27/3/19

Marco Aurelio

Por Jesús Mosterín
Imagen tomada de https://bit.ly/2H4qFcY
Marco Aurelio predicaba el amor universal, incluso a los que yerran y a los que nos odian. Nosotros no debemos odiar a nadie, ni siquiera a quien trata de matarnos. En definitiva quien hace el mal a otro solo se perjudica a sí mismo, pues es él mismo quien se hace malo. Marco Aurelio, como emperador, procuró proteger a los esclavos, a los huérfanos, a los débiles todos. Fue un juez justo, pero indulgente, un buen administrador y un defensor esforzado de las fronteras del Imperio. Él cumplía con lo que consideraba su deber, sin ilusiones, pero sin desfallecimientos. Y en las noches frías de la desorientación y el desánimo, en la tienda de campaña militar, a la luz de un candil, pergeñaba reflexiones estoicas para sí mismo, para ayudarse a vivir. Él fue el último emperador realmente grande de Roma y el último gran filósofo estoico.
Mosterín, J. (2007), Roma, Alianza Editorial, Madrid.

20/3/19

El más largo viaje jamás realizado

Por Eduardo Galeano
1522
Sevilla
Nadie los creía vivos, pero llegaron anoche. Arrojaron el ancla y dispararon toda su artillería. No desembarcaron en seguida ni se dejaron ver. Al amanecer aparecieron sobre las piedras del muelle. Temblando y en andrajos, entraron en Sevilla con hachones encendidos en las manos. La multitud abrió paso, atónita, a esta procesión de esperpentos encabezada por Juan Sebastián de Elcano. Avanzaban tambaleándose, apoyándose los unos en los otros, de iglesia en iglesia, pagando promesas, siempre perseguidos por el gentío. Iban cantando.
Habían partido hace tres años, río abajo, en cinco naves airosas que tomaron rumbo al oeste. Eran un montón de hombres a la ventura, venidos de todas partes, que se habían dado cita para buscar, juntos, el paso entre los océanos y la fortuna y la gloria. Eran todos fugitivos; se hicieron a la mar huyendo de la pobreza, del amor, de la cárcel o de la horca.
Los sobrevivientes hablan, ahora, de tempestades, crímenes y maravillas. Han visto mares y tierras que no tenían mapa ni nombre; han atravesado seis veces la zona donde el mundo hierve, sin quemarse nunca. Al sur han encontrado nieve azul y en el cielo, cuatro estrellas en cruz. Han visto al sol y a la luna andar al revés y a los peces volar. Han escuchado hablar de mujeres que preña el viento y han conocido unos pájaros negros, parecidos a los cuervos, que se precipitan en las fauces abiertas de las ballenas y les devoran el corazón. En una isla muy remota, cuentan, habitan personitas de medio metro de alto, que tienen orejas que les llegan a los pies. Tan largas son las orejas que cuando se acuestan, una les sirve de colchón y la otra de manta. Y cuentan que cuando los indios de las Molucas vieron llegar a la playa las chalupas desprendidas de las naves, creyeron que las chalupas eran hijitas de las naves, que las naves las parían y les daban de mamar.
Los sobrevivientes cuentan que en el sur del sur, donde se abren las tierras y se abrazan los océanos, los indios encienden altas hogueras, día y noche, para no morirse de frío. Esos son indios tan gigantes que nuestras cabezas, cuentan, apenas si les llegaban a la cintura. Magallanes, el jefe de la expedición, atrapó a dos poniéndoles unos grilletes de hierro como adorno de los tobillos y las muñecas; pero después uno murió de escorbuto y el otro de calor.
Cuentan que no han tenido más remedio que beber agua podrida, tapándose las narices, y que han comido aserrín, cueros y carne de las ratas que venían a disputarles las últimas galletas agusanadas. A los que se morían de hambre los arrojaban por la borda, y como no había piedras para atarles, quedaban los cadáveres flotando sobre las aguas: los europeos, cara al cielo, y los indios boca abajo. Cuando llegaron a las Molucas, un marinero cambió a los indios seis aves por un naipe, el rey de oros, pero no pudo probar bocado de tan hinchadas que tenía las encías.
Ellos han visto llorar a Magallanes. Han visto lágrimas en los ojos del duro navegante portugués Fernando de Magallanes, cuando las naves entraron en el océano jamás atravesado por ningún europeo. Y han sabido de las furias terribles de Magallanes, cuando hizo decapitar y descuartizar a dos capitanes sublevados y abandonó en el desierto a otros alzados. Magallanes es ahora un trofeo de carroña en manos de los indígenas de las Filipinas que le clavaron en la pierna una flecha envenenada.
Imagen tomada de https://bit.ly/2VfJo8E
De los doscientos treinta y siete marineros y soldados que salieron de Sevilla hace tres años, han regresado dieciocho. Llegaron en una sola nave quejumbrosa, que tiene la quilla carcomida y hace agua por los cuatro costados.
Los sobrevivientes. Estos muertos de hambre que acaban de dar la vuelta al mundo por primera vez.
Fuente: Galeano, E. (1982), Memoria del fuego I. Los nacimientos, Siglo XXI, México, D.F.

