30/12/22

Jainismo y budismo

Por Agustín Pániker

Tanto budismo como jainismo reaccionaron frente al ritualismo brahmánico, rechazaron el carácter revelado del Veda, se opusieron a la ideología de clases socioespirituales, negaron una primera causa inteligente y no persiguieron la prosperidad o la felicidad mundanal, sino lo incondicionado. Los dos colectivos poseen una orden de monjes renunciantes y célibes, adoran a sus santos y maestros y centran su ética en la no-violencia. Ambos sistemas se basan en la perfección alcanzada por sus maestros, nacidos humanos comunes que, tras renunciar a sus reinos y obtener la iluminación, alcanzaron la perfección del nirvāṇa. Por eso a ambos se les llamó indistintamente jina, buddha o śramaṇa. Jainismo y budismo encabezaron, en definitiva, sendas heterodoxias, una palabra que en la India es preferible a la de herejía.

No obstante, aun cuando comparten una posición semejante y sus enseñanzas tienen muchos puntos en común, sus doctrinas también difieren notablemente. Si la vía enseñada por el Buddha fue el Camino Medio, Mahāvīra propugnó un camino mucho más duro y estricto. De hecho, el rechazo del tapas por parte del Buddha acabó por erigirse como la principal diferencia entre los śramaṇas bauddhas y los śramaṇas nirgranthas. La personalidad del Buddha, tal y como aparece en los textos, es la de un hombre afable, casi cándido. El Buddha permitía incluso que se le invitase a comer. Eso era algo impensable para un tapasvin como Mahāvīra; una concesión a la vida-en-el-mundo altamente perniciosa. Indudablemente, el Jina fue un hombre menos proclive que el Buddha a sermonear e interactuar con la gente-del-mundo. Los textos budistas suelen ironizar bastante sobre la insistencia de los nirgranthas en el ascetismo. Por su parte, las referencias jainistas no cesaron de criticar el enfoque excesivamente mentalista y hasta ilusionista de los budistas. Un verso famoso satiriza la vida monástica budista en estos términos:

«Una cama blanda, comida y bebida, apuestas, y al final de todo, la liberación.»

Desde el punto de vista jainista la vía budista es casi la del hedonismo; es decir, la del denostado materialismo (Lokāyata), sinónimo de la ignorancia. Los jainas consideran que el Buddha flaqueó en su empeño y propuso una vía mucho más dulce y fácil, que, con el tiempo, llevaría a una laxitud y relajación de las normas fatal para su orden de monjes.

Además, hablando con propiedad, el budismo se inició con la predicación del Buddha. De ahí que sus discursos estén marcados por un claro rechazo a otras doctrinas. En cambio, Mahāvīra no fue el primero en exponer la doctrina jainista. Él aceptó el dharma que había adquirido por tradición familiar o por simpatía. Si el Buddha tuvo que formar una comunidad, Mahāvīra tuvo que reorganizarla. A nivel filosófico hallamos oposiciones notables. Si los budistas sostenían la irrealidad del espíritu –doctrina del anātman–, los jainistas mantenían su realidad. Como advirtió el profesor Radhakrishnan, las teorías del espíritu y el conocimiento, tan peculiares del jainismo y tan distintas de las de los budistas, no pudieron surgir la una de la otra.

Fuente: Pániker, A. (2000), El jainismo, Kairós, Barcelona.

23/12/22

El temperamento

Por Stephen Jay Gould

Se han reconocido claramente dos prerrequisitos de la fama intelectual: el don de una inteligencia extraordinaria y la suerte de circunstancias insólitas (tiempo, clase social, etc.). Creo que no se ha concedido la debida importancia a un tercer factor: el temperamento. Al menos en mi observación limitada de nuestro mundo actualmente agotado, el factor temperamental parece el menos variable de todos. Entre las personas a las que he conocido, las pocas a las que llamaría «grandes» comparten todas una especie de dedicación impetuosa e incuestionable; una absoluta falta de duda acerca del valor de sus actividades (o al menos un impulso interno que atraviesa cualquier angst que pudiera existir); y, por encima de todo, una capacidad de trabajo (o al menos de hallarse mentalmente alerta para intuiciones inesperadas) en cualquier momento disponible de todos y cada uno de los días de su vida. He conocido a otras personas de talento intelectual igual o mayor que sucumbían a la enfermedad mental, a la desconfianza en sí mismos o a la simple y anticuada pereza.

Esta tenacidad maniática, este fuego en las entrañas, esta actitud que establece el significado literal de entusiasmo («la absorción de Dios»), define a un pequeño grupo de personas que merecen genuinamente la frase manida de «mayor que la vida», pues parecen vivir en un plano distinto al que habitamos nosotros, hombres insignificantes, que miramos a hurtadillas bajo sus enormes piernas. Esta obsesión no tiene ninguna relación particular con la manifestación externa conocida como carisma. Algunas personas de esta categoría, al exudar su placer inducen a otros; otras pueden ser tristemente silenciosas o mostrarse activamente dispépticas hacia el resto del mundo. Este temperamento establece un contrato interno entre una persona y su musa.

