30/6/23

Ser honesto

Por Noam Chomsky

[David Barsamian:] En octubre de 1998, justo seis meses antes de su muerte en Islamabad Eqbal Ahmad dio una charla en el MIT sobre el papel de los intelectuales. Dijo: «Tenéis que estar dispuestos a asumir riesgos». Se refería a los intelectuales. La otra cosa que dijo es: «Amar a la gente es primordial».

Eqbal era íntimo amigo mío, pero no estoy completamente de acuerdo con lo que dice. En primer lugar, no corremos grandes peligros por adoptar posturas disidentes, ni siquiera por participar en actividades de resistencia. Es verdad que hay riesgos, pero son insignificantes en comparación con los que corre la mayoría de la población mundial. Te critican, te ridiculizan, te difaman. Quizá no puedas ir a las cenas y fiestas apropiadas. Pero, ¿son eso riesgos? Piensa en cómo vive la mayoría del planeta. A los intelectuales se los llama así porque son privilegiados, no porque sean muy listos ni sepan mucho. Hay mucha gente que sabe más y es más lista, pero no es intelectual porque no tiene ese privilegio. Los que reciben el nombre de intelectuales son privilegiados. Disponen de recursos y oportunidades, y se ha conseguido suficiente libertad como para que el Estado no tenga una capacidad ilimitada de coacción. Es cierto que tiene cierta capacidad de coacción, pero no demasiada, mucho menos de lo que la gente dice. A veces ocurren cosas inadmisibles–a alguno lo echan del trabajo–, pero, en general, los peligros que corren los privilegiados son mínimos. Por tanto, no creo que se trate de asumir riesgos. Se trata de ser honesto.

¿Amar a la gente? Sí, por supuesto, o, al menos, comprometerse con ella y con sus necesidades.

Fuente: Chomsky, N. (2007), Lo que decimos, se hace, Península, Barcelona.

23/6/23

El circo

Por Gabriel García Márquez

Santa Sofía de la Piedad abandonó lo que estaba haciendo en la cocina y corrió hacia la puerta.

–Es el circo –gritó.

En vez de ir al castaño, el coronel Aureliano Buendía fue también a la puerta de la calle y se mezcló con los curiosos que contemplaban el desfile. Vio una mujer vestida de oro en el cogote de un elefante. Vio un dromedario triste. Vio un oso vestido de holandesa que marcaba el compás de la música con un cucharón y una cacerola. Vio los payasos haciendo maromas en la cola del desfile, y le vio otra vez la cara a su soledad miserable cuando todo acabó de pasar, y no quedó sino el luminoso espacio en la calle, y el aire lleno de hormigas voladoras, y unos cuantos curiosos asomados al precipicio de la incertidumbre. Entonces fue al castaño, pensando en el circo, y mientras orinaba trató de seguir pensando en el circo, pero ya no encontró el recuerdo. Metió la cabeza entre los hombros, como un pollito, y se quedó inmóvil con la frente apoyada en el tronco del castaño. La familia no se enteró hasta el día siguiente, a las once de la mañana, cuando Santa Sofía de la Piedad fue a tirar la basura en el traspatio y le llamó la atención que estuvieran bajando los gallinazos.

Fuente: García Márquez, G. (1967), Cien años de soledad, Random House Mondadori, Buenos Aires.

16/6/23

Teólogos y utopistas

Por Mario Bunge

De todos los consejeros, los más ridículos son los que pretenden planear en detalle la vida de todo un pueblo. Entre ellos descuellan los teólogos integristas y los utopistas sociales. Los primeros han pretendido regular las vidas privadas sin tocar la sociedad, como si las virtudes y los pecados fueran totalmente independientes de las circunstancias sociales. No hay costumbre tan arraigada que no sea afectada por una revolución social, tal como la abolición de la esclavitud o la emergencia de la producción en masa. Ni hay santo que salga incólume de un campo de concentración ni delincuente que prospere en una aldea.

En cambio, los utopistas sociales, tales como Fourier, Owen y Saint-Simon, se propusieron cambar la sociedad de raíz arrancando las causas de la injusticia social. Imaginaron sociedades perfectamente justas, y al mismo tiempo tan perfectamente ordenadas y reglamentadas que hacían imposibles tanto la iniciativa individual como la invención de nuevas instituciones. Se explica: ninguno de esos pensadores se enteró de la única lección que puede enseñar la historia, a saber, que todo cambia. Además, ninguno de ellos tuvo la experiencia necesaria para afrontar problemas prácticos (Robert Owen fue excepcional; era empresario industrial y fundó dos comunas que funcionaron durante un tiempo: Lanark en Gran Bretaña y New Lanark en los EE UU).