13/3/19

Tenebrosos e insanos pensamientos agazapados en el fondo

Por Bertrand Russell
De Ann Arbor fui a Chicago, donde me alojé con un eminente ginecólogo y su familia. Este ginecólogo había escrito un libro sobre enfermedades de la mujer, que contenía un frontispicio del útero, a todo color. Me regaló ese libro, pero yo lo encontraba un poco embarazoso y terminé por regalárselo a un médico amigo. En teología, era librepensador, pero en cuanto a la moral era un frígido puritano. Era obviamente hombre de muy intensas pasiones sexuales, y su semblante mostraba los estragos del esfuerzo para dominarse. Su esposa era una vieja encantadora, bastante astuta dentro de sus limitaciones, pero que sometía a prueba a la generación más joven. Tenían cuatro hijas y un hijo, pero a éste, que murió poco después de la guerra, no llegué a conocerle. Una de las hijas fue a Oxford para estudiar griego bajo la dirección de Gilbert Murray, mientras yo vivía en Bagley Wood, y trajo una carta de presentación para Alys y para mí de su profesor de literatura inglesa en Bryan Mawr. Solamente vi a la muchacha unas cuantas veces en Oxford, pero la encontré muy interesante y deseé conocerla mejor. Cuando preparaba mi marcha a Chicago, me escribió para invitarme a alojarme en casa de sus padres. Salió a recibirme a la estación, y en seguida me encontré más a gusto con ella que con ninguna de las personas que había conocido en América. Descubrí que escribía una poesía bastante buena y que su sensibilidad literaria era notable e insólita. Pasé dos noches bajo el techo de sus padres, y la segunda la pasé con ella. Sus tres hermanas montaron la guardia para avisarnos si alguno de sus padres se acercaba. Era una mujer deliciosa, no bella en un sentido convencional, pero apasionada, poética y extraña. Había tenido una pubertad solitaria y desdichada, y parecía que yo podía darle lo que necesitaba. Convinimos en que iría a Inglaterra tan pronto como fuese posible y viviríamos juntos abiertamente. Y quizás nos casaríamos más adelante, si se podía obtener el divorcio. Inmediatamente después de esto, regresé a Inglaterra. En el barco escribía a Ottoline, contándole lo sucedido. Mi carta se cruzó con otra suya, en la que me decía que deseaba que nuestras relaciones, en lo sucesivo, fuesen puramente platónicas. Mis noticias y el hecho de que en América me había curado la piorrea, hicieron que cambiase de opinión. Cuando se lo proponía, Ottoline podía ser aún una amante tan deliciosa que renunciar a ella parecía imposible, pero desde hacía mucho tiempo rara vez se había mostrado en su mejor momento conmigo. Volvía a Inglaterra en junio, y hallé a Ottoline en Londres. Adquirimos la costumbre de ir a pasar el día a Burnham Beeches todos los martes. La última de estas excursiones la efectuamos el mismo día en que Austria declaró la guerra a Serbia. Ottoline estuvo soberanamente encantadora. Entretanto, la muchacha de Chicago había inducido a su padre, ignorante de lo ocurrido, a que la trajese a Europa. Embarcaron el 3 de agosto. Cuando llegaron, yo no podía pensar en nada que no fuese la guerra, y, como había resuelto manifestarme públicamente contra ella, no quería complicar mi situación con un escándalo privado, que habría inutilizado cuanto pudiera decir. Por consiguiente, juzgué imposible llevar a efecto lo que habíamos proyectado. Ella se quedó en Inglaterra y tuvimos relaciones íntimas de vez en cuando, pero el choque de la guerra mató mi pasión por ella y le destrocé el corazón. Finalmente, cayó víctima de una extraña enfermedad, que primero la paralizó y luego la privó de la razón. En su demencia, contó a su padre cuanto había sucedido. La última vez que la vi fue en 1924. A la sazón, la parálisis le impedía andar, pero estaba disfrutando de un intervalo lúcido. Cuando hablé con ella, sin embargo, pude percibir tenebrosos e insanos pensamientos agazapados en el fondo. Tengo entendido que, desde entonces, no tuvo ningún momento de lucidez. Antes que la asaltase la locura, poseía una mente singular y una disposición tan gentil como inusitada. Si no se hubiera interpuesto la guerra, el proyecto que elaboramos en Chicago podría habernos procurado una gran felicidad a ambos. Todavía siento la pesadumbre de aquella tragedia.
Fuente: Russell, B. (1975), Autobiografía, Edhasa, Barcelona.

