1/7/21

Me alegro de estar vivo

Por Bertrand Russell

En invierno, el clima de Pekín es muy frío. El viento sopla casi siempre del norte, trayendo aire helado de las montañas mongoles. Cogí una bronquitis, pero no le hice caso. Cuando parecía haber mejorado, unos amigos chinos nos invitaron a unos baños termales que quedaban a dos horas de coche de Pekín. El hotel servía un excelente té y alguien sugirió que no era muy sensato tomar tanto té, pues podría estropear la cena. Yo protesté ante tanta prudencia, aduciendo que aquel podía ser el día del Juicio Final; y no me equivoqué, pues pasarían tres meses antes de que pudiera volver a disfrutar de una verdadera cena. De repente, después del té, me puse a temblar, y como una hora más tarde seguía temblando, decidimos que era mejor regresar de inmediato a Pekín. En el camino de vuelta se pinchó una rueda, y cuando estuvo reparada el motor no arrancaba. A esas alturas yo estaba casi delirando, pero los sirvientes chinos y Dora empujaron el coche hasta lo alto de la colina y en el descenso el motor empezó a funcionar de nuevo. Con el retraso encontramos cerradas las puertas de Pekín, y nos llevó una hora de llamadas telefónicas conseguir que nos las abrieran. Cuando finalmente llegamos a casa, yo estaba realmente muy enfermo. Antes de comprender lo que sucedía empecé a delirar. Me trasladaron a un hospital alemán, donde Dora me cuidaba de día y la única enfermera profesional inglesa de todo Pekín me atendía de noche. Cada tarde, durante dos semanas, los médicos pensaron que estaría muerto antes del amanecer. Salvo algunos sueños, no recuerdo nada de todo aquel tiempo. Cuando volví en mí no sabía dónde estaba y no reconocía a la enfermera. Dora me dijo que había estado muy enfermo y que casi había muerto, a lo que yo respondí: «Qué interesante», pero tan débil estaba que lo olvidé en cinco minutos y Dora tuvo que repetírmelo. Ni siguiera recordaba mi propio nombre. Pasado mi delirio, no dejaron de repetirme durante casi un mes que moriría en cualquier momento, pero yo nunca me lo creí. La enfermera que me atendió había destacado en su profesión; durante la guerra, había llegado a ser encargada de un hospital en Serbia. El hospital cayó en manos de los alemanes y las enfermeras fueron enviadas a Bulgaria. Nunca se cansaba de contarme su íntima amistad con la reina de Bulgaria. Era una mujer profundamente religiosa, y cuando yo empecé a mejorar me contó que había pensado seriamente si su deber no era dejarme morir. Por fortuna, su entrenamiento profesional pudo más que su sentido moral.

Durante todo el transcurso de mi convalecencia, y a pesar de la debilidad e incomodidad física, fui intensamente feliz. Dora se dedicaba a mí por completo, y su entrega me hacía olvidar todo lo desagradable. Al comienzo de mi convalecencia Dora descubrió que estaba embarazada, lo que fue motivo de inmensa felicidad para los dos. Desde aquella caminata con Alys en Richmond Green, había sentido dentro de mí, cada vez con mayor intensidad, el deseo de ser padre, hasta que al final se había vuelto una pasión arrolladora. Cuando supe que no sólo sobreviviría sino que además tendría un hijo me volví absolutamente indiferente a las circunstancias de mi convalecencia, a pesar de que padecí toda una serie de pequeñas enfermedades. El principal problema había sido una pulmonía doble, pero además tuve afecciones de corazón y de los riñones, disentería y flebitis. Nada de ello me impidió sentirme totalmente feliz, y a pesar de los pronósticos pesimistas, no sufrí ningún efecto secundario tras mi recuperación.

Estar tumbado en la cama y sentir que no iba a morir era una deliciosa sorpresa. Hasta ese día, siempre había creído ser fundamentalmente pesimista, y no valoraba el estar vivo. Entonces descubrí que respecto a esto me había equivocado por completo y que la vida me resultaba infinitamente dulce. En Pekín casi nunca llueve, pero durante mi convalecencia cayeron intensas lluvias que producían un delicioso aroma a tierra húmeda que llegaba a través de las ventanas; esto me hizo pensar lo horroroso que sería no volver a sentir aquel olor nunca más. Lo mismo me ocurría con la luz del sol y el sonido del viento. Junto a mi ventana había unas acacias muy bonitas que florecieron justo en el momento en que yo fui capaz de disfrutarlo. Desde entonces he sabido que en el fondo me alegro de estar vivo. Sin duda, la mayoría de la gente lo ha sabido siempre, pero yo no.

Fuente: Russell, B. (2010), Autobiografía, Edhasa, Barcelona.


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