El día no comienza a media noche sino cuando
abro los ojos y siento la erección. (El sueño no cuenta porque estar dormido es
estar un poco muerto.) A la sensación del pene rozando la sábana solo hay que
agregarle una escena de fantasía, una mujer de anuncio por ejemplo, para que el
deseo me inunde y me vea obligado a agitar mi sexo hasta desinflarlo. Sobreviene
entonces un cansancio bueno que invita al adormilamiento, pero lo cierto es que
el día ha comenzado y hay que levantarse a trabajar. El monstruo tampoco descansa
y a eso de las dos de la tarde tiene energía suficiente para volver a elevarse
y pedirme que lo agite hasta vaciarlo. No es extraño que por la noche deba
repetir el procedimiento. Me pregunto hasta cuándo estaré sometido a esta
rutina. Me pregunto si la energía de mi monstruo es la del hombre promedio, o
mayor, o menor. Si es menor, me pregunto cómo pueden esos hombres mirar a las
mujeres a los ojos. Si es mayor, ¿tiene alguna relación con el hecho de tener
un gran pene, más largo y más ancho que el de la mayoría? Cuántos años debo
esperar para pasar una jornada entera –o una semana o un mes– sin manosearme. Cuánto
falta para el día de mi independencia, para que seque mi semilla (a estas
alturas sé que no la voy a utilizar). Que seque de una vez y acabe mi ansiedad
por los cuerpos curvos y la ropa ceñida, esta avidez que me tiene buceando por sórdidas
páginas donde hombres rudos cuentan sus experiencias con mujeres de alquiler.
Lo más leído el último mes
27/2/19
20/2/19
Un fantasma caído por accidente desde otro planeta
Por Bertrand Russell
Salí de la cárcel en septiembre de 1918,
cuando ya era evidente que la guerra finalizaba. Durante las últimas semanas,
al igual que la mayoría de la gente, deposité mis esperanzas en Woodrow Wilson.
El final de la guerra fue tan rápido y dramático que nadie tuvo tiempo de
adaptar sus sentimientos a la nueva situación. La mañana del 11 de noviembre me
enteré, pocas horas antes de que fuese del dominio público, que el Armisticio
era inminente. Salí a la calle y se lo dije a un soldado belga, que me contestó:
«Tiens, c'est chic!» Fui al estanco y
se lo dije a la mujer que me servía. «Me alegra oírlo –dijo–, así ahora
podremos librarnos de los alemanes internados.» A las once, cuando se anunció
el Armisticio, yo me encontraba en Tottenham Court Road. En dos minutos todo el
mundo que estaba en las tiendas y oficinas salió a la calle. Requisaron los
autobuses y los obligaron a ir donde querían. Vi cómo un hombre y una mujer que
se cruzaban en medio de la calle, totalmente extraños, se besaban al pasar.
Ya entrada la noche me
quedé solo en las calles observando el humor de la muchedumbre, tal como había
hecho un agosto cuatro años atrás. La multitud seguía siendo frívola, no había
aprendido nada de este período de horror excepto aferrar un poco de placer con
mayor desenfreno que antes. Me sentí extrañamente solitario en medio del
regocijo general, como un fantasma caído por accidente desde otro planeta. Es
verdad que yo también me alegraba, pero no sentía nada en común entre mi
alegría y la de la muchedumbre. Toda mi vida he deseado sentir esa unión con
una gran masa de seres humanos que experimentan los integrantes de multitudes
entusiastas. A menudo, este deseo ha sido tan fuerte que me ha llevado a la
decepción personal. Me he imaginado sucesivamente como liberal, socialista y
pacifista, pero, en el sentido más profundo, jamás he sido nada de esto:
siempre el intelecto escéptico, cuando más deseaba su silencio, me ha susurrado
la duda, me ha arrancado del fácil entusiasmo de los otros y me ha transportado
a una soledad desoladora. Durante la guerra, mientras trabajaba con cuáqueros,
no-resistentes, socialistas, mientras estaba dispuesto a aceptar la
impopularidad y la incomodidad propias de compartir opiniones impopulares, les
decía a los cuáqueros que en mi opinión muchas guerras a lo largo de la
historia se justificaban, y a los socialistas que le tenía terror a la tiranía
del Estado. Me miraban con recelo, y aunque continuaban aceptando mi ayuda
sentían que yo no era uno de ellos. Detrás de todas las actividades o placeres
que he sentido desde mi primera juventud, siempre ha estado al acecho el dolor
de la soledad. He escapado de él casi por completo en los momentos del amor,
pero incluso entonces, pensándolo bien, me doy cuenta de que esta huida ha sido
en parte una ilusión. No he conocido mujer alguna para quien la llamada del
intelecto haya sido tan absoluta como lo es para mí, y cuando intervenía el
intelecto, descubría que faltaba la comprensión y el cariño que busco en el
amor. Aquello que Spinoza llama «el amor intelectual a Dios» ha sido para mí el
mejor motivo para vivir, aunque no he tenido siquiera el dios vagamente
abstracto –que Spinoza se permitía– a quien dedicar mi amor intelectual. He
amado a un fantasma, y al hacerlo mi ser más profundo se ha vuelto espectral.
