27/12/18

Iluminación mística

Por Bertrand Russell
Durante la Cuaresma de 1901 [Alys y yo] nos unimos a los Whitehead para alquilar la casa del profesor Maitland en Downing College. El profesor Maitland había tenido que trasladarse a Madeira por motivos de salud. Su ama de llaves nos informó que se había «secado a fuerza de comer tostadas», pero me figuro que no sería éste el diagnóstico médico. La esposa de Whitehead se estaba convirtiendo en una inválida y solía padecer intensos dolores a causa de una dolencia cardíaca. Tanto Whitehead como Alys y yo vivíamos llenos de ansiedad respecto de ella. Whitehead no sólo amaba entrañablemente a su esposa, sino que dependía de ella en gran medida, y parecía dudoso que volviera a realizar una buena labor nunca más si ella moría. Un día llegó Gilbert Murray a Newnham para leer parte de su traducción del Hipólito, entonces inédita. Alys y yo fuimos a escucharle, y me conmovió profundamente la belleza de la poesía. A nuestro regreso hallamos a la esposa de Whitehead presa de un ataque insólitamente severo. Parecía aislada de todo y de todos por muros de dolorosa agonía; el sentido de la soledad de cada alma humana me abrumó repentinamente. Desde mi matrimonio, mi vida emocional había sido sosegada y superficial. Había olvidado todos los problemas más profundos y me había contentado con una inteligencia ligera y superficial. De pronto, la tierra parecía hundirse bajo mis pies, y me hallé en una esfera completamente distinta. En el curso de cinco minutos cruzaron por mi cerebro reflexiones como las siguientes: la soledad del alma humana es insoportable; nada puede penetrarla, excepto esa excelsa intensidad de la suerte de amor que han predicado los maestros religiosos; todo lo que no brote de este motivo es pernicioso o, por lo menos, inútil; se concluye de ello que la guerra es un error, que la educación de un internado es abominable, que el uso de la fuerza debe ser desaprobado y que en las relaciones humanas debe penetrarse hasta el meollo de la soledad de cada persona y dirigirse a él. El hijo menor de los Whitehead, de tres años de edad, estaba en la habitación. No me había fijado antes en él, ni él en mí. Había que impedir que turbase a su madre en medio de sus paroxismos de dolor. Le tomé de la mano para llevármelo. Se vino conmigo de buena gana, se sentía a gusto conmigo. Desde aquel día hasta su muerte, ocurrida durante la guerra en 1918, fuimos íntimos amigos.
 Imagen tomada de https://en.wikipedia.org/wiki/Bertrand_Russell#/media/File:Bust_Of_Bertrand_Russell-Red_Lion_Square-London.jpg
Al término de aquellos cinco minutos me había convertido en una persona completamente diferente. Durante algún tiempo me poseyó una especie de iluminación mística. Tenía la impresión de conocer los pensamientos más íntimos de todo aquel con quien me encontraba en la calle, y, aunque sin duda se trataba de una ilusión, me sentía realmente en más estrecho contacto que antes con todos mis amigos y muchos de mis conocidos. Habiendo sido imperialista, en aquellos cinco minutos me convertí en probóer y pacifista. Habiéndome preocupado durante años exclusivamente la exactitud y el análisis, me sentí rebosante de sentimientos semimísticos respecto de la belleza, profundamente interesado por los niños y con un deseo casi tan hondo como el de Buda de hallar alguna filosofía que hiciese soportable la vida humana. Me poseía una extraña agitación, que contenía un agudo dolor, pero también cierto elemento de triunfo, en virtud del hecho de que podía dominar el dolor y hacer de ello, según pensaba, una puerta de acceso a la sabiduría. La penetración mística que me imaginaba poseer se ha desvaído grandemente, y el hábito de análisis se ha reafirmado. Pero algo de lo que creí ver en aquel momento ha permanecido siempre conmigo, determinando mi actitud durante la primera guerra mundial, mi interés por los niños, mi indiferencia por las desdichas de menos monta y cierto tono emocional en todas mis relaciones humanas.
Fuente: Russell, B. (1975), Autobiografía, Edhasa, Barcelona.

20/12/18

Fidel

Por Eduardo Galeano
Imagen tomada de https://es.wikipedia.org/wiki/Fidel_Castro#/media/File:Fidel_Castro_-_MATS_Terminal_Washington_1959.jpg
Sus enemigos dicen que fue rey sin corona y que confundía la unidad con la unanimidad.
Y en eso sus enemigos tienen razón.
Sus enemigos dicen que si Napoleón hubiera tenido un diario como el «Granma», ningún francés se habría enterado del desastre de Waterloo.
Y en eso sus enemigos tienen razón.
Sus enemigos dicen que ejerció el poder hablando mucho y escuchando poco, porque estaba más acostumbrado a los ecos que a las voces.
Y en eso sus enemigos tienen razón.
Pero sus enemigos no dicen que no fue por posar para la Historia que puso el pecho a las balas cuando vino la invasión,
que enfrentó a los huracanes de igual a igual, de huracán a huracán,
que sobrevivió a seiscientos treinta y siete atentados,
que su contagiosa energía fue decisiva para convertir una colonia en patria
y que no fue por hechizo de Mandinga ni por milagro de Dios que esa nueva patria pudo sobrevivir a diez presidentes de los Estados Unidos, que tenían puesta la servilleta para almorzarla con cuchillo y tenedor.
Y sus enemigos no dicen que Cuba es un raro país que no compite en la Copa Mundial del Felpudo.
Y no dicen que esta revolución, crecida en el castigo, es lo que pudo ser y no lo que quiso ser. Ni dicen que en gran medida el muro entre el deseo y la realidad fue haciéndose más alto y más ancho gracias al bloqueo imperial, que ahogó el desarrollo de una democracia a la cubana, obligó a la militarización de la sociedad y otorgó a la burocracia, que para cada solución tiene un problema, las coartadas que necesita para justificarse y perpetuarse.
Y no dicen que a pesar de todos los pesares, a pesar de las agresiones de afuera y de las arbitrariedades de adentro, esta isla sufrida pero porfiadamente alegre ha generado la sociedad latinoamericana menos injusta.
Y sus enemigos no dicen que esa hazaña fue obra del sacrificio de su pueblo, pero también fue obra de la tozuda voluntad y el anticuado sentido del honor de este caballero que siempre se batió por los perdedores, como aquel famoso colega suyo de los campos de Castilla.
Fuente: Galeano, E. (2008), Espejos, Siglo XXI, Buenos Aires.

