No sé nadar ni sé bailar ni sé cantar ni sé decir
malas palabras ni sé tomar el alcohol que no sea el de los brindis. Pronuncio
la ere como si fuese doble ere cuando está en medio de palabras como hojarasca
o rural, y no puedo leer en voz alta con claridad porque no sé respirar
correctamente. Casi no puedo soportar la presencia de personas que no sean mis
familiares más cercanos. Esta timidez debe ser en parte heredada porque mis
hermanos también la padecen, pero la mía se retroalimenta con mi fealdad. Soy flaco
y no engordo aunque me coma un elefante y haga mucho ejercicio. Mi piel está
reseca o grasosa, nunca tersa. Suelo andar encorvado y ningún peinado me va
bien. Por suerte mi mente no es tan débil como mi cuerpo. Intento ser razonable
y puedo vivir sin el auxilio de la fe religiosa. Soy compasivo y suelo
justificar el mal que causan los débiles. Creo en la democracia radical. Me
interesa mucho saber qué es lo que la gente realmente cree/siente/piensa y
acepto el dictamen de la mayoría aunque me parezca equivocado, salvo cuando
desborda el sentido común. Una mayoría no puede optar por torturar o asesinar,
pero sí puede optar por la independencia de una región o por no reducir la
jornada laboral. Me ha costado aprender a soportar el cuerpo y la mente que me
tocaron, pero pasados los treinta años estoy al fin dejando atrás la
adolescencia y empiezo a aceptar mi destino.
Lo más leído el último mes
29/8/19
22/8/19
¿Qué haces?
Por Philip Roth
Imagen tomada de https://bit.ly/2G5oF2y
No importa cuánto sepas, no importa cuánto
pienses, no importa cuánto maquines, finjas y planees, no estás por encima del
sexo. Es un juego muy arriesgado. Uno no tendría dos tercios de los problemas
que tiene si no corriera el albur de la jodienda. El sexo es lo que desordena
nuestras vidas normalmente ordenadas. Lo sé tan bien como cualquiera. Hasta el
último resto de vanidad volverá para burlarse de ti. Lee el Don Juan de Byron. No obstante, ¿qué
haces si tienes sesenta y dos años y crees que nunca podrás aspirar de nuevo a
algo tan perfecto? ¿Qué haces si tienes sesenta y dos años y el impulso de
apropiarte de lo que aún puede ser tuyo es irresistible? ¿Qué haces si tienes
sesenta y dos años y te das cuenta de que todos esos órganos invisibles hasta
ahora (riñones, pulmones, venas, arterias, cerebro, intestinos, próstata,
corazón) están a punto de empezar a hacerse penosamente evidentes, mientras que
el órgano más sobresaliente durante toda tu vida está condenado a reducirse hasta
la insignificancia?
Fuente: Roth, P. (2001), El animal moribundo, Random House
Mondadori, Barcelona.
15/8/19
Maimónides
Por Jesús Mosterín
Imagen tomada de https://bit.ly/2NTzLxx
Maimónides estructuró y pulió la doctrina
judaica, tratando de hacerla coherente y compatible con la razón humana. Fue él
quien eliminó el antropomorfismo y animismo de la concepción tradicional de
Dios, sustituyéndola por la noción filosófica de una entidad incorpórea e
inmutable. Reemplazó al Dios de los patriarcas por el Dios de los filósofos,
aunque atribuyendo al segundo lo que se había escrito del primero, a base de una
reinterpretación drástica de los textos. Fue Maimónides quien depuró la moral
bíblica, dotándola de una base ética de la que carecía. Y fue él quien
armonizó, aunque fuera de modo inestable, razón y fe, a base de mantener la
letra de todas las afirmaciones de la Torá
e incluso del Talmud, al tiempo que
cambiaba su significado, mediante una reinterpretación filosófica radical. Y
todo esto lo hizo con una rara mezcla de prudencia y audacia, ganándose a la
vez el respeto de los «racionalistas» y de los ortodoxos.
Fuente: Mosterín, J. (2006), Los judíos, Alianza Editorial, Madrid.
