1/8/19

El brillo de su estrella

Por Bertrand Russell
Imagen tomada de https://bit.ly/2Ihbpds
Un acontecimiento de importancia para mí en 1913 fue el comienzo de mi amistad con Joseph Conrad, que debí a nuestra común amistad con Ottoline. Durante muchos años había sido un admirador de mis libros, pero no me habría aventurado a buscar un conocimiento personal con él sin que mediase una presentación. Fui a su casa, cerca de Ashford, en Kent, en un estado de cierta expectación ansiosa. Mi primera impresión fue de sorpresa. Hablaba el inglés con un fuerte acento extranjero, y nada en su porte sugería en modo alguno el mar. Era un aristocrático caballero polaco de pies a cabeza. Sus sentimientos hacia el mar y hacia Inglaterra eran los de un amor romántico, amor desde cierta distancia, suficiente para no empañar el romanticismo. Su amor por el mar se despertó en edad muy temprana. Cuando dijo a sus padres que deseaba seguir la carrera de marino, ellos le premiaron para que ingresase en la Marina austríaca, pero él ansiaba aventuras y mares tropicales y extraños ríos rodeados de oscuras selvas, y la Marina austríaca no le ofrecía campo para satisfacer sus deseos. Su familia se horrorizó al saber que pretendía hacer carrera en la Marina mercante inglesa, pero su determinación era inflexible.
Como puede ver cualquiera a través de sus libros, era un rígido moralista, y en modo alguno simpatizaba políticamente con los revolucionarios. En la mayoría de las cuestiones, nuestras opiniones no concordaban en absoluto, pero en algo muy fundamental estábamos plenamente de acuerdo.
Mis relaciones con Joseph Conrad no se parecieron en nada a ninguna de las relaciones que he tenido jamás. Le vi raras veces, y no durante un largo período de años. En las fortificaciones exteriores de nuestras respectivas existencias éramos casi extraños, pero compartíamos cierta concepción de la vida y del destino humanos que, desde el primer instante, anudó entre nosotros un lazo extremadamente fuerte. Quizá se me perdone el que cite una frase suya extraída de una carta que me escribió a raíz de habernos conocido. Consideraría que la modestia prohíbe su reproducción si no fuese por el hecho de que expresa con tanta exactitud lo que yo mismo sentía por él. Lo que él expresó y yo sentía igualmente fue, utilizando sus propias palabras, «un profundo afecto lleno de admiración, que, si nunca más volviese usted a verme y se olvidase de mi existencia mañana mismo, seguiría siendo inalterablemente suyo usque ad finem».
De todo cuanto había escrito, lo que yo más admiraba era la terrible historia titulada The Heart of Darkness, en la que un idealista un tanto débil es empujado hasta la locura por el horror de la selva tropical y la soledad entre salvajes. Creo que esa narración es la que expresa de manera más completa su filosofía de la vida. Pienso, aunque no sé si él hubiera admitido semejante imagen, que consideraba la vida humana civilizada y moralmente tolerable como un peligroso paseo sobre una tenue corteza de lava apenas enfriada, que en cualquier instante podía romperse y hacer que el incauto se hundiese en un abismo de fuego. Tenía perfecta conciencia de las diversas formas de apasionada demencia a que se sienten inclinados los hombres, y era esto lo que le daba una creencia tan profunda en la importancia de la disciplina. Quizá pudiera decirse que su punto de vista era la antítesis del de Rousseau: «El hombre nace aherrojado, pero puede llegar a liberarse». Y se libera, así creo que lo hubiera dicho Conrad, no dando libre curso a sus impulsos, no mostrándose casual e incontrolado, sino sometiendo el impulso descarriado a un propósito dominante.
No estaba muy interesado en los sistemas políticos, aunque abrigaba algunos sentimientos políticos muy arraigados. El más arraigado de ellos era su amor a Inglaterra y su odio a Rusia, ambos de los cuales están expresados en The Secret Agent; mientras que su odio a Rusia, tanto la zarista como la revolucionaria, se manifiesta con gran fuerza en Under Western Eyes. Su antipatía contra Rusia era la tradicional en Polonia. Iba tan lejos, que no concedía mérito ni a Tolstoi ni a Dostoievsky. Una vez me dijo que Turgueniev era el único novelista ruso a quien admiraba.
Salvo por su amor a Inglaterra y su odio a Rusia, la política no le interesaba mucho. Lo que le interesaba era el alma humana individual enfrentada con la indiferencia de la naturaleza y, a menudo, con la hostilidad del hombre y sujeta a luchas internas, con pasiones buenas y malas que conducían a la destrucción. Las tragedias de la soledad ocupaban gran parte de su pensamiento y sus sentimientos. Una de sus narraciones más típicas es Typhoon. En este relato, el capitán, que es un alma sencilla, salva su barco merced a un valor indecible y una férrea resolución. Una vez pasada la tempestad, escribe una larga carta a su esposa, contándole lo sucedido. En su relato, su propia participación es perfectamente simple. Se ha limitado a cumplir su deber de capitán, como, naturalmente, era de esperar. Pero el lector, a través de su narración, adquiere conciencia de todo cuanto ha hecho y osado y soportado. La carta, antes que el capitán la envíe, es leída subrepticiamente por su camarero, pero nunca la lee nadie más, ya que su mujer la encuentra aburrida y la arroja sin leerla.