13/12/18

Los judíos son la sal de la Tierra

Por Jesús Mosterín
El nacionalismo y la dispersión cosmopolita constituyen los dos modelos paradigmáticos y extremos de posible organización de los grupos étnicos a escala planetaria. Ambos han sido inventados y ensayados por los judíos. Considerado como una teoría del orden político mundial, el nacionalismo postula el establecimiento de una correspondencia biunívoca entre etnias y territorios. Cada etnia o nación debe tener un territorio bien delimitado sobre el que edificar su propio Estado nacional. Y cada territorio del planeta debe estar asignado a una etnia determinada, como solar de su cultura y escenario de su destino.
Imagen tomada de https://es.wikipedia.org/wiki/Jes%C3%BAs_Moster%C3%ADn#/media/File:Jes%C3%BAs_Moster%C3%ADn_(October_2008).jpg
Los judíos fueron los inventores del nacionalismo avant la lettre. ... Superaron el trauma del exilio en Babilonia, interpretándolo como castigo de Yahvé (elevado de su rango previo de dios local al de dios universal), y concibiéndose a sí mismos como pueblo elegido por Yahvé: «Seréis entre todos los pueblos mi propiedad particular; porque mía es toda la tierra, mas vosotros constituiréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa».
El pueblo de Israel había concluido un pacto con Yahvé: ellos le obedecerían incondicionalmente, se cortarían el prepucio y no aceptarían ningún otro dios. Yahvé, a cambio, no prometió a los judíos el cielo ni la inmortalidad, sino sólo la tierra, la tierra prometida, el país de Canaán (una tierra pedregosa, sin agua y sin petróleo; de haberlos querido bien, les habría prometido Francia o Iraq, o al menos Uganda, pero no la polvorienta Palestina). Con ello quedaba claro qué había que hacer y dónde había que hacerlo. Acabado el exilio, el líder judío Ezrá estableció en Jerusalén una teocracia nacionalista y siguió una política de homogenización cultural forzosa. Prohibió (dos milenios y medios antes de Hitler) los matrimonios mixtos entre judíos y no judíos, y trató por todos los medios de aislar a los judíos de los demás pueblos. El nacionalismo trata de convertir cada país en un gueto. El primer gueto judío lo crearon Ezrá y Nehemías en Palestina. El último gueto judío lo ha creado el Estado de Israel, con muralla incluida.
En la época helenística las querellas entre judíos nacionalistas y cosmopolitas acabaron provocando la intervención de la monarquía seléucida y la rebelión de Matatías y su hijo Judas Macabeo. Al frente de una guerrilla integrista, los macabeos derrotaron a los judíos helenizantes y a las tropas seléucidas, lo que finalmente condujo a la independencia de Israel bajo el reino de los Hasmoneos, que impusieron los valores y las prácticas de la ortodoxia judaica no sólo a los propios judíos, sino también a los idumeos y galileos, obligados a adoptar su religión.
El Imperio Romano, respetuoso de las creencias y costumbres de todas las etnias, había establecido la paz, la comunicación y el orden en todo el Mediterráneo, pero, … los zelotes o fanáticos judíos, que se negaban a permitir otros cultos que el de Yahvé en la tierra de Canaán y atizaban la violencia intercomunal, se rebelaron contra Roma en un sangriento y absurdo levantamiento, que acabó en el 70, cuando Tito entró en Jerusalén y arrasó el segundo templo, que ya nunca más sería reconstruido. El fanatismo nacionalista no decayó, avivado por las visiones apocalípticas de los espíritus calenturientos, que anunciaban la inminente llegada del mesías. En 130 el emperador Adriano prohibió la castración, la mutilación y la circuncisión, como prácticas bárbaras, lo cual provocó poco después la nueva y suicida rebelión del presunto mesías Bar Kojbá, aplastada decisivamente por Roma, que incluso borró del mapa el nombre de Judea, llamada ahora Syria Palestina, y convirtió a Jerusalén en una colonia romana vedada a los judíos.
A través de la historia se observa una indudable ambigüedad de los judíos respecto a la tierra prometida. Ningún otro pueblo ha mantenido un apego tan profundo, emocional y continuo durante tanto tiempo hacia un territorio determinado como los judíos hacia el país de Canaán. Pero ningún otro pueblo ha manifestado una tendencia tan persistente a emigrar y establecer comunidades lejos de su patria. Ya en la época helenística y romana sólo una minoría de judíos vivía en Israel. Las comunidades judías se extendían por todo el Mediterráneo y el Oriente Medio, siendo la más populosa, rica y culta la de Alejandría. Durante la Edad Media los judíos vivían dispersos por todo el mundo cristiano e islámico, alcanzando en España su máximo esplendor. En los períodos de paz y tolerancia, las comunidades judías florecían. Pero repetidas olas de antisemitismo, atizadas por el fanatismo cristiano, la envidia y el odio irracional, provocaron incontables matanzas, extorsiones y expulsiones.
A principios de la Edad Moderna los judíos fueron expulsados de España y encerrados en guetos en Italia, además de seguir sometidos a todo tipo de discriminaciones y humillaciones. La Ilustración cuestionó este estado de cosas, y a partir de Napoleón se inició en todas partes la emancipación de los judíos. De ser una diáspora oprimida y encerrada en guetos, los judíos pasaron a constituir una diáspora floreciente, el fermento intelectual y la levadura económica de los países más avanzados. Además, su dispersión cosmopolita y las relaciones de confianza y parentesco que mantenían con los judíos de otros países les conferían una indudable ventaja a la hora de desarrollar el comercio internacional. Estaban mejor preparados que nadie para aprovechar la globalización económica y cultural que acabaría llegando con el progreso de las comunicaciones.
La pugna secular entre judaísmo universalista y ortodoxia nacionalista parecía decantarse a favor del primero en el siglo XIX y principios del XX. En condiciones de libertad y tolerancia, la diáspora era la situación ideal, y nadie echaba en falta la árida y pedregosa tierra prometida. La diáspora cosmopolita es la situación natural de cualquier grupo étnico en un mundo libre y bien comunicado. Los chinos de la diáspora viven mucho mejor que los que se han quedado en China. Y su caso, como el de los judíos, muestra que la diáspora es compatible con la preservación de una cultura nacional sobre bases no territoriales. La vitalidad de los Estados Unidos tiene mucho que ver con su condición de país de diásporas diversas.
Sólo el aislamiento impuesto por una pared adiabática impide que el calor se difunda. Sólo los compartimentos estancos impiden que los diversos líquidos se entremezclen. Y sólo el aislamiento, la distancia, las murallas materiales, las barreras convencionales, las fronteras cerradas, las aduanas y las policías impiden que todas las etnias se desparramen por todos los países, como el aceite una vez salido de la botella. Algo parecido al segundo principio de la termodinámica apunta hacia una mayor mezcla y pluralismo por todo el planeta, siempre que aumente la facilidad de comunicación y transporte. A la larga, en la aldea global las fronteras no pueden por menos de desaparecer. Los humanes son animales, no plantas; tienen patas, no raíces. Si no se les ata, se dispersan, siguiendo los caminos de la oportunidad, el interés y la curiosidad. El futuro es de las diásporas. Y de ese futuro los judíos han sido los adelantados. De ese ensayo general todos podemos aprender.
La diáspora acabó trágicamente en varios lugares. Los pogromos de Rusia y Europa Oriental, junto con la ola romántica nacionalista, hicieron surgir el sionismo. La Shoá, el holocausto de los judíos centroeuropeos a manos de los nazis, les dio el impulso definitivo. Por desgracia para todos, las circunstancias históricas impidieron a los judíos tomar el atajo histórico de pasar de ser una diáspora perseguida a ser una diáspora libre y próspera, vanguardia, levadura y anuncio de un mundo por venir. Tuvieron que pasar por el aro de ser un pueblo vulgar, como los demás, con su Estado nacional y todo. Y por ello tuvieron que pagar un precio.
Para los judíos que vivían en peligro o postración en los países de la diáspora oprimida, el Estado de Israel ha sido una tabla de salvación, como mostró, por ejemplo, el caso de los felachas de Etiopía. Pero para los que vivían en la diáspora próspera y liberal (en América, Francia, Inglaterra, etc.) la emigración a Israel ha representado un sacrificio personal y una gran renuncia. Los israelitas tienen una vida dura. Trabajan mucho, ganan relativamente poco, pagan enormes impuestos (el 50% de impuesto sobre la renta, de promedio), han de hacer un servicio militar obligatorio muy largo (tres años los hombres; dos las mujeres), viven peligrosamente e incluso tienen mala conciencia respecto a los palestinos. En los kibbutzim (la única implementación exitosa del comunismo que ha habido en el mundo) labran un suelo ingrato con una austeridad y entrega más admirables que envidiables. En general, es muchísimo más cómodo ser judío en Boston que en Tel Aviv.
Con la creación del Estado de Israel se han cumplido las promesas de Yahvé, y se han realizado milagros como el cultivo del desierto o la resurrección de la lengua hebrea. Nadie puede negar a los judíos el derecho a tener su propio Estado nacional, como los demás. Pero, aun dejando de lado el problema palestino, no es obvio que esa vulgaridad sea lo mejor que los judíos puedan ofrecer al mundo, o a sí mismos. Son la sal de la Tierra, pero concentrar toda la sal en el mismo sitio estropea cualquier plato.
Fuente: Mosterín, J. (2006), Los judíos, Alianza editorial, Madrid.

