Por Bertrand Russell
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Un acontecimiento de importancia para mí
en 1913 fue el comienzo de mi amistad con Joseph Conrad, que debí a nuestra
común amistad con Ottoline. Durante muchos años había sido un admirador de mis
libros, pero no me habría aventurado a buscar un conocimiento personal con él
sin que mediase una presentación. Fui a su casa, cerca de Ashford, en Kent, en
un estado de cierta expectación ansiosa. Mi primera impresión fue de sorpresa.
Hablaba el inglés con un fuerte acento extranjero, y nada en su porte sugería
en modo alguno el mar. Era un aristocrático caballero polaco de pies a cabeza.
Sus sentimientos hacia el mar y hacia Inglaterra eran los de un amor romántico,
amor desde cierta distancia, suficiente para no empañar el romanticismo. Su
amor por el mar se despertó en edad muy temprana. Cuando dijo a sus padres que
deseaba seguir la carrera de marino, ellos le premiaron para que ingresase en
la Marina austríaca, pero él ansiaba aventuras y mares tropicales y extraños
ríos rodeados de oscuras selvas, y la Marina austríaca no le ofrecía campo para
satisfacer sus deseos. Su familia se horrorizó al saber que pretendía hacer
carrera en la Marina mercante inglesa, pero su determinación era inflexible.
Como puede ver cualquiera
a través de sus libros, era un rígido moralista, y en modo alguno simpatizaba
políticamente con los revolucionarios. En la mayoría de las cuestiones,
nuestras opiniones no concordaban en absoluto, pero en algo muy fundamental
estábamos plenamente de acuerdo.
Mis relaciones con Joseph
Conrad no se parecieron en nada a ninguna de las relaciones que he tenido
jamás. Le vi raras veces, y no durante un largo período de años. En las
fortificaciones exteriores de nuestras respectivas existencias éramos casi
extraños, pero compartíamos cierta concepción de la vida y del destino humanos
que, desde el primer instante, anudó entre nosotros un lazo extremadamente
fuerte. Quizá se me perdone el que cite una frase suya extraída de una carta
que me escribió a raíz de habernos conocido. Consideraría que la modestia
prohíbe su reproducción si no fuese por el hecho de que expresa con tanta
exactitud lo que yo mismo sentía por él. Lo que él expresó y yo sentía
igualmente fue, utilizando sus propias palabras, «un profundo afecto lleno de
admiración, que, si nunca más volviese usted a verme y se olvidase de mi
existencia mañana mismo, seguiría siendo inalterablemente suyo usque ad finem».
De todo cuanto había
escrito, lo que yo más admiraba era la terrible historia titulada The Heart of Darkness, en la que un
idealista un tanto débil es empujado hasta la locura por el horror de la selva
tropical y la soledad entre salvajes. Creo que esa narración es la que expresa
de manera más completa su filosofía de la vida. Pienso, aunque no sé si él
hubiera admitido semejante imagen, que consideraba la vida humana civilizada y
moralmente tolerable como un peligroso paseo sobre una tenue corteza de lava
apenas enfriada, que en cualquier instante podía romperse y hacer que el
incauto se hundiese en un abismo de fuego. Tenía perfecta conciencia de las
diversas formas de apasionada demencia a que se sienten inclinados los hombres,
y era esto lo que le daba una creencia tan profunda en la importancia de la
disciplina. Quizá pudiera decirse que su punto de vista era la antítesis del de
Rousseau: «El hombre nace aherrojado, pero puede llegar a liberarse». Y se
libera, así creo que lo hubiera dicho Conrad, no dando libre curso a sus
impulsos, no mostrándose casual e incontrolado, sino sometiendo el impulso
descarriado a un propósito dominante.
No estaba muy interesado
en los sistemas políticos, aunque abrigaba algunos sentimientos políticos muy
arraigados. El más arraigado de ellos era su amor a Inglaterra y su odio a
Rusia, ambos de los cuales están expresados en The Secret Agent; mientras que su odio a Rusia, tanto la zarista
como la revolucionaria, se manifiesta con gran fuerza en Under Western Eyes. Su antipatía contra Rusia era la tradicional en
Polonia. Iba tan lejos, que no concedía mérito ni a Tolstoi ni a Dostoievsky.
Una vez me dijo que Turgueniev era el único novelista ruso a quien admiraba.
Salvo por su amor a
Inglaterra y su odio a Rusia, la política no le interesaba mucho. Lo que le
interesaba era el alma humana individual enfrentada con la indiferencia de la
naturaleza y, a menudo, con la hostilidad del hombre y sujeta a luchas
internas, con pasiones buenas y malas que conducían a la destrucción. Las
tragedias de la soledad ocupaban gran parte de su pensamiento y sus
sentimientos. Una de sus narraciones más típicas es Typhoon. En este relato, el capitán, que es un alma sencilla, salva
su barco merced a un valor indecible y una férrea resolución. Una vez pasada la
tempestad, escribe una larga carta a su esposa, contándole lo sucedido. En su
relato, su propia participación es perfectamente simple. Se ha limitado a
cumplir su deber de capitán, como, naturalmente, era de esperar. Pero el
lector, a través de su narración, adquiere conciencia de todo cuanto ha hecho y
osado y soportado. La carta, antes que el capitán la envíe, es leída
subrepticiamente por su camarero, pero nunca la lee nadie más, ya que su mujer
la encuentra aburrida y la arroja sin leerla.