6/3/19

¿Qué hizo con tu leche calentita?

Por Philip Roth
¿Y yo por qué voy a preocuparme, pues? ¿Por qué soy yo el único que se pasa horas probando condones en el sótano de casa? ¿Por qué soy yo el único que vive en permanente terror de la sífilis? ¿Por qué me voy corriendo a casa, con mi pequeño ojo enrojecido, imaginando que voy a quedarme ciego para siempre, cuando al cabo de media hora Bubbles va a estar de rodilla comiendo pollas? ¡A casa! ¡Con mi mamá! ¡En busca de mi vaso de leche con bizcocho, de mi camita limpia! ¡Oy, la civilización y las contrariedades que nos procura! Babalú, háblame, háblame, cuéntame cómo te lo hizo, cómo fue. Tengo que saberlo, y con todo detalle, con los detalles exactos. ¿Qué me dices de las tetas? ¿Y los pezones? ¿Y los muslos? ¿Qué hace con los muslos, Babalú, te agarra el culo con ellos, como en los libros eróticos, o te aprieta la polla hasta que te entran ganas de aullar, como en mis sueños? ¿Y el pelo de ahí abajo? Dime todo lo que pueda decirse del pelo púbico y de cómo huele, no me importa haberlo oído antes. Y ¿es de veras que se puso de rodillas, no estás puteándome? ¿De veras que se hincó de rodillas en el suelo? ¿Y los dientes, dónde mete los dientes? Y ¿qué hace, lame, aspira, ambas cosas a la vez? Dios del cielo, Babalú, ¿te corriste en su boca? ¡Dios del cielo! Y ¿se lo tragó en seguida, o lo escupió, o se puso como una fiera? ¡Dímelo! ¿Qué hizo con tu leche calentita? ¿La avisaste de que ibas a correrte o le soltaste el cargamento por las buenas, y allá se las apañara? Y ¿quién la metió? ¿Se la metió ella, la metiste tú, o entra sola, absorbida? Y ¿dónde habíais puesto la ropa? ¿En el sofá? ¿En el suelo? ¿Dónde, exactamente? ¡Quiero detalles! ¡Detalles! ¡Auténticos detalles! ¿Y las bragas y el sujetador? ¿Se los quitaste , se los quitó ella? Cuando estaba ahí abajo, mamándotela, ¿llevaba ropa? ¿Y la almohada debajo del culo, le pusiste una almohada debajo del culo, como hay que hacer, según el manual para parejas casadas de mis padres? ¿Qué pasó cuando te corriste en ella? ¿Se corrió ella también? Mandel, aclárame una cosa, tengo que saberlo: ¿se corren ellas también? ¿Echan algo? ¿O no hacen más que soltar gemidos? ¿O qué? ¿Cómo se corre ella? Voy a volverme loco, tengo que saber cómo es.
Fuente: Roth, P. (1969), El mal de Portnoy, Random House Mondadori, Barcelona.