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Los sectarios
Todos
los sectarios teníamos que estar solteros y ser más o menos castos, porque se
suponía que los castos son disciplinados e inusualmente enérgicos. Pero los
jefes no podían apelar a remedios que la historia prueba útiles, como encerrarnos
y alejarnos de las tentaciones cual monjas y monjes, u ofrecernos la gracia
divina a cambio de la abstinencia. Porque el trabajo estaba allí afuera, en las
calles, con la gente, y porque no éramos religiosos. En lugar de castigar el
deseo, intentaban maniatarlo con la fuerza de la propaganda y los sanos consejos.
Si el deseo nos inundaba, nos recomendaban buscar alivio en la masturbación, que
además previene el contacto íntimo con otro cuerpo. Trataban de inculcarnos un
sentido de culpa libre de dogmas, pero sustentado en el mito de que el sexo es
sucio. Que pensemos, nos pedían, en lo mal que huelen los pies, los sexos, las
axilas, el aliento, el mal aliento que persiste a pesar de un minucioso cepillado.
Que imaginemos los millones de bacterias que intercambian los amantes, algunas
vinculadas a enfermedades graves o a enfermedades silenciosas que se manifiestan
años después. Los jefes, por supuesto, eran conscientes de que a pesar de todo más
de un sectario se las arreglaba para acostarse con mujeres, sectarios que conseguían
novias pasajeras o sectarios que aprovechaban los viajes para frecuentar a
mujeres de alquiler. Los jefes no podían prescindir de estos sectarios libidinosos
porque a menudo eran los que hacían el trabajo más valioso. Pero la mayoría no
parecían echar en falta el contacto sexual, sectarios que hablaban con pasmosa
naturalidad de su firme castidad. Yo también cumplía los requisitos, pero el
deseo me inundaba casi a diario y a menudo una ansiedad devoradora me estropeaba
las noches. No acudía al sexo pagado porque de joven había tenido un par de malas
experiencia con mujeres que parecían marionetas gruñonas. Tampoco me animaba a cortejar
a ninguna mujer porque siempre me había considerado feo y torpe. Solo fui capaz
de asumir una actitud más sana y natural cuando conocí a Ana y dejé de ser
casto y soltero. Pero los desencuentros con los jefes comenzaron antes de
vulnerar las reglas de la secta, al darme cuenta que los sabios que allí habíamos
estudiado seguramente habrían criticado el énfasis de la secta en la castidad. En
un libro de uno de los autores más leídos encontré una sentencia que rezaba
así: «La naturaleza también es un poco sucia, como la vida y como el amor, y
así hemos de aceptarla». En esas contradicciones se gestaron los cismas que en los
próximos años habrían de dividir a los sectarios y dispersar las nuevas sectas
por medio mundo.