3/12/18

Lo que aprendí leyendo a Chomsky

Leyendo a Noam Chomsky aprendí que a Estados Unidos le da pavor la posibilidad de que se desarrollen los países dominados, y que ese miedo explica su campaña de terror contra países como Cuba o Vietnam. Que la Guerra Fría no fue tanto un enfrentamiento entre dos imperios, sino un mecanismo a través del cual los imperios controlaban a sus satélites. Que la Unión Soviética no fue socialista, porque socialismo significa que sean los trabajadores quienes tomen las decisiones importantes con respecto a su trabajo. Que «liberalismo» y «capitalismo» no son sinónimos, porque el liberalismo clásico, en esencia, se opone al individualismo posesivo. Que el anarquismo y el Estado del bienestar no se excluyen entre sí, porque el desarrollo industrial del Estado puede ser el paso previo para una futura reconstrucción social radical. Leyendo a Chomsky aprendí también que los intelectuales no son ángeles, sino individuos que a menudo trabajan justificando los crímenes de los poderosos, y que suele ser la clase más culta la que consume sus ficciones. Que lo que llamamos democracia en realidad debería llamarse plutocracia, porque el 70 por 100 más pobre de la población no tiene influencia política. Y que, a pesar de todo, los ciudadanos podemos juntarnos y organizarnos en busca de alternativas, porque «nadie sabe lo bastante para predecir lo que la voluntad humana puede lograr».

2/12/18

El niño gordo del patio

Por Noam Chomsky
D.B. [David Barsamian]: Tuvo usted experiencias muy aleccionadoras con su hermano David de las que todavía habla hoy en día. En concreto una, cuando usted se cortó la mano y le echó las culpas a él.

Eso no fue más que una pelea entre críos.

D.B.: ¿Y la historia del niño gordo del patio?

Sí; me influyó hasta cierto punto. Recuerdo cuando tenía seis años; estaba en primero. Había, como siempre, un niño gordo del que se reía todo el mundo. Recuerdo que en ese patio, él estaba a la entrada de clase y un grupo de niños se estaban burlando de él. Uno de ellos llamó a su hermano mayor de tercero, un niño corpulento, y todos pensamos que le iba a dar una paliza. Me acuerdo que me puse a su lado pensando que alguien debería echarle una mano; y me pasé allí un rato hasta que me entró miedo y salí corriendo. Es una sensación que me ha marcado: hay que estar del lado del débil. El sentimiento de vergüenza no se me pasó. Debería haberme quedado con él. Creo que todo el mundo debe tener experiencias de este tipo, que te marcan y condicionan el color de las opciones que tomarás en el futuro.
Fuente: Chomsky, N. (1993), Crónicas de la discrepancia, Visor, Madrid.

