Por
Jesús Mosterín
Los
dramones y folletines del pasado están llenos de historias lacrimosas de
mujeres cuyas vidas quedaban destrozadas por un embarazo inoportuno. Por
desgracia, los casos de la vida real no eran menos trágicos que los ficticios.
Situaciones de este tipo se han acabado en casi todos los países civilizados.
Toda precaución puede fallar. El cómputo
de Ogino puede fallar, los anticonceptivos pueden fallar, uno puede equivocarse
de fecha o tener un lapsus de memoria. A veces el embarazo imprevisto será una
sorpresa agradable e incluso maravillosa, o al menos soportable. Pero habrá
circunstancias en que representará partir por la mitad la vida de una mujer, o
arruinar su carrera profesional, o lo que sea. Solo a la mujer interesada le es
dado juzgar esas circunstancias, y no a la caterva arrogante de políticos, prelados,
jueces, médicos y burócratas empeñados en decidir por ella. El aborto es un
trauma. Ninguna mujer lo practicaría por gusto o a la ligera. Pero la
procreación y la maternidad son algo demasiado importante como para dejarlo al
albur de un error o un descuido o una violación. El aborto, como el divorcio o
los bomberos, se inventó para cuando las cosas fallan.
La única razón para prohibir el aborto es
el tabú impuesto por el fundamentalismo religioso. Ninguna otra razón moral,
filosófica ni política avala tal precepto. Donde la Iglesia católica (o el
fundamentalismo islámico, o el evangélico) no es prepotente y dominante, el
aborto está permitido.
El sofisma básico consiste en decir que
abortar es matar a un humán, cometer un homicidio, y, puesto que todas las
personas civilizadas estamos contra el asesinato, tenemos que estar también
contra el derecho al aborto, que sería un derecho al homicidio. El aborto está
permitido y liberalizado en Estados Unidos y en Rusia, en Francia y en Holanda,
en Gran Bretaña y en Italia, en China y en la India, en Austria y en Japón, en
Suecia y Singapur, y en tantos otros países, en todos los cuales el homicidio
está terminantemente prohibido y gravemente penado. ¿Será verdad que todos
ellos caen en la flagrante contradicción de prohibir y permitir al mismo tiempo
el homicidio, como pretenden los agitadores religiosos, o será más bien que el
aborto no tiene nada que ver con el homicidio, como es obvio?
Una bellota no es un roble. Los cerdos de
Jabugo se alimentan de bellotas, no de robles. Y un cajón de bellotas no
constituye un robledo. Un roble es un árbol, mientras que una bellota no es un
árbol, sino solo una semilla. Por eso la prohibición de talar los robles de un
determinado bosque no implica la prohibición de recoger sus bellotas. Sin
embargo, es obvio que hay una íntima relación entre el roble y la bellota. El
roble actual se originó a partir de una cierta bellota, del mismo modo que esa
bellota se formó a partir de un cierto zigoto (óvulo fecundado por un grano de
polen en el interior de una flor de otro roble). Entre el zigoto, la bellota y
el roble hay una continuidad genealógica celular: la bellota y el roble se han
formado mediante sucesivas divisiones celulares (por mitosis) a partir del
mismo zigoto. Ese linaje celular es un organismo. Ese zigoto, esa bellota y ese
roble constituyen distintas etapas de un mismo organismo. Una bellota no es un
roble, pero es una etapa inicial de un organismo que (en circunstancias
favorables) podría alcanzar otra etapa distinta en la que sí sería un roble. Es
lo que Aristóteles expresaba diciendo que la bellota no es un roble de verdad,
un roble en acto, pero que encierra en sí la potencialidad de llegar a
convertirse en un roble y es, por lo tanto, un roble en potencia.
Una oruga no es una mariposa. Una oruga
se arrastra por el suelo, come hojas, carece de alas, no se parece nada a una
mariposa ni tiene las propiedades típicas de estas. Incluso hay a quien le
encantan las mariposas, pero le dan asco las orugas. Sin embargo, una oruga es
una mariposa en potencia. Huevo, oruga, pupa y mariposa son estadios distintos
del mismo organismo, etapas sucesivas y diferentes de un mismo linaje celular.