8/8/19
Cuba, Costa Rica y el camino seguro
La mayoría de gobiernos pasan por la
historia sin abollarla significativamente, pero los pocos que llevan a cabo
reformas importantes y enrumban a los países por sendas distintas, suelen tener
una influencia histórica abrumadora, para bien o para mal. Los gobiernos de José
Figueres en Costa Rica y de Fidel Castro en Cuba pertenecen a la categoría de
gobiernos históricos. Ambos gobiernos tenían un plan para que su nación salga
del subdesarrollo. Ambos dependían de la reacción de Estados Unidos, que suele
oponerse al desarrollo independiente de otras naciones. Y sin embargo ambos
representan, hasta cierto punto, un desafío exitoso a la ambición imperial. Cuba
sobrevivió al terrorismo patrocinado por Estados Unidos, a su bloqueo económico
y a la caída de la Unión Soviética, cuyo apoyo había disuadido a Estados Unidos
de una invasión militar directa a la isla. En medio de esas adversidades, fue capaz
de alcanzar logros en educación y salud, pero la economía no mejoró en igual
medida y la pobreza sigue azotando a muchos cubanos, que padecen además una
asfixiante falta de libertad.
A Costa Rica le fue
mejor. En 1948 José Figueres dio un golpe de estado que elevó al poder a la
clase media rural. Su gobierno adoptó medidas socialdemócratas de bienestar, eliminó
las fuerzas armadas y reprimió severamente al movimiento obrero. En este caso
particular, Estados Unidos, acostumbrado a dar la espalda a los reformistas,
tuvo que apoyar a Figueres para no apoyar a los comunistas. Aunque posteriormente
Costa Rica sucumbió a la ortodoxia neoliberal dominante, todavía saborea los
progresos comenzados en los años de Figures, todavía es el país centroamericano
con menos pobreza.
En estos primeros años
del siglo veintiuno varios países latinoamericanos, sobre todo sudamericanos, han
tenido gobiernos con afán reformista, logrando desmarcarse hasta cierto punto de
la ortodoxia neoliberal. Llegaron al poder por los votos y no luego de un periodo
de violencia armada como en los casos de Cuba y Costa Rica, pero sucumbieron a
la corrupción y a la mala idea de apostar por la exportación de materia prima
como fuente primordial de riqueza. Las mismas personas que los votaron ahora
apoyan a los partidos rivales, abiertamente neoliberales: los que reducen aun más
la capacidad del Estado para aumentar el bienestar ciudadano.
La pobreza de gran parte
de latinoamericanos y el malestar de su clase media claman por más reformas de
corte socialdemócrata, las que funcionaron en Costa Rica y en las zonas más
desarrolladas del mundo. Ese es el camino seguro. Solo falta que los ciudadanos
asimilen esa lección histórica y elijan mejor a la hora de votar.
1/8/19
El brillo de su estrella
Por Bertrand Russell
Imagen tomada de https://bit.ly/2Ihbpds
Un acontecimiento de importancia para mí
en 1913 fue el comienzo de mi amistad con Joseph Conrad, que debí a nuestra
común amistad con Ottoline. Durante muchos años había sido un admirador de mis
libros, pero no me habría aventurado a buscar un conocimiento personal con él
sin que mediase una presentación. Fui a su casa, cerca de Ashford, en Kent, en
un estado de cierta expectación ansiosa. Mi primera impresión fue de sorpresa.
Hablaba el inglés con un fuerte acento extranjero, y nada en su porte sugería
en modo alguno el mar. Era un aristocrático caballero polaco de pies a cabeza.
Sus sentimientos hacia el mar y hacia Inglaterra eran los de un amor romántico,
amor desde cierta distancia, suficiente para no empañar el romanticismo. Su
amor por el mar se despertó en edad muy temprana. Cuando dijo a sus padres que
deseaba seguir la carrera de marino, ellos le premiaron para que ingresase en
la Marina austríaca, pero él ansiaba aventuras y mares tropicales y extraños
ríos rodeados de oscuras selvas, y la Marina austríaca no le ofrecía campo para
satisfacer sus deseos. Su familia se horrorizó al saber que pretendía hacer
carrera en la Marina mercante inglesa, pero su determinación era inflexible.
Como puede ver cualquiera
a través de sus libros, era un rígido moralista, y en modo alguno simpatizaba
políticamente con los revolucionarios. En la mayoría de las cuestiones,
nuestras opiniones no concordaban en absoluto, pero en algo muy fundamental
estábamos plenamente de acuerdo.