16/11/18

Un ser humano impresionante

Por Bertrand Russell
Wittgenstein era austríaco, y su padre inmensamente rico; quería ser ingeniero y por eso se había marchado a Manchester. Allí, a raíz de sus estudios, se interesó en los principios de las matemáticas y averiguó quién se dedicaba a dicho tema. Alguien mencionó mi nombre y Wittgenstein se instaló en Trinity. Tal vez él haya sido el ejemplo más perfecto que jamás he conocido del genio tal como uno se lo imagina tradicionalmente: apasionado, profundo, intenso y dominante. Tenía una especie de pureza que no he encontrado en nadie más, salvo en G. E. Moore. Recuerdo que una vez lo llevé a una reunión de la Sociedad Aristotélica; allí había algunas personas un tanto necias y yo las traté con cortesía. Al salir, Wittgenstein me recriminó con furia mi degradación moral por no haber dicho a esa gente lo idiota que era. Su vida era tumultuosa, turbulenta, y su fuerza personal extraordinaria. Se alimentaba de leche y vegetales, por lo que tenía la misma sensación que la mujer de Patrick Campbell respecto de Shaw: «Que Dios nos ampare si alguna vez se come un bistec». Solía visitarme cada día a medianoche y quedarse caminando de un extremo al otro de la habitación durante tres horas en agitado silencio, como una bestia enjaulada. Una vez le pregunté: «Estás pensando en la lógica o en tus pecados»; «En ambos», me contestó y siguió andando. Yo no me atrevía a sugerirle que ya era hora de acostarse, pues a ambos nos parecía probable que se suicidara al salir de casa. Al terminar su primer curso en Trinity vino a verme y me preguntó: «¿Cree usted que soy un perfecto idiota?». Yo le dije: «¿Para qué quieres saberlo?». Y él me respondió: «Porque si lo soy, me haré aeronauta, pero si no lo soy me convertiré en filósofo». Yo le dije: «Mi querido amigo, no sé si eres o no un idiota, pero si durante las vacaciones me escribes un ensayo sobre el tema filosófico que más te interese, yo lo leeré y te lo diré». Así lo hizo, y a comienzos del curso siguiente me presento su trabajo. Nada más leer la primera frase quedé convencido de que Wittgenstein era un hombre de genio y le aseguré que bajo ningún concepto debía hacerse aeronauta. A principios de 1914 vino a verme, presa de una gran agitación: «Me voy de Cambridge, me marcho inmediatamente». «¿Por qué?», le pregunté. «Porque mi cuñado se ha instalado en Londres y yo no soporto estar cerca suyo.» De esta forma pasó el resto del invierno en el extremo norte de Noruega. En los primeros tiempos le pregunté una vez a G. E. Moore qué opinaba de Wittgenstein. «Tengo un gran concepto de él», me dijo. Le pregunté por qué y me respondió: «Porque en mis clases es el único que se muestra perplejo». 
Imagen tomada de https://www.the-tls.co.uk/articles/public/ludwig-wittgenstein-honesty-ground/ 
Cuando llegó la guerra, Wittgenstein, que era muy patriota, se alistó como oficial en el ejército austríaco. Los primeros meses aún fue posible escribirle y tener noticias suyas, pero en poco tiempo se cortó la comunicación. Ya no supe de él hasta pasado un mes después del armisticio, cuando recibí una carta suya desde Monte Cassino contándome que algunos días después de la guerra había caído prisionero de los italianos, aunque por suerte había logrado conservar el manuscrito de un libro que por lo visto había escrito en las trincheras, y que quería que yo leyera. Wittgenstein era de la clase de hombres que cuando pensaba sobre lógica era capaz de no darse cuenta de minucias tales como bombas explotando a su alrededor. Me envió el manuscrito de su libro, y sobre él discutimos Nicod, Dorothy Wrinch y yo en Lulworth. Se trataba de la obra que más tarde se publicaría con el título de Tractatus Logico-Philosophicus. Lógicamente era muy importante encontrarse con Wittgenstein para hablar personalmente de su libro, y como era mejor que el encuentro tuviera lugar en un país neutral, decidimos vernos en La Haya. Entonces surgió un problema inesperado. Antes de estallar la guerra, el padre de Wittgenstein había transferido toda su fortuna a Holanda, así que al final seguía siendo tan rico como al comienzo de la contienda. Justo en la época del armisticio, el señor Wittgenstein murió, legando a su hijo el grueso de la fortuna. Éste, sin embargo, llegó a la conclusión de que el dinero es un obstáculo para el filósofo y entregó hasta el último céntimo de su fortuna a su hermano y hermanas. A raíz de esto no podía pagarse el pasaje de Viena a La Haya, y como era muy orgulloso no quiso mi dinero. Por fin se encontró una solución al problema. En Cambridge se encontraban guardados sus muebles y sus libros, y él me expresó su deseo de vendérmelos. En la tienda de muebles que los guardaba me asesoraron respecto a su valor y yo los compré al precio que me indicaron. En realidad eran mucho más valiosos de lo que él creía, y para mí fue el mejor negocio de mi vida. Gracias a esta venta Wittgenstein pudo viajar a La Haya, y allá nos pasamos una semana discutiendo su libro línea por línea mientras Dora iba a la biblioteca pública a leer las invectivas de Salmatius contra Milton.
Pese a ser un filósofo lógico, Wittgenstein era a la vez patriota y pacifista. Tenía una excelente opinión de los rusos, con quienes había confraternizado en el frente. Me contó que en una ocasión, hallándose en un pueblecito de Galicia sin nada que hacer, encontró una librería y se le ocurrió pensar que allí podría encontrar un libro. Había sólo uno, unos comentarios de Tolstoi sobre los evangelios. Lo compró, y el libro le causó una gran impresión. Por un tiempo se volvió muy religioso, hasta el punto de empezar a considerarme una persona demasiado mala como para tener una relación conmigo. Para ganarse la vida se hizo maestro de escuela básica en una aldea rural austríaca llamada Trattenbach, desde donde me escribía diciéndome: «Los habitantes de Trattenbach son muy malos». Yo le contestaba: «Sí, todos los hombres son muy malos», a lo que él respondía: «Es verdad, pero los de Trattenbach son más malos que los hombres de otros sitios», y yo le replicaba que mi sentido lógico se negaba a aceptar semejante proposición. Pero su opinión de justificaba en cierto modo: los campesinos se negaban a proporcionarle leche porque enseñaba a sus pequeños unas sumas que nada tenían que ver con con el dinero. En esa época, Wittgenstein debe de haber pasado hambre y muchas privaciones, pero casi nunca se lo podía inducir a hablar de ello, pues tenía el orgullo de Lucifer. Finalmente su hermana decidió construirse una casa y lo contrató como arquitecto. Esto le dio suficiente dinero como para comer durante unos años, tras los cuales regresó a Cambridge como catedrático para ser blanco de los poemas en forma de pareados que escribía en su contra el hijo de Clive Bell. No era una persona que se adaptara fácilmente a las reuniones sociales. Whitehead me describió la primera vez que Wittgenstein fue a verlo. Al ser conducido al salón a la hora del té no pareció reparar en la presencia de la señora Whitehead y se puso a caminar en silencio de un lado a otro del salón, hasta que por fin exclamó: «Una proposición tiene dos polos. Es apb». Al contármelo, Whitehead dijo: «Naturalmente yo le pregunté qué son a y b, pero en seguida comprobé que había dicho algo malo». «a y b son indefinibles», rugió la voz de Wittgenstein.
Como todos los grandes hombres, tenía sus puntos débiles. En 1922, en la cumbre de su ardor místico y mientras me aseguraba con gran convicción de que era mejor ser bueno antes que inteligente, descubrí que le tenía terror a las avispas, y que a causa de los insectos era incapaz de quedarse otra noche más en el alojamiento que habíamos encontrado en Innsbruck. Tras mis viajes por Rusia y China, yo estaba acostumbrado a las pequeñas vicisitudes de ese tipo, pero ni siquiera su gran convicción de que las cosas de este mundo no cuentan le permitía soportar con paciencia los insectos. Sin embargo, y a pesar de estas pequeñas debilidades, Wittgenstein fue un ser humano impresionante.
Fuente: Russell, B. (1975), Autobiografía, Edhasa, Barcelona.

9/11/18

Quisiera ser pequeño

Quisiera ser pequeño muy pequeño, para colarme por el breve espacio entre la piel de tu espalda y la tela que la recubre, ese mínimo espacio que varía de forma según las vicisitudes del aire y el movimiento del cuerpo. Aprovecharía esos túneles para escalar hasta tu hombro y deslizarme a continuación hacia el pezón que corona tu seno. Desde esa tierra prometida atisbaría el pezón gemelo que me espera del otro lado y subiría rodando hacia él con la energía adquirida en el descenso, solo para volver enseguida al primer pezón, y luego rodaría de vuelta al segundo pezón, y viviría yendo de un pezón al otro sin descanso en incesante sube y baja, como el péndulo del reloj de cuerda que mi abuelo echó a andar esta mañana, como el columpio del parque arrullado por la brisa, como el registro de un sismo de magnitud tres punto cuatro, trazando con mi huella un camino preferente, un rubor como mancha de salitre o picado de zancudo, acostumbrado ya a tus ángulos que apenas varían. Hasta que el deseo que no cesa cese de golpe y pueda olvidarte y buscar otro consuelo.

2/11/18

Jane Franklin

Por Eduardo Galeano
De los dieciséis hermanos de Benjamín Franklin, Jane es la que más se le parece en talento y fuerza de voluntad.
Pero a la edad en que Benjamín se marchó de casa para abrirse camino, Jane se casó con un talabartero pobre, que la aceptó sin dote, y diez meses después dio a luz a su primer hijo. Desde entonces, durante un cuarto de siglo, Jane tuvo un hijo cada dos años. Algunos niños murieron, y cada muerte le abrió un tajo en el pecho. Los que vivieron exigieron comida, abrigo, instrucción y consuelo. Jane pasó noches en vela acunando a los que lloraban, lavó montañas de ropa, bañó montoneras de niños, corrió del mercado a la cocina, fregó torres de platos, enseñó abecedarios y oficios, trabajó codo a codo con su marido en el taller y atendió a los huéspedes cuyo alquiler ayudaba a llenar la olla. Jane fue esposa devota y viuda ejemplar; y cuando ya estuvieron crecidos los hijos, se hizo cargo de sus propios padres achacosos y de sus hijas solteronas y de sus nietos sin amparo.
Jane jamás conoció el placer de dejarse flotar en un lago, llevada a la deriva por un hilo de cometa, como suele hacer Benjamín a pesar de sus años. Jane nunca tuvo tiempo de pensar, ni se permitió dudar. Benjamín sigue siendo un amante fervoroso, pero Jane ignora que el sexo puede producir algo más que hijos.
Benjamín, fundador de una nación de inventores, es un gran hombre de todos los tiempos. Jane es una mujer de su tiempo, igual a casi todas las mujeres de todos los tiempos, que ha cumplido su deber en esta tierra y ha expiado su parte de culpa en la maldición bíblica. Ella ha hecho lo posible por no volverse loca y ha buscado, en vano, un poco de silencio.
Su caso carecerá de interés para los historiadores.
Fuente: Galeano, E. (1984), Memoria del fuego 2: Las caras y las máscaras, Siglo veintiuno, Buenos Aires.