Cuando el espermatozoide de un hombre
penetra en el óvulo maduro de una mujer y los núcleos haploides de ambos
gametos se funden para formar un nuevo núcleo diploide, se forma un zigoto que
(en circunstancias favorables) puede convertirse en el inicio de un linaje
celular humano, de un organismo que en sus diversas etapas puede ser mórula,
blástula, embrión, feto y, finalmente, un humán en acto, hombre o mujer. Aunque
estadios de un mismo organismo, un zigoto no es una blástula, y un embrión no
es un humán. Un embrión es un conglomerado celular del tamaño y peso de un
renacuajo o una bellota, que vive en un medio líquido y es incapaz por sí mismo
de ingerir alimentos, respirar o excretar (no digamos ya de sentir o pensar),
por lo que solo pervive como parásito interno de su madre, a través de cuyo
sistema sanguíneo come, respira y excreta. Desde luego este parásito encierra
la portentosa potencialidad de desarrollarse durante meses hasta convertirse en
un hombre o mujer. Es un milagro maravilloso y la mujer en cuyo seno se
produzca este milagro puede sentirse realizada, orgullosa y satisfecha. Pero,
en definitiva, es a ella a quien corresponde decidir si es el momento oportuno
para realizar milagros en su vientre.
El niño es un anciano en potencia, pero un
niño no es un anciano ni tiene derecho a la jubilación. Un hombre vivo es un
cadáver en potencia, mas un hombre vivo no es un cadáver. Enterrar a un hombre
vivo es algo muy distinto y de muy diversa gravedad que enterrar a un cadáver.
Una oruga es una mariposa en potencia, pero no es una mariposa actual. Una
bellota es un roble en potencia, pero no es un roble de verdad. A los
vegetarianos, a los que les está prohibido comer carne, les está permitido
comer huevos, porque los huevos no son gallinas, aunque tengan la potencialidad
de llegar a serlo. Un embrión no es un hombre, y por lo tanto eliminar un
embrión no es matar a un hombre. El aborto no es un asesinato. Y el uso de
células madre en la investigación, tampoco.
Otro sofisma que emplean los agitadores
religiosos consiste en decir que, si los padres de Beethoven hubieran abortado,
no habría habido Quinta Sinfonía, por lo que, si somos aficionados a la
música, tenemos que estar contra el derecho al aborto. E incluso si no lo
somos, pues si nuestros padres hubieran abortado el embrión de que nosotros
surgimos, ahora no existiríamos. Pero si los padres de Beethoven y los nuestros
hubieran sido castos, tampoco habría Quinta Sinfonía y tampoco
existiríamos nosotros. Si esto es un argumento para prohibir el aborto, también
lo es para prohibir la castidad. Pero tanta prohibición supongo que resultaría
excesiva incluso para la Iglesia católica. Una de sus múltiples contradicciones
estriba en que impone un natalismo salvaje a los demás, mientras a sus propios
sacerdotes y monjas les prohíbe cualquier atisbo de natalidad, exigiéndoles un
celibato y una castidad implacables.
En el juego de la vida la jugada
culminante es la reproducción. Solo quien se reproduce logra transmitir sus
genes. Muchas parejas anhelan tener infantes, muchas mujeres desean quedar
embarazadas y esperan con inquietud e inmensa ilusión el nacimiento de la
criatura. Es difícil exagerar la importancia del momento y del evento, la
alegría profunda que puede producir y su contribución absolutamente crucial a
la preservación de la naturaleza humana, del género humano y de la sociedad humana.
El infante querido y deseado será normalmente bien alimentado y educado,
colmado de cariño y estimulación; su cerebro se formará sin más limitaciones
que las impuestas por la lotería genética que le haya tocado. Por desgracia,
gran parte del mundo está lleno de madres forzadas con sus vidas rotas y de
niños no deseados, abandonados a la mendicidad y la delincuencia, famélicos,
con los cerebros malformados por la carencia alimentaria y la falta de cariño y
estímulo, carne de cañón de guerrillas crueles y sometidos a todo tipo de
explotaciones prematuras. El derecho a abortar es para muchas mujeres aún más
importante que el derecho a votar en las elecciones generales, y ha de serles
reconocido por todos los que están a favor de la libertad y del respeto a la
persona (aunque sea mujer), incluso por aquellos que personalmente jamás
abortarían.
Fuente:
Mosterín, J. (2006), La naturaleza humana, Espasa Calpe, Madrid.