Por Roberto Bolaño
El
dinero, dijo Seaman, en el fondo era un misterio y él no era, por sus nulos
estudios, la persona más adecuada para hablar de ese tema. No obstante tenía
dos cosas que decir. La primera era que no estaba de acuerdo en la forma en que
gastaban su dinero los pobres, sobre todo los pobres afroamericanos. Me hierve
la sangre, dijo, cuando veo a un chulo de putas paseándose por el barrio a
bordo de una limousine o de un Lincoln Continental. No lo puedo soportar.
Cuando los pobres ganan dinero deberían comportarse con mayor dignidad, dijo.
Cuando los pobres ganan dinero, deberían ayudar a sus vecinos. Cuando los pobres
ganan mucho dinero, deberían mandar a sus hijos a la universidad y adoptar a
uno o más huérfanos. Cuando los pobres ganan dinero, deberían admitir
públicamente que han ganado sólo la mitad. Ni a sus hijos deberían contarle lo
que en realidad tienen, porque los hijos luego quieren la totalidad de la
herencia y no están dispuestos a compartirla con sus hermanos adoptivos. Cuando
los pobres ganan dinero deberían guardar fondos secretos para ayudar no sólo a
los negros que están pudriéndose en las cárceles de los Estados Unidos, sino
para fundar empresas humildes como lavanderías, bares, videoclubs, que generen
ganancias que luego se reviertan íntegramente en sus comunidades. Becas de
estudio. Aunque los becarios acaben mal. Aunque los becarios acaben suicidándose
de tanto escuchar rap o en un arrebato de ira asesinen a su profesor blanco y a
cinco compañeros de clase. El camino del dinero está sembrado de tentativas y
fracasos que no deben desanimar a los pobres enriquecidos o a los nuevos ricos
de nuestra comunidad. Hay que aplicarse en ese punto. Hay que sacar agua no
sólo de las rocas sino también del desierto. Aunque sin olvidar que el dinero
siempre será un problema pendiente, dijo Seaman.
Fuente:
Bolaño, R. (2004), 2666, Anagrama, Barcelona.
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