26/10/18

Los libros se manchan

Aunque se tomen todas las precauciones, los libros se manchan. Si los forras con plástico transparente, quedan a salvo del polvo y el agua, pero siguen vulnerables a las lepismas, esos bichos con antenas tan largas como su cuerpo que se cuelan por la rendija que forman la tapa y la primera página, y se quedan a vivir allí hasta que la luz del día los espanta. Las lepismas, si no han muerto, huyen, pero no se van las manchas que son su herencia. Los libros también se manchan por causas poco previsibles. Un mal día entró una paloma a mi cuarto de estudio desde la terraza, y aunque la puerta permaneció abierta, no hallaba la salida. Luego de golpearse una y otra vez contra el vidrio de la ventana, se posó en una de las estanterías. Al verme se llenó de miedo y empezó a derramar heces por doquier. Yo también me llené de miedo y quedé paralizado, hasta que un familiar vino en mi auxilio y la sacó («solo tenías que abrir la ventana»). Al limpiar los estragos encontré que el excremento había caído sobre todo en mi ejemplar del Ulises de Joyce, y aunque lo limpié con sumo cuidado, quedó manchado para siempre. Me consolé ojeando las sentencias que había subrayado en esa novela, sentencias trágicas como «No sabemos nada excepto que vivió y sufrió.» o inquietantes como «Tres agujeros todas las mujeres.». Las manchas no estropean los mejores libros.

13/10/18

Buda versus Nietzsche

Por Bertrand Russell
La cuestión es: Si Buda y Nietzsche fueran enfrentados, ¿podría alguno de ellos esgrimir algún argumento que debiese apelar al oyente imparcial? No me refiero a argumentos políticos. Podemos imaginárnoslos apareciendo ante el Todopoderoso como en el primer capítulo del libro de Job, y ofreciendo consejo respecto a la clase de mundo que Él debía crear. ¿Qué podrían decir?
Buda iniciaría su exposición hablando de leprosos, proscritos y miserables; del pobre, luchando con los miembros enfermos y apenas malviviendo con la alimentación escasa; de los heridos en las batallas, muriendo con una agonía lenta; de los huérfanos maltratados por los crueles tutores, e incluso de los más afortunados, obsesionados con el pensamiento de la decadencia y de la muerte. Para todo este cargamento de penas, diría, tiene que encontrarse un camino de salvación, y esta salvación sólo puede venir por el amor.
Nietzsche, a quien sólo el Omnipotente podría impedir que interrumpiera, prorrumpiría cuando le llegara el turno: «Por Dios, hombre, debías aprender a tener más fibra. ¿Qué es eso de lloriquear porque la gente vulgar sufra? ¿O, para el caso es lo mismo, porque los grandes hombres sufran? La gente vulgar sufre vulgarmente, los grandes hombres sufren con grandeza, y los grandes sufrimientos no deben ser lamentados, porque son nobles. Tu ideal es puramente negativo: la ausencia de dolor, cosa que puede asegurarse con la inexistencia. Yo, por el contrario, tengo ideales positivos: admiro a Alcibíades, a Federico el Grande, a Napoleón. En beneficio de esos hombres cualquier dolor vale la pena. Apelo a Vos, Señor, como al más grande de los artistas creadores, para que no permitáis que Vuestros impulsos artísticos se dobleguen ante los refunfuños dominados por el temor de este desgraciado psicópata»
Buda, que en las cortes celestiales aprendió toda la historia posterior a su muerte y que ha dominado la ciencia, deleitándose en el conocimiento y apenándose ante el uso a que lo han destinado los hombres, replica con tranquila cortesía: «Estáis equivocado, profesor Nietzsche, al pensar que mi ideal es puramente negativo. Ciertamente incluye un elemento negativo, la ausencia de sufrimiento. Pero además de eso contiene tanto como de positivo pueda hallarse en vuestra doctrina. Aunque no siento ninguna especial admiración por Alcibíades y Napoléon, también tengo mis héroes: mi sucesor Jesús, porque dijo a los hombres que amaran a sus enemigos; los hombres que han descubierto la forma de dominar las fuerzas de la naturaleza y conseguir la comida con menos trabajo; los médicos que han encontrado la forma de disminuir las enfermedades; los poetas, los artistas y los músicos que han captado vislumbres de la Beatitud Divina. El amor, el conocimiento y la complacencia en la belleza no son negaciones; son suficientes para llenar las vidas de los hombres más grandes que hayan existido nunca».
«Es lo mismo –replica Nietzsche–, vuestro mundo sería insípido. Deberías estudiar a Heráclito, cuyas obras se conservan íntegras en la biblioteca celestial. Vuestro amor es compasión, que brota del dolor; vuestra verdad, si sois honrado, es desagradable, y sólo puede conocerse a través del sufrimiento, y en cuanto a la belleza, ¿qué hay de más bello que un tigre, que debe su esplendor a su fiereza? No, si el Señor se decidiera por vuestro mundo, temo que moriríamos todos de aburrimiento».
«Vos podrías –replica Buda– porque amáis el dolor y vuestro amor a la vida es una impostura. Pero los que aman realmente la vida tendrían una felicidad que nadie puede gozar en el mundo tal como es».
Me disgusta Nietzsche porque le gusta la contemplación del dolor, porque erige el desprecio en deber, porque los hombres que más admira son conquistadores, cuya gloria estriba en la habilidad para hacer que los hombres mueran. Pero creo que el argumento decisivo contra su filosofía, como contra cualquier ética desagradable aunque internamente coherente, radica no en una apelación a los hechos, sino en una apelación a las emociones. Nietzsche desprecia el amor universal; yo veo en él la fuerza motriz para todo lo que deseo respecto al mundo.
Fuente: Russell, B. (1946), Historia de la filosofía occidental, Espasa, Madrid.