Mis relaciones con Joseph
Conrad no se parecieron en nada a ninguna de las relaciones que he tenido
jamás. Le vi raras veces, y no durante un largo período de años. En las
fortificaciones exteriores de nuestras respectivas existencias éramos casi
extraños, pero compartíamos cierta concepción de la vida y del destino humanos
que, desde el primer instante, anudó entre nosotros un lazo extremadamente
fuerte. Quizá se me perdone el que cite una frase suya extraída de una carta
que me escribió a raíz de habernos conocido. Consideraría que la modestia
prohíbe su reproducción si no fuese por el hecho de que expresa con tanta
exactitud lo que yo mismo sentía por él. Lo que él expresó y yo sentía
igualmente fue, utilizando sus propias palabras, «un profundo afecto lleno de
admiración, que, si nunca más volviese usted a verme y se olvidase de mi
existencia mañana mismo, seguiría siendo inalterablemente suyo usque ad finem».
De todo cuanto había
escrito, lo que yo más admiraba era la terrible historia titulada The Heart of Darkness, en la que un
idealista un tanto débil es empujado hasta la locura por el horror de la selva
tropical y la soledad entre salvajes. Creo que esa narración es la que expresa
de manera más completa su filosofía de la vida. Pienso, aunque no sé si él
hubiera admitido semejante imagen, que consideraba la vida humana civilizada y
moralmente tolerable como un peligroso paseo sobre una tenue corteza de lava
apenas enfriada, que en cualquier instante podía romperse y hacer que el
incauto se hundiese en un abismo de fuego. Tenía perfecta conciencia de las
diversas formas de apasionada demencia a que se sienten inclinados los hombres,
y era esto lo que le daba una creencia tan profunda en la importancia de la
disciplina. Quizá pudiera decirse que su punto de vista era la antítesis del de
Rousseau: «El hombre nace aherrojado, pero puede llegar a liberarse». Y se
libera, así creo que lo hubiera dicho Conrad, no dando libre curso a sus
impulsos, no mostrándose casual e incontrolado, sino sometiendo el impulso
descarriado a un propósito dominante.
No estaba muy interesado
en los sistemas políticos, aunque abrigaba algunos sentimientos políticos muy
arraigados. El más arraigado de ellos era su amor a Inglaterra y su odio a
Rusia, ambos de los cuales están expresados en The Secret Agent; mientras que su odio a Rusia, tanto la zarista
como la revolucionaria, se manifiesta con gran fuerza en Under Western Eyes. Su antipatía contra Rusia era la tradicional en
Polonia. Iba tan lejos, que no concedía mérito ni a Tolstoi ni a Dostoievsky.
Una vez me dijo que Turgueniev era el único novelista ruso a quien admiraba.
Salvo por su amor a
Inglaterra y su odio a Rusia, la política no le interesaba mucho. Lo que le
interesaba era el alma humana individual enfrentada con la indiferencia de la
naturaleza y, a menudo, con la hostilidad del hombre y sujeta a luchas
internas, con pasiones buenas y malas que conducían a la destrucción. Las
tragedias de la soledad ocupaban gran parte de su pensamiento y sus
sentimientos. Una de sus narraciones más típicas es Typhoon. En este relato, el capitán, que es un alma sencilla, salva
su barco merced a un valor indecible y una férrea resolución. Una vez pasada la
tempestad, escribe una larga carta a su esposa, contándole lo sucedido. En su
relato, su propia participación es perfectamente simple. Se ha limitado a
cumplir su deber de capitán, como, naturalmente, era de esperar. Pero el
lector, a través de su narración, adquiere conciencia de todo cuanto ha hecho y
osado y soportado. La carta, antes que el capitán la envíe, es leída
subrepticiamente por su camarero, pero nunca la lee nadie más, ya que su mujer
la encuentra aburrida y la arroja sin leerla.
Las dos cosas que parecen
ocupar fundamentalmente la imaginación de Conrad son la soledad y el temor a
todo lo extraño. An Outcast of the
Islands, como The Heart of Darkness,
se ocupa del temor por lo que es extraño. Ambos sentimientos se unen en la
extraordinariamente conmovedora historia titulada Amy Foster. En esta narración, un campesino eslavo meridional,
camino de América, resulta el único superviviente del naufragio del barco en
que iba, yendo a parar a una aldea de Kent. Todo el pueblo le teme y le
maltrata, excepto Amy Foster, una muchacha fea y obtusa, que le lleva pan
cuando está hambriento y termina por
casarse con él, pero también ella, cuando su marido, presa de la fiebre, vuelve
a su lenguaje nativo, se siente sobrecogida de temor, arrebata a su hijo y
abandona a su marido. Éste muere solo y desesperado. Me he preguntado a veces cuánto
de la soledad de este hombre sentiría Conrad entre los ingleses y reprimiría
mediante un severo esfuerzo de voluntad.
