27/2/19

El día de mi independencia

El día no comienza a media noche sino cuando abro los ojos y siento la erección. (El sueño no cuenta porque estar dormido es estar un poco muerto.) A la sensación del pene rozando la sábana solo hay que agregarle una escena de fantasía, una mujer de anuncio por ejemplo, para que el deseo me inunde y me vea obligado a agitar mi sexo hasta desinflarlo. Sobreviene entonces un cansancio bueno que invita al adormilamiento, pero lo cierto es que el día ha comenzado y hay que levantarse a trabajar. El monstruo tampoco descansa y a eso de las dos de la tarde tiene energía suficiente para volver a elevarse y pedirme que lo agite hasta vaciarlo. No es extraño que por la noche deba repetir el procedimiento. Me pregunto hasta cuándo estaré sometido a esta rutina. Me pregunto si la energía de mi monstruo es la del hombre promedio, o mayor, o menor. Si es menor, me pregunto cómo pueden esos hombres mirar a las mujeres a los ojos. Si es mayor, ¿tiene alguna relación con el hecho de tener un gran pene, más largo y más ancho que el de la mayoría? Cuántos años debo esperar para pasar una jornada entera –o una semana o un mes– sin manosearme. Cuánto falta para el día de mi independencia, para que seque mi semilla (a estas alturas sé que no la voy a utilizar). Que seque de una vez y acabe mi ansiedad por los cuerpos curvos y la ropa ceñida, esta avidez que me tiene buceando por sórdidas páginas donde hombres rudos cuentan sus experiencias con mujeres de alquiler.

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