6/10/18

El del aborto es un asunto sencillo

En todo el mundo las mujeres abortan. Independientemente de lo que digan las leyes al respecto, las mujeres abortan. Existen básicamente tres tipos de legislación: las que lo penalizan en todas las circunstancias, las que lo permiten en circunstancias muy puntuales y las que lo permiten en casi todos los casos. En los países donde el aborto se penaliza parcial o totalmente, las mujeres no dejan de abortar, pero se ven obligadas a hacerlo a escondidas. La situación es especialmente dramática para las mujeres pobres, que no pueden pagarse un aborto seguro, y se ven obligadas a recurrir a sitios clandestinos poco salubres. En la práctica, prohibir el aborto equivale a castigar a las mujeres pobres que no desean continuar con su embarazo.
Afortunadamente el aborto es más o menos libre en buena parte del mundo, en Rusia y en China, en Sudáfrica y en Estados Unidos, en casi toda Europa. Pero en Latinoamérica la situación es a menudo trágica. Es libre en Cuba, Uruguay y Ciudad de México, pero está penalizado totalmente en El Salvador, Nicaragua y República Dominicana, y parcialmente en el resto de países. Seguramente la raíz de esta postura poco liberal se encuentra en la influencia todavía abrumadora del cristianismo en sociedades nominalmente laicas. Según Pablo de Tarso, el fundador del cristianismo, la vida no le pertenece a uno sino a Dios. Pablo no habló del aborto, pero sigue en boga la idea de que la mujer no puede decidir sobre la vida que se gesta en su vientre. (Curiosamente, durante la mayor parte de la historia cristiana, como no se comprendía la biología de la concepción, las autoridades pensaban que la vida comenzaba con el movimiento del feto en la matriz, y el aborto antes de ese momento no se consideraba ilegal o inmoral.)
Hasta hace poco Chile era uno de los pocos países del mundo que penalizaba el aborto en todos los casos. En septiembre de 2017 se aprobó el aborto en tres circunstancias: cuando el embarazo suponía un riesgo para la vida de la embarazada, cuando el feto no es viable y cuando el embarazo es resultado de una violación. Michelle Bachelet, en la campaña previa a su segunda presidencia, había prometido mejorar la legislación sobre aborto. Cumplió, un hecho insólito en una región acostumbrada a que las promesas de campaña no se cumplan.
En octubre de 2012, durante el gobierno de José Mujica, se aprobó en Uruguay el aborto, que desde entonces es legal durante las primeras 12 semanas de embarazo. Aunque esta reforma se podría leer como un avance llevado adelante por un gobernante progresista, el experto Gerardo Caetano recuerda que durante su mandato, Mujica apoyó propuestas que al inicio no compartía, entre las que incluye notables avances como la despenalización del consumo de marihuana y del aborto y la aprobación del matrimonio igualitario.
El pasado agosto el senado argentino rechazó un proyecto para despenalizar el aborto hasta la semana 14. En Argentina el aborto solo se permite cuando el embarazo pone en peligro la vida o la salud de la mujer y en caso de violación. El debate público fue intenso y resonó en varios países de la región. El tema no podrá ser tratado hasta el siguiente año parlamentario. Esperemos que Argentina finalmente lo despenalice, y que el resto de Latinoamérica no tarde décadas en alcanzar lo que ya se ha conseguido en medio mundo.

29/9/18

Las causas de la infelicidad

Por Bertrand Russell
Una comunidad de hombres con vitalidad, valor, sensibilidad e inteligencia en el más alto grado que la educación puede producir, sería muy distinta de todo lo que ha existido. Pocos serían desgraciados. Las principales causas de la infelicidad actual son: mala salud, pobreza y vida sexual desagradable. Todas ellas se reducirían mucho. La buena salud podría ser casi universal y la vejez podría retardarse. La pobreza, desde la revolución industrial, es debida solamente a la estupidez colectiva. La sensibilidad despertaría el deseo de abolirla, la inteligencia les enseñaría el procedimiento, y el valor su realización. (Un tímido preferiría seguir siendo infeliz a hacer algo desusado.) La vida sexual de la mayoría no es hoy satisfactoria. Ello es debido en parte a la mala educación y, en parte, a la persecución de las autoridades y de Mrs. Grundy [Escritora que se ha distinguido en su campaña contra el control de la natalidad]. Una generación de mujeres educadas sin los absurdos temores sexuales acabaría con esto. Se ha creído que el miedo era el único procedimiento para conservar la virtud de las mujeres, y se les ha enseñado a ser cobardes física y mentalmente. Las mujeres con ideas tradicionales acerca del amor fomentan la brutalidad y la hipocresía de sus maridos y desvían los instintos de sus hijos. Una generación de mujeres sin miedo transformaría el mundo, trayendo a él una generación de niños valerosos, no conformados de un modo antinatural, sino rectos y sencillos, generosos, amables y libres. Su ardor acabaría con la crueldad y el dolor que nos agobian porque somos duros de corazón, perezosos, estúpidos y cobardes. La educación que nos da tan malas cualidades nos daría las virtudes opuestas. La educación es la llave del mundo nuevo.
Fuente: Russell, B. (1926), Sobre educación, Espasa, Barcelona.

22/9/18

Cerdos

Por Roberto Bolaño
–Los galeses son unos cerdos –dijo el cojo a una pregunta de su hijo. Unos cerdos absolutos. Los ingleses también son unos cerdos, pero un poco menos que los galeses. Aunque la verdad es que son igual de cerdos, pero intentan parecer un poco menos cerdos, y como saben fingir bien al final lo parecen. Los escoceses son más cerdos que los ingleses y sólo un poco menos cerdos que los galeses. Los franceses son tan cerdos como los escoceses. Los italianos son lechones. Lechones dispuestos a comerse a su propia madre cerda. De los austriacos se puede decir lo mismo: cerdos y cerdos y cerdos. Nunca te fíes de un húngaro. Nunca te fíes de un bohemio. Te lamen la mano mientras te devoran el dedo meñique. Nunca te fíes de un judío: ése te come el pulgar y encima te deja la mano cubierta de babas. Los bávaros también son unos cerdos. Cuando hables con un bávaro, hijo mío, procura tener el cinturón bien abrochado. Con los renanos más vale ni siquiera hablar: en menos de lo que canta un gallo te querrán cortar una pierna. Los polacos parecen gallinas, pero si les arrancas cuatro plumas verás que tienen piel de cerdo. Lo mismo pasa con los rusos. Parecen perros famélicos pero en realidad son cerdos famélicos, cerdos dispuestos a comerse a quien sea, sin preguntárselo dos veces, sin el más mínimo remordimiento. Los serbios son igual que los rusos, pero en pequeño. Son como cerdos disfrazados de perros chihuahuas. Los perros chihuahuas son unos perros enanos, del tamaño de un gorrión, que viven en el norte de México y que aparecen en algunas películas americanas. Los americanos son unos cerdos, por supuesto. Y los canadienses, grandes cerdos inmisericordes, aunque los peores cerdos del Canadá son los cerdos francocanadienses, así como los peores cerdos de América son los cerdos irlandeses. Los turcos tampoco se salvan. Son cerdos sodomíticos, como los de Sajonia y los de Westfalia. Acerca de los griegos sólo puedo decir que son igual que los turcos: cerdos peludos y sodomíticos. Sólo los prusianos se salvan. Pero Prusia ya no existe. ¿Dónde está Prusia? ¿Tú la ves? Yo no la veo. A veces tengo la impresión de que murieron todos en la guerra. A veces, por el contrario, tengo la impresión de que mientras yo estaba en el hospital, ese inmundo hospital de cerdos, los prusianos emigraron en masa, lejos de aquí. A veces voy a los roqueríos y miro el Báltico y trato de adivinar hacia dónde se fueron las naves de los prusianos. ¿A Suecia? ¿A Noruega? ¿A Finlandia? Imposible: ésas son tierras de cerdos. ¿Adónde, entonces? ¿A Islandia, a Groenlandia? Trato de adivinarlo y no puedo. ¿Dónde están entonces los prusianos? Me acerco a los roqueríos y los busco en el horizonte gris. Un gris revuelto como la pus. Y no una vez al año. ¡Una vez al mes! ¡Una vez cada quince días! Pero nunca los veo, nunca adivino hacia qué punto del horizonte se lanzaron. Sólo te veo a ti, tu cabeza entre las olas que aparece y desaparece, y entonces me siento en una roca y me quedo quieto mucho rato, mirándote, convertido yo también en otras roca, y aunque a veces mis ojos te pierden de vista o aparece tu cabeza a mucha distancia de donde te habías sumergido, no temo por ti, pues sé que volverás a salir, que las aguas nada pueden hacerte. A veces, incluso, me quedo dormido, sentado sobre una roca, y cuando me despierto tengo tanto frío que ni siquiera le echo una mirada al mar para comprobar si aún estás allí. ¿Qué hago entonces? Pues me levanto y vuelvo al pueblo dando diente con diente. Y al entrar en las primeras calles me pongo a cantar para que los vecinos se hagan la idea equivocada de que me he ido a emborrachar a la taberna de Krebs.
Fuente: Bolaño, R. (2004), 2666, Anagrama. Barcelona.