Las dos cosas que parecen
ocupar fundamentalmente la imaginación de Conrad son la soledad y el temor a
todo lo extraño. An Outcast of the
Islands, como The Heart of Darkness,
se ocupa del temor por lo que es extraño. Ambos sentimientos se unen en la
extraordinariamente conmovedora historia titulada Amy Foster. En esta narración, un campesino eslavo meridional,
camino de América, resulta el único superviviente del naufragio del barco en
que iba, yendo a parar a una aldea de Kent. Todo el pueblo le teme y le
maltrata, excepto Amy Foster, una muchacha fea y obtusa, que le lleva pan
cuando está hambriento y termina por
casarse con él, pero también ella, cuando su marido, presa de la fiebre, vuelve
a su lenguaje nativo, se siente sobrecogida de temor, arrebata a su hijo y
abandona a su marido. Éste muere solo y desesperado. Me he preguntado a veces cuánto
de la soledad de este hombre sentiría Conrad entre los ingleses y reprimiría
mediante un severo esfuerzo de voluntad.
El punto de vista de
Conrad estaba lejos de ser moderno. En el mundo moderno, hay dos filosofías: la
que nace de Rousseau y aparta la disciplina por innecesaria, y la que halla su
expresión más plena en el totalitarismo, que piensa en la disciplina como esencialmente
impuesta desde fuera. Conrad se adhería a la tradición más antigua, según la
cual la disciplina debe proceder de dentro. Despreciaba la indisciplina y
detestaba la disciplina meramente externa. Vi que coincidía plenamente con él
en todo esto. En nuestra primera entrevista charlamos con una intimidad
continuamente creciente. Parecía como si ambos atravesásemos una capa tras otra
de lo que era superficial, hasta que los dos llegamos gradualmente al fuego central.
Fue una experiencia como ninguna de las que jamás he conocido. Nos mirábamos a
los ojos, medio espantados y medio embriagados al hallarnos juntos en semejante
región. La emoción era tan intensa como la de un amor apasionado, y, al mismo
tiempo, lo abarcaba todo. Salí de allí aturdido y apenas pude orientarme en los
asuntos ordinarios.
No vi a Conrad durante la
guerra ni después de ella, hasta mi regreso de China en 1921. Cuando nació mi
primer hijo en ese año, quise que Conrad fuese su padrino en la medida en que
podía serlo sin una ceremonia formal. Escribí a Conrad, diciendo: «Con su permiso,
desearía llamar a mi hijo John y mi bisabuelo se llamó John, y Conrad es un
nombre en el que veo méritos». Aceptó la situación y ofreció a mi hijo la copa
que es usual en tales ocasiones.
No le vi mucho, pues la
mayor parte del año yo vivía en Cornwall, y él no gozaba de óptima salud. Pero
recibí varias cartas deliciosas suyas, en especial una acerca de mi libro sobre
China. Decía: «Siempre me han agradado los chinos, incluso aquellos que
trataron de matarme (y a otras personas también) en el patio de una casa
particular en Chantabun, incluso (aunque no tanto) el sujeto que me robó todo
el dinero una noche en Bangkok, pero que cepilló y dobló cuidadosamente mis
ropas para que me vistiese por la mañana, antes de desvanecerse en las
profundidades de Siam. También recibí numerosas atenciones por parte de
diversos chinos. Esto, con el aditamento de una conversación vespertina con el
secretario de Su Excelencia Tseng en la veranda de un hotel y el estudio
superficial de un poema titulado "The Heathen Chinee", es todo cuanto
sé de los chinos. Pero después de leer su interesantísimo punto de vista sobre
el problema chino, la visión que se me ofrece del futuro de aquel país es muy
sombría». Decía luego que mis concepciones sobre el futuro de China «meten un
escalofrío en el alma», tanto más, decía, cuanto que yo cifraba mis esperanzas
en el socialismo internacional. «Precisamente –comentaba– aquello a lo que no
puedo adscribir ninguna clase de significado concreto. Jamás he hallado en un
libro de un hombre ni en la conversación de un hombre nada suficientemente
convincente para alzarse por un instante contra mi arraigado sentido de la fatalidad
que gobierna a este mundo habitado por el hombre.» Seguía diciendo que, aunque
el hombre ha conseguido volar, «no lo hace como un águila, sino como un
escarabajo; y seguramente ha observado usted cuán feo, ridículo y fatuo es el
vuelo de un escarabajo». Tuve la impresión de que, en aquellas pesimistas
observaciones suyas, mostraba una sabiduría más profunda que la que manifestara
yo en mis esperanzas un tanto artificiales de un feliz desenlace en China. Debo
decir que, hasta ahora, los acontecimientos le han dado la razón.
Esta carta fue mi último
contacto con él. Nunca más hablé con él. En cierta ocasión, le vi al otro lado
de la calle, enfrascado en una seria conversación con un hombre a quien yo
conocía, en pie junto a la puerta de la que fuera casa de mi abuela y que,
después de su muerte, se había convertido en el Arts Club. No me seducía la
idea de interrumpir lo que parecía una grave conversación, y me marché. Cuando,
poco después, murió, lamenté no haber sido más audaz. La casa ha desaparecido,
demolida por Hitler. Supongo que Conrad está en vías de ser olvidado, pero su
intensa y apasionada nobleza brilla en mi memoria como una estrella vista desde
el fondo de un pozo. ¡Ojalá pudiera hacer que su luz brillase para otros como
brilló para mí!
Fuente: Russell, B. (2010), Autobiografía, Edhasa, Barcelona.
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