Por lo tanto lo he ido enterrando más y más hondo, bajo capas de jovialidad,
afecto y alegría de vivir. Pero mis sentimientos más profundos han permanecido
siempre solitarios y no han encontrado compañía en las cosas humanas. El mar,
las estrellas, el viento nocturno en parajes desolados, significan más para mí
que los seres humanos que más quiero, y soy consciente de que para mí, en el
fondo, el afecto humano es un intento de escapar de la vana búsqueda de Dios.
Fuente: Russell, B. (1975), Autobiografía, Edhasa, Barcelona.
13/2/19
Simón Rodríguez
Por Eduardo Galeano
1851
Latacunga
…
–En
lugar de pensar en medos, en persas, en egipcios, pensemos en los indios. Más
cuenta nos tiene entender a un indio que a Ovidio. Emprenda su escuela con
indios, señor rector.
Simón Rodríguez ofrece
sus consejos al colegio del pueblo de Latacunga, en Ecuador: que una cátedra de
lengua quechua sustituya a la de latín y que se enseñe física en lugar de
teología. Que el colegio levante una fábrica de loza y otra de vidrio. Que se implanten
maestranzas de albañilería, carpintería y herrería.
Imagen tomada de
https://bit.ly/2DwJkKq
Por las costas del
Pacífico y las montañas de los Andes, de pueblo en pueblo, peregrina don Simón.
Él nunca quiso ser árbol, sino viento. Lleva un cuarto de siglo levantando
polvo por los caminos de América. Desde que Sucre lo echó de Chuquisaca, ha
fundado muchas escuelas y fábricas de velas y ha publicado un par de libros que
nadie leyó. Con sus propias manos compuso los libros, letra a letra, porque no
hay tipógrafo que pueda con tantas llaves y cuadros sinópticos. Este viejo
vagabundo, calvo y feo y barrigón, curtido por los soles, lleva a cuestas un
baúl lleno de manuscritos condenados por la absoluta falta de dinero y de
lectores. Ropa no carga. No tiene más que la puesta.
Bolívar le decía mi maestro, mi Sócrates. Le
decía: Usted ha moldeado mi corazón
para lo grande y lo hermoso. La gente aprieta los dientes, por no reírse,
cuando el loco Rodríguez lanza sus peroratas sobre el trágico destino de estas
tierras hispanoamericanas:
–¡Estamos
ciegos! ¡Ciegos!
Casi nadie lo escucha,
nadie le cree. Lo tienen por judío, porque va regando hijos por donde pasa y no
los bautiza con nombres de santos, sino que los llama Choclo, Zapallo,
Zanahoria y otras herejías. Ha cambiado tres veces de apellido y dice que nació
en Caracas, pero también dice que nació en Filadelfia y en Sanlúcar de
Barrameda. Se rumorea que una de sus escuelas, la de Concepción, en Chile, fue
arrasada por un terremoto que Dios envió cuando supo que don Simón enseñaba
anatomía paseándose en cueros ante los alumnos.
Cada día está más solo
don Simón. El más audaz, el más querible de los pensadores de América, cada día
más solo.
A los ochenta años,
escribe:
–Yo
quise hacer de la tierra un paraíso para todos. La hice un infierno para mí.
Fuente: Galeano, E. (1984), Memoria del fuego 2: Las caras y las
máscaras, Siglo Veintiuno, Buenos Aires.
6/2/19
De la Maga para Rocamadour
Por Julio Cortázar
Bebé Rocamadour, bebé bebé.
