29/9/18

Las causas de la infelicidad

Por Bertrand Russell
Una comunidad de hombres con vitalidad, valor, sensibilidad e inteligencia en el más alto grado que la educación puede producir, sería muy distinta de todo lo que ha existido. Pocos serían desgraciados. Las principales causas de la infelicidad actual son: mala salud, pobreza y vida sexual desagradable. Todas ellas se reducirían mucho. La buena salud podría ser casi universal y la vejez podría retardarse. La pobreza, desde la revolución industrial, es debida solamente a la estupidez colectiva. La sensibilidad despertaría el deseo de abolirla, la inteligencia les enseñaría el procedimiento, y el valor su realización. (Un tímido preferiría seguir siendo infeliz a hacer algo desusado.) La vida sexual de la mayoría no es hoy satisfactoria. Ello es debido en parte a la mala educación y, en parte, a la persecución de las autoridades y de Mrs. Grundy [Escritora que se ha distinguido en su campaña contra el control de la natalidad]. Una generación de mujeres educadas sin los absurdos temores sexuales acabaría con esto. Se ha creído que el miedo era el único procedimiento para conservar la virtud de las mujeres, y se les ha enseñado a ser cobardes física y mentalmente. Las mujeres con ideas tradicionales acerca del amor fomentan la brutalidad y la hipocresía de sus maridos y desvían los instintos de sus hijos. Una generación de mujeres sin miedo transformaría el mundo, trayendo a él una generación de niños valerosos, no conformados de un modo antinatural, sino rectos y sencillos, generosos, amables y libres. Su ardor acabaría con la crueldad y el dolor que nos agobian porque somos duros de corazón, perezosos, estúpidos y cobardes. La educación que nos da tan malas cualidades nos daría las virtudes opuestas. La educación es la llave del mundo nuevo.
Fuente: Russell, B. (1926), Sobre educación, Espasa, Barcelona.

22/9/18

Cerdos

Por Roberto Bolaño
–Los galeses son unos cerdos –dijo el cojo a una pregunta de su hijo. Unos cerdos absolutos. Los ingleses también son unos cerdos, pero un poco menos que los galeses. Aunque la verdad es que son igual de cerdos, pero intentan parecer un poco menos cerdos, y como saben fingir bien al final lo parecen. Los escoceses son más cerdos que los ingleses y sólo un poco menos cerdos que los galeses. Los franceses son tan cerdos como los escoceses. Los italianos son lechones. Lechones dispuestos a comerse a su propia madre cerda. De los austriacos se puede decir lo mismo: cerdos y cerdos y cerdos. Nunca te fíes de un húngaro. Nunca te fíes de un bohemio. Te lamen la mano mientras te devoran el dedo meñique. Nunca te fíes de un judío: ése te come el pulgar y encima te deja la mano cubierta de babas. Los bávaros también son unos cerdos. Cuando hables con un bávaro, hijo mío, procura tener el cinturón bien abrochado. Con los renanos más vale ni siquiera hablar: en menos de lo que canta un gallo te querrán cortar una pierna. Los polacos parecen gallinas, pero si les arrancas cuatro plumas verás que tienen piel de cerdo. Lo mismo pasa con los rusos. Parecen perros famélicos pero en realidad son cerdos famélicos, cerdos dispuestos a comerse a quien sea, sin preguntárselo dos veces, sin el más mínimo remordimiento. Los serbios son igual que los rusos, pero en pequeño. Son como cerdos disfrazados de perros chihuahuas. Los perros chihuahuas son unos perros enanos, del tamaño de un gorrión, que viven en el norte de México y que aparecen en algunas películas americanas. Los americanos son unos cerdos, por supuesto. Y los canadienses, grandes cerdos inmisericordes, aunque los peores cerdos del Canadá son los cerdos francocanadienses, así como los peores cerdos de América son los cerdos irlandeses. Los turcos tampoco se salvan. Son cerdos sodomíticos, como los de Sajonia y los de Westfalia. Acerca de los griegos sólo puedo decir que son igual que los turcos: cerdos peludos y sodomíticos. Sólo los prusianos se salvan. Pero Prusia ya no existe. ¿Dónde está Prusia? ¿Tú la ves? Yo no la veo. A veces tengo la impresión de que murieron todos en la guerra. A veces, por el contrario, tengo la impresión de que mientras yo estaba en el hospital, ese inmundo hospital de cerdos, los prusianos emigraron en masa, lejos de aquí. A veces voy a los roqueríos y miro el Báltico y trato de adivinar hacia dónde se fueron las naves de los prusianos. ¿A Suecia? ¿A Noruega? ¿A Finlandia? Imposible: ésas son tierras de cerdos. ¿Adónde, entonces? ¿A Islandia, a Groenlandia? Trato de adivinarlo y no puedo. ¿Dónde están entonces los prusianos? Me acerco a los roqueríos y los busco en el horizonte gris. Un gris revuelto como la pus. Y no una vez al año. ¡Una vez al mes! ¡Una vez cada quince días! Pero nunca los veo, nunca adivino hacia qué punto del horizonte se lanzaron. Sólo te veo a ti, tu cabeza entre las olas que aparece y desaparece, y entonces me siento en una roca y me quedo quieto mucho rato, mirándote, convertido yo también en otras roca, y aunque a veces mis ojos te pierden de vista o aparece tu cabeza a mucha distancia de donde te habías sumergido, no temo por ti, pues sé que volverás a salir, que las aguas nada pueden hacerte. A veces, incluso, me quedo dormido, sentado sobre una roca, y cuando me despierto tengo tanto frío que ni siquiera le echo una mirada al mar para comprobar si aún estás allí. ¿Qué hago entonces? Pues me levanto y vuelvo al pueblo dando diente con diente. Y al entrar en las primeras calles me pongo a cantar para que los vecinos se hagan la idea equivocada de que me he ido a emborrachar a la taberna de Krebs.
Fuente: Bolaño, R. (2004), 2666, Anagrama. Barcelona.