Fuente: Gould, S. J. (2000), Las piedras falaces de Marrakech, Crítica, Barcelona.

16/12/22

Ése no puede ser mi hijo

Por Juan Rulfo

–Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso... Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: «¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!». Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente... Y gente buena. Y si no, allí está mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: «Ése no puede ser mi hijo».

Rulfo, J. (1953), El Llano en llamas, Cátedra, Madrid.

9/12/22

África mía

Por Eduardo Galeano

Febrero

26

A fines del siglo diecinueve, las potencias coloniales europeas se reunieron, en Berlín, para repartirse el África.

Fue larga y dura la pelea por el botín colonial, las selvas, los ríos, las montañas, los suelos, los subsuelos, hasta que las nuevas fronteras fueron dibujadas y en el día de hoy de 1885 se firmó, en nombre de Dios Todopoderoso, el Acta General.

Los amos europeos tuvieron el buen gusto de no mencionar el oro, los diamantes, el marfil, el petróleo, el caucho, el estaño, el cacao, el café ni el aceite de palma;

prohibieron que la esclavitud fuera llamada por su nombre;

llamaron sociedades filantrópicas a las empresas que proporcionaban carne humana al mercado mundial;

advirtieron que actuaban movidos por el deseo de favorecer el desarrollo del comercio y de la Civilización

y, por si hubiera alguna duda, aclararon que actuaban preocupados por aumentar el bienestar moral y material de las poblaciones indígenas.

Así Europa inventó el nuevo mapa del África.

Ningún africano estuvo, ni de adorno, en esa reunión cumbre.

Fuente: Galeano, E. (2012), Los hijos de los días, Siglo Veintiuno, Buenos Aires.

2/12/22

El fenomenismo

Por Mario Bunge

Lo más interesante suele existir u ocurrir tras algo: tras montañas o rejas; tras los ojos o las orejas; tras las pantallas de televisores, ordenadores o cinematógrafos; etcétera.

Por ejemplo, lo que importa de un texto no son sus caracteres sino su mensaje: lo que dice y lo que sugiere entre líneas. Y lo que más importa de una imagen visual no es la apariencia que exhibe, sino lo que produce dicha apariencia.

Los caracteres de un texto interesan más al impresor que al lector. Las imágenes en una pantalla interesan más al técnico electrónico que al usuario. Lo que realmente nos interesa a los demás son los personajes y los hechos que descubren o encubren dichas apariencias.

Sin embargo, según una opinión muy difundida, las apariencias son valiosas en sí mismas. Esta opinión, llamada fenomenismo, es común a muchas escuelas filosóficas, en particular las de Berkeley, Hume, Kant, Comte, Mill, Mach y los neopositivistas del Círculo de Viena.

En rigor, hay dos clases de fenomenismo: radical y moderado. El primero sostiene que sólo hay apariencias; el segundo, que sólo las apariencias pueden conocerse. El filósofo George Berkeley era un fenomenista radical; para él, ser es percibir o ser percibido por alguien (o Alguien).

Su sucesor, David Hume, no dudaba de la existencia independiente del mundo, pero creía que sólo conocemos lo que captan nuestros órganos sensoriales, y en la forma en que lo captan.

Kant osciló entre ambas opiniones. En unas páginas afirmó que el mundo no es sino una pila de apariencias. Pero en otras admitió que toda apariencia lo es de algo que existe de por sí. No hay como ser ambiguo para generar escuelas de estudiosos capaces de ganarse la vida comentando los aciertos, desaciertos y vacilaciones del Maestro.

Obviamente, ninguno de esos filósofos se ajustó al ABC de la ciencia a moderna que fundaron Galileo, Descartes, Huygens, Harvey, Boyle, Newton, Lavoisier y otros. En efecto, todos estos sostuvieron que los objetos físicos existen de por sí y poseen solamente propiedades primarias, tales como forma, tamaño, energía y composición química. Por esto investigaron estas propiedades y las relaciones entre ellas. No confundieron la física con la psicología cognitiva.

El mundo físico no huele ni sabe a nada y ni siquiera tiene color. Todas estas son propiedades secundarias, es decir, propiedades del sujeto que explora en relación con el objeto que se propone conocer.

Las propiedades secundarias no existieron siempre, sino que emergieron con los primeros organismos dotados de sistema nervioso central, hace menos de 1000 millones de años. Antes de ellos sólo hubo propiedades primarias.

La moraleja es tan obvia como vieja: desconfía de las pantallas, procura averiguar qué hay tras ellas.

Fuente: Bunge, M. (2006), 100 ideas, Laetoli, Pamplona.