Rocamadour:
Rocamadour, ya sé que es
como un espejo. Estás durmiendo o mirándote los pies. Yo aquí sostengo un
espejo y creo que sos vos. Pero no lo creo, te escribo porque no sabés leer. Si
supieras no te escribiría o te escribiría cosas importantes. Alguna vez tendré
que escribirte que te portes bien o que te abrigues. Parece increíble que
alguna vez, Rocamadour. Ahora solamente te escribo en el espejo, de vez en
cuando tengo que secarme el dedo porque se moja de lágrimas. ¿Por qué,
Rocamadour? No estoy triste, tu mamá es una pavota, se me fue al fuego el
borsch que había hecho para Horacio; vos sabés quién es Horacio, Rocamadour, el
señor que el domingo te llevó el conejito de terciopelo y que se aburría mucho
porque vos y yo nos estábamos diciendo tantas cosas y él quería volver a París;
entonces te pusiste a llorar y él te mostró como el conejito movía las orejas;
en ese momento estaba hermoso, quiero decir Horacio, algún día comprenderás,
Rocamadour.
Rocamadour, es idiota
llorar así porque el borsch se ha ido al fuego. La pieza está llena de
remolacha, Rocamadour, te divertirías si vieras los pedazos de remolacha y la
crema, todo tirado por el suelo. Menos mal que cuando venga Horacio ya habré
limpiado, pero primero tenía que escribirte, llorar así es tan tonto, las
cacerolas se ponen blandas, se ven como halos en los vidrios de la ventana, y
ya no se oye cantar a la chica del piso de arriba que canta todo el día Les amants du Havre. Cuando estemos
juntos te lo cantaré, verás. Puisque la
terre est ronde, mon amour t'en fais pas, mon amour, t'en fais pas... Horacio
la silba de noche cuando escribe o dibuja. A ti te gustaría, Rocamadour. A vos
te gustaría, Horacio se pone furioso porque me gusta hablar de tú como Perico,
pero en el Uruguay es distinto. Perico es el señor que no te llevó nada el otro
día pero que hablaba tanto de los niños y la alimentación. Sabe muchas cosas,
un día le tendrás mucho respeto, Rocamadour, y serás un tonto si le tienes
respeto. Si le tenés, si le tenés respeto, Rocamadour.
Rocamadour, madame Irène
no está contenta de que seas tan lindo, tan alegre, tan llorón y gritón y meón.
Ella dice que todo está muy bien y que eres un niño encantador, pero mientras
habla esconde las manos en los bolsillos del delantal como hacen algunos
animales malignos, Rocamadour, y eso me da miedo. Cuando se lo dije a Horacio,
se reía mucho, pero no se da cuenta de que yo lo siento, y que aunque no haya
ningún animal maligno que esconde las manos, yo siento, no sé lo que siento, no
lo puedo explicar. Rocamadour, si en tus ojitos pudiera leer lo que te ha
pasado en esos quince días, momento por momento. Me parece que voy a buscar
otra nourrice aunque Horacio se ponga
furioso y diga, pero a ti no te interesa lo que él dice de mí. Otra nourrice que hable menos, no importa si
dice que eres malo o que lloras de noche o que no quieres comer, no importa si
cuando me lo dice yo siento que no es maligna, que me está diciendo algo que no
puede dañarte. Todo es tan raro, Rocamadour, por ejemplo me gusta decir tu
nombre y escribirlo, cada vez me parece que te toco la punta de la nariz y que
te reís, en cambio madame Irène no te llama nunca por tu nombre, dice l'enfant, fíjate, ni siquiera dice le gosse, dice l'enfant, es como si se pusiera guantes de goma para hablar, a lo
mejor los tiene puestos y por eso mete las manos en los bolsillos y dice que
sos tan bueno y tan bonito.
Hay una cosa que se llama
tiempo, Rocamadour, es como un bicho que anda y anda. No te puedo explicar
porque eres tan chico, pero quiero decir que Horacio llegará en seguida. ¿Le
dejo leer mi carta para que él también te diga alguna cosa? No, yo tampoco
querría que nadie leyera una carta que es solamente para mí. Un gran secreto
entre los dos, Rocamadour. Ya no lloro más, estoy contenta, pero es tan difícil
entender las cosas, necesito tanto tiempo para entender un poco eso que Horacio
y los otros entienden en seguida, pero ellos que todo lo entienden tan bien no
te pueden entender a ti y a mí, no entienden que yo no puedo tenerte conmigo,
darte de comer y cambiarte los pañales, hacerte dormir o jugar, no entienden y en
realidad no les importa, y a mí que tanto me importa solamente sé que no te
puedo tener conmigo, que es malo para los dos, que tengo que estar sola con
Horacio, vivir con Horacio, quién sabe hasta cuándo ayudándolo a buscar lo que
él busca y que también buscarás, Rocamadour, porque serás un hombre y también
buscarás como un gran tonto.