Aunque muy diferentes entre sí, tanto los fanáticos religiosos como los utopistas sociales compartieron una característica: pretendieron encuadrar bajo un régimen y en detalle las vidas privadas. O sea, se propusieron eliminar la libertad individual: la libertad de conciencia y de palabra, de elegir ocupación, residencia y esposo, de concebir niños e ideas, de comer y de beber, etcétera. Todo estaba previsto minuciosamente. En otras palabras, unos y otros fueron antiliberales.

Fuente: Bunge, M. (2006), 100 ideas, Laetoli, Pamplona.

9/6/23

El presidente y el virus

Por Carl Sagan

Un virus de poliomielitis es un diminuto microorganismo. Cada día topamos con muchos de ellos. Pero por suerte es un hecho raro que nos infecten y provoquen esta temida enfermedad. Franklin D. Roosevelt, el presidente número treinta y dos de los Estados Unidos, tuvo la polio. Se trata de una enfermedad que deja lisiado y quizás esto hizo que Roosevelt sintiera una mayor compasión por los desvalidos; o quizás aumentó sus ansias de éxito. Si la personalidad de Roosevelt hubiese sido distinta, o si no hubiese tenido nunca la ambición de llegar a presidente de los Estados Unidos, es posible que la gran depresión de los años 1930, la segunda guerra mundial y el desarrollo de las armas nucleares hubiesen tenido un desenlace distinto. El futuro del mundo hubiese podido cambiar. Pero un virus es una cosa insignificante, que mide sólo una millonésima de centímetro. Apenas es nada.

Fuente: Sagan, C. (1980), Cosmos, Planeta, Barcelona.

2/6/23

Despertar en Bagdad

Por Ramiro Díez

Era el mes de abril del año 2003 en un Bagdad preparado para recibir la primavera.

A lo lejos, Abdal Ben Rashid escuchó las sirenas de alarma que aullaban sobre Bagdad pero, curiosamente, no tuvo ningún temor.

Hubo otras personas que corrieron a los refugios improvisados, pero Abdal apenas abrió los ojos, un poco extrañado y algo molesto por aquel ulular persistente, se movió un poco en la cama, se tapó la cabeza con la almohada, recogió su cuerpo hasta hacerlo un ovillo, y quiso dormir unos minutos más.

Eran las seis en punto de la mañana.

Un minuto después un brutal estruendo sacudió la casa y todo se convirtió en un infierno de llamas y polvo, de paredes y techos destrozados, de hierros retorcidos y astillados, de cristales rotos que, disparados en todas direcciones, eran como mortífera metralla.

Enseguida hubo otras explosiones, cada una más brutal que la anterior.

Abdal no entendió nada.

Por un instante su cuerpo saltó por los aires, parcialmente protegido por el colchón de la cama y sintió una quemadura y un desgarrón profundo en su pierna derecha. Pero fue solo por un instante. Todo duró apenas medio segundo, porque su pierna derecha, como consecuencia de la explosión, ahora estaba a tres metros de su propio cuerpo.

Aturdido, Abdal no alcanzó a gritar. En ese momento una viga del techo cayó casi al mismo tiempo que su cuerpo, con tanta fortuna que le aplastó lo que le quedaba de pierna y se formó un torniquete accidental que le salvó de morir desangrado.

Enseguida un violento golpe en la cabeza le hizo perder el sentido, y Abdal nunca fue testigo de su propia pesadilla.

Minutos más tarde su cuerpo fue rescatado, agónico, entre los escombros. Tenía laceraciones en todo el cuerpo. Había perdido la pierna derecha, a la altura de la pantorrilla, y algunos dedos de la mano izquierda. El ojo izquierdo estaba perforado por una esquirla metálica. Abdal Ben Rashid, a pesar de todos los esfuerzos que se hicieron por salvar su vida, murió dos horas más tarde.

Y no pudo ver la primavera que llegaba.

Abdal tenía, exactamente, ocho meses de edad.

Fuente: Díez, R. (2004), Páginas con Cierto Sentido, Impresores MYL, Quito.