23/12/22

El temperamento

Por Stephen Jay Gould

Se han reconocido claramente dos prerrequisitos de la fama intelectual: el don de una inteligencia extraordinaria y la suerte de circunstancias insólitas (tiempo, clase social, etc.). Creo que no se ha concedido la debida importancia a un tercer factor: el temperamento. Al menos en mi observación limitada de nuestro mundo actualmente agotado, el factor temperamental parece el menos variable de todos. Entre las personas a las que he conocido, las pocas a las que llamaría «grandes» comparten todas una especie de dedicación impetuosa e incuestionable; una absoluta falta de duda acerca del valor de sus actividades (o al menos un impulso interno que atraviesa cualquier angst que pudiera existir); y, por encima de todo, una capacidad de trabajo (o al menos de hallarse mentalmente alerta para intuiciones inesperadas) en cualquier momento disponible de todos y cada uno de los días de su vida. He conocido a otras personas de talento intelectual igual o mayor que sucumbían a la enfermedad mental, a la desconfianza en sí mismos o a la simple y anticuada pereza.

Esta tenacidad maniática, este fuego en las entrañas, esta actitud que establece el significado literal de entusiasmo («la absorción de Dios»), define a un pequeño grupo de personas que merecen genuinamente la frase manida de «mayor que la vida», pues parecen vivir en un plano distinto al que habitamos nosotros, hombres insignificantes, que miramos a hurtadillas bajo sus enormes piernas. Esta obsesión no tiene ninguna relación particular con la manifestación externa conocida como carisma. Algunas personas de esta categoría, al exudar su placer inducen a otros; otras pueden ser tristemente silenciosas o mostrarse activamente dispépticas hacia el resto del mundo. Este temperamento establece un contrato interno entre una persona y su musa.

Fuente: Gould, S. J. (2000), Las piedras falaces de Marrakech, Crítica, Barcelona.

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