Es así, Rocamadour: En
París somos como hongos, crecemos en los pasamanos de las escaleras, en piezas
oscuras donde huele a sebo, donde la gente hace todo el tiempo el amor y
después fríe huevos y pone discos de Vivaldi, enciende los cigarrillos y habla
como Horacio y Gregorovius y Wong y yo, Rocamadour, y como Perico y Ronald y
Babs, todos hacemos el amor y freímos huevos y fumamos, ah, no puedes saber
todo lo que fumamos, todo lo que hacemos el amor, parados, acostados, de
rodillas, con las manos, con las bocas, llorando o cantando, y afuera hay de
todo, las ventanas dan al aire y eso empieza con un gorrión o una gotera,
llueve muchísimo aquí, Rocamadour, mucho más que en el campo, y las cosas se
herrumbran, las canaletas, las patas de las palomas, los alambres con que
Horacio fabrica esculturas. Casi no tenemos ropa, nos arreglamos con tan poco,
un buen abrigo, unos zapatos en lo que no entre el agua, somos muy sucios, todo
el mundo es muy sucio y hermoso en París, Rocamadour, las camas huelen a noche
y a sueño pesado, debajo hay pelusas y libros, Horacio se duerme y el libro va
a parar abajo de la cama, hay peleas terribles porque los libros no aparecen y
Horacio cree que se los ha robado Ossip, hasta que un día aparecen y nos
reímos, y casi no hay sitio para poner nada, ni siquiera otro par de zapatos,
Rocamadour, para poner una palangana en el suelo hay que sacar el tocadiscos,
pero dónde ponerlo si la mesa está llena de libros. Yo no te podría tener aquí,
aunque seas tan pequeño no cabrías en ninguna parte, te golpearías contra las
paredes. Cuando pienso en eso me pongo a llorar, Horacio no entiende, cree que
soy mala, que hago mal en no traerte, aunque sé que no te aguantaría mucho
tiempo. Nadie se aguanta aquí mucho tiempo, ni siquiera tú y yo, hay que vivir
combatiéndose, es la ley, la única manera que vale la pena pero duele,
Rocamadour, y es sucio y amargo, a ti no te gustaría, tú que ves a veces los
corderitos en el campo, o que oyes los pájaros parados en la veleta de la casa.
Horacio me trata de sentimental, me trata de materialista, me trata de todo
porque no te traigo o porque quiero traerte, porque renuncio, porque quiero ir
a verte, porque de golpe comprendo que no puedo ir, porque soy capaz de caminar
una hora bajo el agua si en algún barrio que no conozco pasan Potemkin y hay que verlo aunque se caiga
el mundo, Rocamadour, porque el mundo ya no importa si uno no tiene fuerzas
para seguir eligiendo algo verdadero, si uno se ordena como un cajón de la
cómoda y te pone a ti de un lado, el domingo del otro, el amor de la madre, el
juguete nuevo, la gare de Montparnasse, el tren, la visita que hay que hacer.
No me da la gana de ir, Rocamadour, y tú sabes que está bien y no estás triste.
Horacio tiene razón, no me importa nada de ti a veces, y creo que eso me lo
agradecerás un día cuando comprendas, cuando veas que valía la pena que yo
fuera como soy. Pero lloro lo mismo, Rocamadour, y te escribo esta carta porque
no sé, porque a lo mejor me equivoco, porque a lo mejor soy mala o estoy
enferma o un poco idiota, no mucho, un poco pero eso es terrible, la sola idea
me da cólicos, tengo completamente metidos para adentro los dedos de los pies,
voy a reventar los zapatos si no me los saco, y te quiero tanto, Rocamadour,
bebé Rocamadour, dientecito de ajo, te quiero tanto, nariz de azúcar, arbolito,
caballito de juguete...
Fuente: Cortázar, J. (1963), Rayuela, Punto de Lectura, México, D.F.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)