28/4/23

Fundación de las desapariciones

Por Eduardo Galeano

Miles de muertos sin sepultura deambulan por la pampa argentina. Son los desaparecidos de la última dictadura militar.

La dictadura del general Videla aplicó en escala jamás vista la desaparición como arma de guerra. La aplicó, pero no la inventó. Un siglo antes, el general Roca había utilizado contra los indios esta obra maestra de la crueldad, que obliga a cada muerto a morir varias veces y que condena a sus queridos a volverse locos persiguiendo su sombra fugitiva.

En la Argentina, como en toda América, los indios fueron los primeros desaparecidos. Desaparecieron antes de aparecer. El general Roca llamó conquista del desierto a su invasión de las tierras indígenas. La Patagonia era un espacio vacío, un reino de la nada, habitado por nadie.

Y los indios siguieron desapareciendo después. Los que se sometieron y renunciaron a la tierra y a todo, fueron llamados indios reducidos: reducidos hasta desaparecer. Y los que no se sometieron y fueron vencidos a balazos y sablazos, desaparecieron convertidos en números, muertos sin nombre, en los partes militares. Y sus hijos desaparecieron también: repartidos como botín de guerra, llamados con otros nombres, vaciados de memoria, esclavitos de los asesinos de sus padres.

Fuente: Galeano, E. (2008), Espejos, Siglo XXI, Buenos Aires.

21/4/23

El náufrago y el otro

Por Eduardo Galeano

1531

Isla Serrana

Un viento de sal y de sol castiga a Pedro Serrano, que deambula desnudo por el acantilado. Los alcatraces revolotean persiguiéndolo. Con una mano a modo de visera, él tiene los ojos puestos en el territorio enemigo.

Baja hasta la ensenada y camina por la arena. Al llegar a la línea de la frontera, mea. No pisa la línea, pero sabe que si el otro está mirando desde algún escondite, llegará de un salto a pedir cuentas por este acto de provocación.

Mea y espera. Los pajarracos chillan y huyen. ¿Dónde se habrá metido? El cielo es un resplandor blanco, luz de cal, y la isla una piedra incandescente; blancas rocas, sombras blancas, espuma sobre la blanca arena: un mundito de sal y de cal. ¿Dónde se habrá metido este canalla?

Hace mucho tiempo que el barco de Pedro se partió en pedazos, aquella noche de tormenta, y el pelo y la barba ya le llegaban al pecho cuando apareció el otro, montado en un madero que la marea rabiosa arrojó a la costa. Pedro le escurrió el agua de los pulmones, le dio de comer y de beber y le enseñó a no morir en esta islita desierta, donde sólo crecen las rocas. Le enseñó a dar vuelta las tortugas y a degollarlas de un tajo, a cortar la carne en lonjas para secarla al sol y a recoger el agua de la lluvia en los carapachos. Le enseñó a rezar por lluvia y a capturar almejas bajo la arena, le mostró las guaridas de los cangrejos y los camarones y lo convidó con huevos de tortuga y con ostras que la mar traía pegadas a los gajos de los mangles. El otro supo, por Pedro, que era preciso recoger todo lo que la mar entregara en los arrecifes, para que noche y día ardiera la fogata, alimentada por algas secas, sargazos, ramas perdidas, estrellas de mar y huesos de pescado. Pedro lo ayudó a levantar un cobertizo de caparazones de tortuga, un pedacito de sombra contra el sol, a falta de árboles.

La primera guerra fue la guerra del agua. Pedro sospechó que el otro robaba mientras él dormía, y el otro lo acusó de beber buches de bestia. Cuando el agua se agotó, y se derramaron las últimas gotas disputadas a puñetazos, no tuvieron más remedio que beber cada cual su propia orina y la sangre que arrancaron a la única tortuga que se dejó ver. Después se tendieron a morir a la sombra, y no les quedaba saliva más que para insultarse bajito.

Finalmente la lluvia los salvó. El otro opinó que Pedro bien pudiera reducir a la mitad la techumbre de su casa, ya que tanto escaseaban los carapachos:

–Tu casa es un palacio de carey –dijo– y en la mía, paso el día torcido.

–Me cago en Dios –dijo Pedro– y en la madre que te ha parío. Si no te gusta mi isla, ¡vete! –y con un dedo señaló la vasta mar.

Resolvieron dividir el agua. Desde entonces hay un depósito de lluvia en cada punta de la isla.

La segunda fue la guerra del fuego. Se turnaban para cuidar la hoguera, por si algún navío pasaba a lo lejos. Una noche, estando el otro de guardia, la hoguera se apagó. Pedro lo despertó con maldiciones y sacudones.

–Si la isla es tuya, ocúpate tú, cabrón –dijo el otro, y mostró los dientes.

