su entrenamiento profesional pudo más que su
sentido moral.
Durante todo el
transcurso de mi convalecencia, y a pesar de la debilidad e incomodidad física,
fui intensamente feliz. Dora se dedicaba a mí por completo, y su entrega me
hacía olvidar todo lo desagradable. Al comienzo de mi convalecencia Dora
descubrió que estaba embarazada, lo que fue motivo de inmensa felicidad para
los dos. Desde aquella caminata con Alys en Richmond Green, había sentido
dentro de mí, cada vez con mayor intensidad, el deseo de ser padre, hasta que
al final se había vuelto una pasión arrolladora. Cuando supe que no sólo
sobreviviría sino que además tendría un hijo me volví absolutamente indiferente
a las circunstancias de mi convalecencia, a pesar de que padecí toda una serie
de pequeñas enfermedades. El principal problema había sido una pulmonía doble,
pero además tuve afecciones de corazón y de los riñones, disentería y flebitis.
Nada de ello me impidió sentirme totalmente feliz, y a pesar de los pronósticos
pesimistas, no sufrí ningún efecto secundario tras mi recuperación.
Estar tumbado en la cama
y sentir que no iba a morir era una deliciosa sorpresa. Hasta ese día, siempre
había creído ser fundamentalmente pesimista, y no valoraba el estar vivo.
Entonces descubrí que respecto a esto me había equivocado por completo y que la
vida me resultaba infinitamente dulce. En Pekín casi nunca llueve, pero durante
mi convalecencia cayeron intensas lluvias que producían un delicioso aroma a
tierra húmeda que llegaba a través de las ventanas; esto me hizo pensar lo
horroroso que sería no volver a sentir aquel olor nunca más. Lo mismo me
ocurría con la luz del sol y el sonido del viento. Junto a mi ventana había
unas acacias muy bonitas que florecieron justo en el momento en que yo fui
capaz de disfrutarlo. Desde entonces he sabido que en el fondo me alegro de
estar vivo. Sin duda, la mayoría de la gente lo ha sabido siempre, pero yo no.
Fuente: Russell, B. (2010), Autobiografía, Edhasa, Barcelona.