Las dos cosas que parecen ocupar fundamentalmente la imaginación de Conrad son la soledad y el temor a todo lo extraño. An Outcast of the Islands, como The Heart of Darkness, se ocupa del temor por lo que es extraño. Ambos sentimientos se unen en la extraordinariamente conmovedora historia titulada Amy Foster. En esta narración, un campesino eslavo meridional, camino de América, resulta el único superviviente del naufragio del barco en que iba, yendo a parar a una aldea de Kent. Todo el pueblo le teme y le maltrata, excepto Amy Foster, una muchacha fea y obtusa, que le lleva pan cuando está hambriento y termina  por casarse con él, pero también ella, cuando su marido, presa de la fiebre, vuelve a su lenguaje nativo, se siente sobrecogida de temor, arrebata a su hijo y abandona a su marido. Éste muere solo y desesperado. Me he preguntado a veces cuánto de la soledad de este hombre sentiría Conrad entre los ingleses y reprimiría mediante un severo esfuerzo de voluntad.
El punto de vista de Conrad estaba lejos de ser moderno. En el mundo moderno, hay dos filosofías: la que nace de Rousseau y aparta la disciplina por innecesaria, y la que halla su expresión más plena en el totalitarismo, que piensa en la disciplina como esencialmente impuesta desde fuera. Conrad se adhería a la tradición más antigua, según la cual la disciplina debe proceder de dentro. Despreciaba la indisciplina y detestaba la disciplina meramente externa. Vi que coincidía plenamente con él en todo esto. En nuestra primera entrevista charlamos con una intimidad continuamente creciente. Parecía como si ambos atravesásemos una capa tras otra de lo que era superficial, hasta que los dos llegamos gradualmente al fuego central. Fue una experiencia como ninguna de las que jamás he conocido. Nos mirábamos a los ojos, medio espantados y medio embriagados al hallarnos juntos en semejante región. La emoción era tan intensa como la de un amor apasionado, y, al mismo tiempo, lo abarcaba todo. Salí de allí aturdido y apenas pude orientarme en los asuntos ordinarios.
No vi a Conrad durante la guerra ni después de ella, hasta mi regreso de China en 1921. Cuando nació mi primer hijo en ese año, quise que Conrad fuese su padrino en la medida en que podía serlo sin una ceremonia formal. Escribí a Conrad, diciendo: «Con su permiso, desearía llamar a mi hijo John y mi bisabuelo se llamó John, y Conrad es un nombre en el que veo méritos». Aceptó la situación y ofreció a mi hijo la copa que es usual en tales ocasiones.
No le vi mucho, pues la mayor parte del año yo vivía en Cornwall, y él no gozaba de óptima salud. Pero recibí varias cartas deliciosas suyas, en especial una acerca de mi libro sobre China. Decía: «Siempre me han agradado los chinos, incluso aquellos que trataron de matarme (y a otras personas también) en el patio de una casa particular en Chantabun, incluso (aunque no tanto) el sujeto que me robó todo el dinero una noche en Bangkok, pero que cepilló y dobló cuidadosamente mis ropas para que me vistiese por la mañana, antes de desvanecerse en las profundidades de Siam. También recibí numerosas atenciones por parte de diversos chinos. Esto, con el aditamento de una conversación vespertina con el secretario de Su Excelencia Tseng en la veranda de un hotel y el estudio superficial de un poema titulado "The Heathen Chinee", es todo cuanto sé de los chinos. Pero después de leer su interesantísimo punto de vista sobre el problema chino, la visión que se me ofrece del futuro de aquel país es muy sombría». Decía luego que mis concepciones sobre el futuro de China «meten un escalofrío en el alma», tanto más, decía, cuanto que yo cifraba mis esperanzas en el socialismo internacional. «Precisamente –comentaba– aquello a lo que no puedo adscribir ninguna clase de significado concreto. Jamás he hallado en un libro de un hombre ni en la conversación de un hombre nada suficientemente convincente para alzarse por un instante contra mi arraigado sentido de la fatalidad que gobierna a este mundo habitado por el hombre.» Seguía diciendo que, aunque el hombre ha conseguido volar, «no lo hace como un águila, sino como un escarabajo; y seguramente ha observado usted cuán feo, ridículo y fatuo es el vuelo de un escarabajo». Tuve la impresión de que, en aquellas pesimistas observaciones suyas, mostraba una sabiduría más profunda que la que manifestara yo en mis esperanzas un tanto artificiales de un feliz desenlace en China. Debo decir que, hasta ahora, los acontecimientos le han dado la razón.
Esta carta fue mi último contacto con él. Nunca más hablé con él. En cierta ocasión, le vi al otro lado de la calle, enfrascado en una seria conversación con un hombre a quien yo conocía, en pie junto a la puerta de la que fuera casa de mi abuela y que, después de su muerte, se había convertido en el Arts Club. No me seducía la idea de interrumpir lo que parecía una grave conversación, y me marché. Cuando, poco después, murió, lamenté no haber sido más audaz. La casa ha desaparecido, demolida por Hitler. Supongo que Conrad está en vías de ser olvidado, pero su intensa y apasionada nobleza brilla en mi memoria como una estrella vista desde el fondo de un pozo. ¡Ojalá pudiera hacer que su luz brillase para otros como brilló para mí!
Fuente: Russell, B. (2010), Autobiografía, Edhasa, Barcelona.

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