Rodaron por la arena. Cuando se hartaron de golpearse, resolvieron que cada cual encendería su propio fuego. El cuchillo de Pedro azotó la piedra hasta arrancarle chispas; y desde entonces hay una fogata en cada punta de la isla.

La tercera fue la guerra del cuchillo. El otro no tenía con qué cortar y Pedro exigía un pago en camarones frescos cada vez que prestaba el filo.

Estallaron después la guerra de la comida y la guerra de los collares de caracoles.

Cuando acabó la última, que fue a pedradas, firmaron un armisticio y un tratado de límites. No hubo documento, porque en esta desolación no se encuentra ni una hoja de cupey para dibujar un garabato, y además ninguno sabe firmar; pero trazaron una frontera y juraron respetarla por Dios y por el rey. Echaron al aire una vértebra de pescado. A Pedro le tocó la mitad de la isla que mira a Cartagena. Al otro, la que mira a Santiago de Cuba.

Y ahora, de pie ante la frontera, Pedro se muerde las uñas, alza la vista al cielo, como buscando lluvia, y piensa: «Ha de estar escondido en algún recoveco. Le siento el olor. Roñoso. En medio del mar y jamás se baña. Prefiere freírse en su aceite. Por ahí anda, sí, escurriendo el bulto.»

–¡Eh, miserable! –llama.

Le responden el trueno del oleaje y el alboroto de las aves y las voces del viento.

«¡Ingrato!», grita, «¡Hideputa!», grita, y grita hasta romperse la garganta, y corre y recorre la isla de punta a punta, al revés y al derecho, solo y desnudo en la arena sin nadie.

Fuente: Galeano, E. (1982), Memoria del fuego I. Los nacimientos, Siglo XXI, México, D.F.

14/4/23

El sueño de los cuartos infinitos

Por Gabriel García Márquez

Cuando estaba solo, José Arcadio Buendía se consolaba con el sueño de los cuartos infinitos. Soñaba que se levantaba de la cama, abría la puerta y pasaba a otro cuarto igual, con la misma cama de cabecera de hierro forjado, el mismo sillón de mimbre y el mismo cuadrito de la Virgen de los Remedios en la pared del fondo. De ese cuarto pasaba a otro exactamente igual, cuya puerta abría para pasar a otro exactamente igual, y luego a otro exactamente igual, hasta el infinito. Le gustaba irse de cuarto en cuarto, como en una galería de espejos paralelos, hasta que Prudencio Aguilar le tocaba el hombro. Entonces regresaba de cuarto en cuarto, despertando hacia atrás, recorriendo el camino inverso, y encontraba a Prudencio Aguilar, en el cuarto de la realidad. Pero una noche, dos semanas después de que lo llevaron a la cama, Prudencio Aguilar le tocó el hombro en un cuarto intermedio, y él se quedó allí para siempre, creyendo que era el cuarto real. A la mañana siguiente Úrsula le llevaba el desayuno cuando vio acercarse a un hombre por el corredor. Era pequeño y macizo, con un traje de paño negro y un sombrero también negro, enorme, hundido hasta los ojos taciturnos. «Dios mío», pensó Úrsula. «Hubiera jurado que era Melquíades.» Era Cataure, el hermano de Visitación, que había abandonado la casa huyendo de la peste del insomnio, y de quien nunca se volvió a tener noticia. Visitación le preguntó por qué había vuelto, y él le contestó en su lengua solemne:

–He venido al sepelio del rey.

Fuente: García Márquez, G. (1967), Cien años de soledad, Random House Mondadori, Buenos Aires.

7/4/23

Linus Pauling

Por Eduardo Galeano

Imagen tomada de shorturl.at/cfLU3

Cuando estaba bajando la escalera de caracol de un barco, se le ocurrió que quizá las moléculas de las proteínas viajaran así, en espiral y sobre suelo ondulado; y eso resultó ser un hallazgo científico.

Cuando descubrió que los automóviles tenían la culpa de lo mucho que él tosía en la ciudad de Los Ángeles, inventó el auto eléctrico, que fue un fracaso comercial.

Cuando se enfermó de los riñones, y los medicamentos no lo mejoraban, se recetó comida sana y bombardeos de vitamina C. Y se curó.

Cuando estallaron las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki, fue invitado a dictar una conferencia científica en Hollywood, y cuando descubrió que no había dicho lo que quería decir pasó a encabezar la campaña mundial contra las armas nucleares.

Cuando recibió el Premio Nobel por segunda vez, la revista Life denunció que eso era un insulto. Ya en dos ocasiones el gobierno de los Estados Unidos lo había dejado sin pasaporte, porque era sospechoso de simpatías comunistas, o porque había dicho que Dios era una idea no necesaria.

Se llamaba Linus Pauling. Había nacido mientras nacía el siglo veinte.

Fuente: Galeano, E. (2012), Los hijos de los días, Siglo Veintiuno, Buenos Aires.