24/7/18

No hay nada malo en el sexo

Por Bertrand Russell*
El sentido del pecado que domina a muchos niños y jóvenes y a menudo dura hasta la vida adulta, es una desdicha y una fuente de confusión que no tiene ningún propósito útil. Se produce casi enteramente por la enseñanza moral convencional acerca del sexo. El sentimiento de que el sexo es malo hace imposible el amor feliz, hace que los hombres desprecien a las mujeres con las que tienen relaciones y, a menudo, que tengan impulsos crueles hacia ellas. Además, la confusión en la que desemboca el impulso sexual cuando se inhibe, tomando la forma de amistad sentimental o ardor religioso o lo que sea, causa una falta de sinceridad intelectual que es muy hostil a la inteligencia y al sentido de realidad. La crueldad, la estupidez, la incapacidad para las relaciones personales armoniosas, y muchos otros defectos, tienen su origen en la mayoría de casos en la enseñanza moral impartida durante la infancia. Digámoslo con la mayor simplicidad y franqueza: no hay nada malo en el sexo, y la actitud convencional en este asunto es morbosa. Creo que ningún otro mal en nuestra sociedad es una fuente tan poderosa de miseria humana, ya que no solo causa una larga cadena de males, sino que inhibe la bondad y el afecto humano que podrían llevar a los hombres a remediar los otros males evitables –económicos, políticos y raciales– que torturan a la humanidad.
Fuente: Russell, B. (1957), Why I am not a Christian, Routledge, London.
*La traducción es mía.