El punto de vista de
Conrad estaba lejos de ser moderno. En el mundo moderno, hay dos filosofías: la
que nace de Rousseau y aparta la disciplina por innecesaria, y la que halla su
expresión más plena en el totalitarismo, que piensa en la disciplina como esencialmente
impuesta desde fuera. Conrad se adhería a la tradición más antigua, según la
cual la disciplina debe proceder de dentro. Despreciaba la indisciplina y
detestaba la disciplina meramente externa. Vi que coincidía plenamente con él
en todo esto. En nuestra primera entrevista charlamos con una intimidad
continuamente creciente. Parecía como si ambos atravesásemos una capa tras otra
de lo que era superficial, hasta que los dos llegamos gradualmente al fuego central.
Fue una experiencia como ninguna de las que jamás he conocido. Nos mirábamos a
los ojos, medio espantados y medio embriagados al hallarnos juntos en semejante
región. La emoción era tan intensa como la de un amor apasionado, y, al mismo
tiempo, lo abarcaba todo. Salí de allí aturdido y apenas pude orientarme en los
asuntos ordinarios.
No vi a Conrad durante la
guerra ni después de ella, hasta mi regreso de China en 1921. Cuando nació mi
primer hijo en ese año, quise que Conrad fuese su padrino en la medida en que
podía serlo sin una ceremonia formal. Escribí a Conrad, diciendo: «Con su permiso,
desearía llamar a mi hijo John y mi bisabuelo se llamó John, y Conrad es un
nombre en el que veo méritos». Aceptó la situación y ofreció a mi hijo la copa
que es usual en tales ocasiones.
No le vi mucho, pues la
mayor parte del año yo vivía en Cornwall, y él no gozaba de óptima salud. Pero
recibí varias cartas deliciosas suyas, en especial una acerca de mi libro sobre
China. Decía: «Siempre me han agradado los chinos, incluso aquellos que
trataron de matarme (y a otras personas también) en el patio de una casa
particular en Chantabun, incluso (aunque no tanto) el sujeto que me robó todo
el dinero una noche en Bangkok, pero que cepilló y dobló cuidadosamente mis
ropas para que me vistiese por la mañana, antes de desvanecerse en las
profundidades de Siam. También recibí numerosas atenciones por parte de
diversos chinos. Esto, con el aditamento de una conversación vespertina con el
secretario de Su Excelencia Tseng en la veranda de un hotel y el estudio
superficial de un poema titulado "The Heathen Chinee", es todo cuanto
sé de los chinos. Pero después de leer su interesantísimo punto de vista sobre
el problema chino, la visión que se me ofrece del futuro de aquel país es muy
sombría». Decía luego que mis concepciones sobre el futuro de China «meten un
escalofrío en el alma», tanto más, decía, cuanto que yo cifraba mis esperanzas
en el socialismo internacional. «Precisamente –comentaba– aquello a lo que no
puedo adscribir ninguna clase de significado concreto. Jamás he hallado en un
libro de un hombre ni en la conversación de un hombre nada suficientemente
convincente para alzarse por un instante contra mi arraigado sentido de la fatalidad
que gobierna a este mundo habitado por el hombre.» Seguía diciendo que, aunque
el hombre ha conseguido volar, «no lo hace como un águila, sino como un
escarabajo; y seguramente ha observado usted cuán feo, ridículo y fatuo es el
vuelo de un escarabajo». Tuve la impresión de que, en aquellas pesimistas
observaciones suyas, mostraba una sabiduría más profunda que la que manifestara
yo en mis esperanzas un tanto artificiales de un feliz desenlace en China. Debo
decir que, hasta ahora, los acontecimientos le han dado la razón.
Esta carta fue mi último
contacto con él. Nunca más hablé con él. En cierta ocasión, le vi al otro lado
de la calle, enfrascado en una seria conversación con un hombre a quien yo
conocía, en pie junto a la puerta de la que fuera casa de mi abuela y que,
después de su muerte, se había convertido en el Arts Club. No me seducía la
idea de interrumpir lo que parecía una grave conversación, y me marché. Cuando,
poco después, murió, lamenté no haber sido más audaz. La casa ha desaparecido,
demolida por Hitler. Supongo que Conrad está en vías de ser olvidado, pero su
intensa y apasionada nobleza brilla en mi memoria como una estrella vista desde
el fondo de un pozo. ¡Ojalá pudiera hacer que su luz brillase para otros como
brilló para mí!
Fuente: Russell, B. (2010), Autobiografía, Edhasa, Barcelona.
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