17/7/18

Lanarquismo

Por Ernesto Sabato
Vino un cliente y compró cigarrillos. Al cabo de un largo tiempo, Carlucho comentó sibilinamente:
–¡La gran puta! Si habría lanarquismo...
Nacho lo consideró con extrañeza.
–¿Lanarquismo?
–Sí, Nacho. Lanarquismo.
–¿Y qué es eso?
Carlucho se sentó en sillita enana y sonrió con ojos meditativos y nostálgicos. Era evidente que pensaba en algo muy lejano pero lindo.
–Aquí tendría destar Luvi –dijo.
–¿Luvi?
–Sí, Luvi.
–¿Y quién es Luvi?
En los grandes momentos, cuando Carlucho se disponía a iniciar alguna de aquellas ideas que sentía profundamente, cambiaba la yerba del matecito, se tomaba su tiempo y preparaba lo que iba a decir con largos silencios, así como las estatuas se colocan en las plazas, rodeadas de espacios que las destaquen en toda su belleza.
–Quién era Luvi –comentó con los ojos siempre nostálgicos.
Después de sentarse de nuevo en la sillita enana, la misma que había pertenecido a su padre, explicó:
–Ya te dije que al año 18, justo cuando terminó la guerra, yo pionaba a la estancia Don Jacinto. Junto con Custodio Medina pionaba. Entonce llegó Luvi. ¿Sentiste hablá de lo linyera, vo?
–¿Linyera?
–Sabían vení de muy lejo, con latadito a la espalda. Caminando por la vía el ferrocarril, y despué por lo camino. Venían a la estancia y siempre había comida y un catre pa lo linyera, esa é la verdá.
–¿Pero entonces eran peones, como vos o Medina?
Carlucho hizo un gesto negativo con el dedo.
–No señó, no eran pione. Lo linyera eran linyera, no pione. Lo pione éramo conchabado pa trabajá.
–¿Conchabado?
–Pero sí, sonso. Trabajábamo pa ganá dinero, comprendé.
–¿Y los linyeras no trabajaban?
–Sí que trabajaban, pero no pa ganá dinero. Nadie lo obligaba.
Nacho no entendía. Carlucho lo miró, frunció la frente en un gran esfuerzo y trató de ser más claro.
–Lo linyera eran libre como lo pájaro, ¿entendé? Venían a la estancia, hacían alguno trabajito si querían y despué se iban como habían venido. Lo estoy viendo como hoy, cuando Luvi había guardado toda su cosita y había hecho latado pa irse. Don Busto, el mayordomo, le dijo si se quiere quedá aquí, amigo Luvi, tiene trabajo si quiere. Pero Luvi no don Busto, se lo agradezco pero tengo que seguí viaje.
–¿Tenía que seguir viaje? ¿Adónde?
–¿Cómo adónde? ¿No te acabo de decí que lo linyera eran como lo pájaro? ¿Adónde van lo pájaro? ¿Lo sabé vo?
–No.
–Ai tené lo que te digo, sonso.
Se quedó pensativo, añorando.
–Me parece que lostoy viendo –dijo. Alto y flaco, con su barba casi colorada y lojo azule clarito. Con latado al hombro. No quedamo todo viendo cómo siba entre la casuarina, y despué al camino. Quién sabe adónde.
Carlucho miraba hacia el parque, como si lo estuviera viendo alejarse entre los árboles, hacia el infinito.
–¿Y no lo viste nunca más?
–Nunca má. Vaya a sabé si ha muerto.
–Qué nombre raro, Luvi, ¿no?
–Sí, nombre destranjero. Era alemán o italiano, pero no sé, porque no era italiano como mi padre. Decía que era de una parte rara, que ahora no sé. Luvi. Eso é. Vino, hizo alguno trabajito de mecánico, arregló uno motore, algo en una trilladora. Sabía de todo. Y de noche, al galpón de lo pione esplicaba lanarquismo.
–¿Lanarquismo?
–Sí, leía un librito que tenía y esplicaba.
–¿Y qué es lanarquismo, Carlucho?
–Yo soy un bruto, ya te dije. ¿Qué queré? ¿Qué tesplique como Luvi?
–Bueno, pero decime algo. Era un cuento como ese que me constaste de Carlomano.
–Pero no, sonso. Otra cosa.
Tomó mate y se concentró profundamente.
–Te voy a hacé una pregunta, Nacho. Atendé bien.
–Sí.
–¿Quién hizo la tierra, lo árbole, lo río, la nube, el sol?
–Dios.
–Bueno, está bien. Entonces son pa todo, todo tienen derecho a tené lo árbole y a tomá el sol. Decime, ¿lo pájaro tiene que pedile permiso a alguien pa volá?
–No.
–Puede andá y vení en el aire, y hacé el nido y tené la cría, ¿no é así?
–Claro.
–Y cuando tiene hambre o tiene que alimentá lo pichone va y busca alguna cosita, alguna semilla y se lo lleva. ¿No é así?
–Claro.
–Y bueno, el hombre, esplicaba Luvi, é como el pájaro. Libre de í y vení. Y si tiene gana de volá, vuela. Y si quiere hacé un nido, lo hace. Porque la semillita y la paja pa hacé el nido, y el agua pa bañarse o pa tomá son de Dio y Dio la hizo para todo el mundo. ¿Entendé todo esto? Porque si no entendé no podemo seguí adelante.
–Sí, lo entendí.
–Muy bien. Entonce, ¿por qué uno poco tienen que apoderarse de la tierra y lotro tenemo que trabajá de pione? ¿De dónde sacaron ese campo? ¿Lo fabricaron ello?
Después de pensarlo un poco, Nacho dijo que no.
–Muy bien, Nacho. Quiere decí entonce que lo robaron.
Nacho se sorprendió muchísimo. ¿Cómo, los ladrones no iban a la cárcel? Carlucho sonrió con amargura.
–Esperá, sonso, esperá –comentó–. Testoy diciendo que esa tierra la robaron.
–Pero ¿a quién la robaron, Carlucho?
–Y qué se yo. A lo indio, a la gente antigua. No sé. Ya te dije que soy un bruto, pero Luvi sabía todo eso. Ademá, pensá un momentito. Suponé (é un suponé) que mañana desaparecería todo lo pione de campo. ¿Me queré decí vo qué pasaría?
–Y, no habría gente para trabajar el campo.
–Esato. Y si nadie trabajaría el campo no habería trigo y sin trigo no habería pan y sin pan todo el mundo no podería come. Ni lo patrone. ¿De dónde iban a sacá el pan, si me podé decí? Ahora atendé bien porque vamo a dar otro paso. Suponete también que desaparecería lo zapatero. ¿Qué pasaría?
–No habría más zapatos.
–Esato. Y ahora suponete que desaparecería lo albañile.
–No habría más casas.
–Muy bien, Nacho. Ahora yo te pregunto qué pasaría si mañana desaparecería lo patrone. Lo patrone no siembran el mai ni el trigo, ni hacen lo zapato ni la casa, ni levantan la cosecha. ¿Me podé decí un poco qué é lo que pasaría, si se puede sabé?
Nacho lo miró con asombro. Carlucho lo consideraba con una sonrisa de triunfo.
–Andá, decime lo que pasaría si mañana desaparecería lo patrone.
–Nada –respondió sorprendido Nacho de la enormidad–. No pasaría nada.
–Ni má ni meno. Ahora fijate a una cosa que esplicaba Luvi: lo zapatero pa hacé lo zapato necesitan el cuero, lo albañile necesitan lo ladrillo, lo pione necesitan la tierra y la semilla y lo arao. ¿Cierto?
–Sí.
–Pero ¿quién tiene lo cuero, lo ladrillo, la tierra, lo arao?
–Los patrones.
–Esato. Todo está a mano de la patronal. Por eso lo pobre estamo esclavizao. Porque ello tienen todo y nosotro no tenemo nada, má que lo brazo pa trabajá. Ahora vamos a da otro paso, así que atendeme bien.
–Sí, Carlucho.
–Si nosotro lo pobre no apoderamo de la tierra y de la máquina y del cuero y de lorno de ladrillo, podemo fabricá zapato y levantá construcione, y sembrá y cosechá, porque pa eso tenemo lo brazo. Y no habería pobreza ni esclavitú. Ni enfermedá. Y todo podríamo ir a la escuela.
Nacho lo miraba con asombro.
Carlucho arregló las revistas y los cigarrillos, pero su mente estaba vuelta a su interior. Hacía un gran esfuerzo mental, pero su voz estaba desprovista de rencor: era serena y cariñosa.
–Mirá, Nacho –prosiguió–. Todo é muy simple. Luvi lo esplicaba todo con el librito y poniendo cosita en el suelo. Así y así: que esta piedrita é la fabrica, que este mate é la máquina, que esto porotito somo lo pione. Y te digo que esplicaba cómo no habería má enfermedá, ni tísico, ni miseria, ni esplotación. Todo el mundo tendría de trabajá. Y el que no trabaja no tiene derecho a víví. Bah, testoy hablando de lombre y mujere sano. No te hablo de lo nene ni de lonfermo, ni de lo viejo. Al contrario, decía Luvi, todo lo que trabajan tienen el debé de mantené a linválido, a lo niño y lo viejo. Así que uno hace zapato, el otro hace larina, el otro te hace el pan, el otro va a la cosecha. Y todo lo que hacen se guarda en un galpón. En ese galpón hay de todo: que comida, que ropa, que libro escolare. Todo lo que te podé imaginá. Hasta juguete y golosina pa lo nene, queso é tan necesario como pa nosotro un caballo o un sombrero. Al frente el galpón hay otro que trabaja deso, de cuidadó del galpón. Y entonces yo voy y le digo me da un par de zapato número tal o cual, y el otro pide un kilo e carne y el otro una onza e chocolate, y el otro un saco porque se le rompieron lo codo. A cada uno lo que precisa. Pero nada má que lo que precisa.
–¿Y si un rico quiere más cosas y las compra?
Carlucho lo miró con severa sorpresa.
–¿Un rico, dijiste?
–Sí.
–¿Ma de qué rico mestá hablando, pavote? ¿No tespliqué que no hay má rico?
–¿Pero por qué, Carlucho?
–Porque no hay má dinero.
–¿Pero si lo tenía de antes?
Carlucho se sonrió y le hizo un gesto negativo.
–Si lo tenía se embromó, porque ahora no sirve má. Pa qué queré el dinero, si todo lo que necesitá lo sacá del galpón. El dinero é un pedazo e papel. Y sucio, lleno de microbio. ¿Sabé lo que son lo microbio?
Nacho asintió.
–Y bueno. Sacabó el dinero. Que el que sea sonso, lo guarde, si quiere. Nadie se lo va prohibí. Total, no le servirá pa maldita la cosa.
–¿Y el que quiere sacar del galpón más zapatos?
–¿Cómo, má zapato? No tentiendo. Si necesito un pa de zapato voy al galpón y listo.
–No, te digo si uno quiere tres o cuatro pares.
Carlucho dejó de sorber el mate, admirado.
–¿Tres o cuatro pare, decí?
–Sí, tres o cuatro pares de zapatos.
Carlucho se echó a reír con ganas.
–¿Pero pa qué necesita tre o cuatro pare si no tenemos má que do pie?
Es cierto, a Nacho no se le había ocurrido.
–¿Y si alguien va al galpón y roba?
–¿Roba? ¿Y pa qué? Si necesita algo se lo pide y se lo van a dá. ¿Está loco?
–Entonces no habrá más policía.
Gravemente, Carlucho hizo un gesto negativo con la cabeza.
–No habrá más policía. La policía é lo pior de todo. Te lo digo por esperiencia.
–¿Por experiencia? ¿Qué experiencia?
Carlucho se replegó sobre sí mismo y repitió en voz baja, como si no quisiese referirse a eso, como si lo de antes se le hubiera escapado.
–Esperiencia y yastá –comentó ambiguamente.
–¿Y si alguno no quiere trabajar?
–Que no trabaje si no quiere. Ya veremo cuando tiene hambre.
–¿Y si el gobierno no quiere?
–¿Gobierno? ¿Pa qué necesitamo gobierno? Cuando yo era chico y quedamo en la calle, muerto de hambre, mi viejo salió adelante porque don Pancho Sierra le puso una carnicería. Cuando me fui a pionar, tampoco necesitábamo el gobierno. Cuando me fui al circo, tampoco. Y cuando entré al frigorífico de Berisso, pa lúnico que sirvió el gobierno fue pa mandarno la policía en la huelga y torturarno.
–¿Torturarlos? ¿Y qué es eso, Carlucho?
Carlucho se quedó mirándolo con tristeza.
–Nada, pibe. Te dije eso sin queré. No son cosa e niño. Y ademá yo soy lo que se llama un inorante.
Carlucho se calló y Nacho se dio cuenta de que ya no hablaría más de lanarquismo. Luego vino un cliente, compró cigarrillos y fósforos. Carlucho luego se sentó en la sillita y tomó mate en silencio. Nacho miraba las nubes y pensaba.

Fuente: Sabato, E. (1974), Abaddón el exterminador, Seix Barral, Barcelona.