31/8/08

Alfonsina Storni

Por Eduardo Galeano
1935
Buenos Aires
A la mujer que piensa se le secan los ovarios. Nace la mujer para producir leche y lágrimas, no ideas; y no para vivir la vida sino para espiarla desde las ventanas a medio cerrar. Mil veces se lo han explicado y Alfonsina Storni nunca lo creyó. Sus versos más difundidos protestan contra el macho enjaulador.
Cuando hace años llegó a Buenos Aires desde provincias, Alfonsina traía unos viejos zapatos de tacones torcidos y en el vientre un hijo sin padre legal. En esta ciudad trabajó en lo que hubiera; y robaba formularios del telégrafo para escribir sus tristezas. Mientras pulía las palabras, verso a verso, noche a noche, cruzaba los dedos y besaba las barajas que anunciaban viajes y herencias y amores.
El tiempo ha pasado, casi un cuarto de siglo; y nada le regaló la suerte. Pero peleando a brazo partido Alfonsina ha sido capaz de abrirse paso en el masculino mundo. Su cara de ratona traviesa nunca falta en las fotos que congregan a los escritores argentinos más ilustres.
Este año, en el verano, supo que tenía cáncer. Desde entonces escribe poemas que hablan del abrazo de la mar y de la casa que la espera allá en el fondo, en la avenida de las madréporas.
Fuente: Galeano, E. (1986), Memoria del fuego III. El siglo del viento, Siglo XXI, Madrid.

29/8/08

Telescopio de la imaginación

Por Jacob Bronowski
El fuego es el símbolo del hogar, y desde que el Homo sapiens empezó a imprimir la huella de sus manos, hace treinta mil años, su hogar fue la cueva. Durante al menos un millón de años, el hombre ha vivido en determinada medida reconocible como forrajeador y cazador. Casi no contamos con monumentos de ese inmenso período de la prehistoria, mucho más prolongado que cualquier otro que hayamos registrado. Sólo hacia el final de esa era, y al inicio de la era glacial europea, encontramos en cuevas como la de Altamira (y en muchos otros sitios de España y del sur de Francia) el registro de lo que dominaba la mente del hombre cazador. Allí apreciamos lo que constituía su mundo y lo que le preocupaba. Las pinturas rupestres, que datan de hace veinte mil años aproximadamente, establecen para siempre la base universal de su cultura entonces, el conocimiento que el cazador tenía del animal del cual dependía.
Imagen tomada de https://bit.ly/2VOVy8C
            Uno empieza por encontrar extraño que un arte tan vívido como la pintura rupestre sea, comparativamente, tan reciente y tan escaso. ¿Por qué no existen más monumentos de la imaginación visual del hombre, como existen de su inventiva? Sin embargo, cuando reflexionamos vemos que lo notable no es la escasez de monumentos sino que los haya en absoluto. El hombre es un animal débil, lento, torpe, inerme; tuvo que inventar una piedra, un pedernal, un cuchillo, una lanza. Pero, ¿por qué a estos inventos científicos, que le eran esenciales para sobrevivir, añadió el hombre desde un principio las artes que hoy nos asombran: los decorados con formas animales? Y, sobre todo, ¿por qué llegaba a cuevas como esta, vivía en ella, y después realizaba pinturas de animales no donde vivía sino en lugares oscuros, secretos, remotos, ocultos, inaccesibles?
Es obvio decir que en esos lugares el animal era mágico. Sin duda eso es cierto; pero magia es sólo una palabra, no una respuesta. En sí, magia es una palabra que no explica nada. Indica que el hombre creía tener poder, pero, ¿qué poder? Todavía queremos saber qué tipo de poder creían los cazadores haber obtenido de las pinturas.
Aquí, sólo puedo ofrecerle mi punto de vista personal. Creo que el poder que vemos expresado aquí por primera vez es el poder de anticipación: la imaginación proyectada hacia adelante. En estas pinturas el cazador se familiarizaba con peligros que sabía tendría que afrontar, pero que todavía no había arrostrado. Cuando el cazador era traído a este sitio en medio de la oscuridad y de pronto se proyectaba una luz sobre las pinturas, veía al bisonte como lo tendría que ver frente a sí, veía al rápido venado, veía al esquivo jabalí. Y se sentía solo frente a ellos como se sentiría en la cacería. Se le hacía patente el momento del miedo; su brazo armado se flexionaba frente a una experiencia por venir y ante la cual no debería sentir miedo. El pintor había congelado el momento del miedo y el cazador pasaba por él a través de la pintura como a través de aire comprimido.
Para nosotros, las pinturas rupestres recrean el estilo de vida del cazador como un vislumbre de historia; vemos el pasado a través de ellas. Mas para el cazador, sugiero, constituían una mirilla hacia el futuro; miraba hacia adelante. En cualquier dirección las pinturas rupestres actúan como una especie de telescopio de la imaginación: dirigen la mente desde lo que se puede ver hasta lo que se puede inferir o conjeturar. Cierto que esto es así en la misma acción de pintar; pese a su superior detalle, la pintura plana sólo significa algo para el ojo debido a que la mente la rellena con redondez y movimiento, una realidad por inferencia, la cual no es realmente vista sino imaginada.
El arte y la ciencia son acciones privativas del hombre, fuera del alcance de lo que cualquier animal puede hacer. Y aquí vemos que provienen de la misma faculta humana: la habilidad de visualizar el futuro, de prever lo que puede ocurrir y de hacer planes para anticiparse a ello y representárnoslo en imágenes que proyectamos y movemos en nuestra mente o en un cuadro de luz sobre la oscura pared de una cueva o en la pantalla de un televisor.
También vemos aquí a través del telescopio de la imaginación; la imaginación es un telescopio en el tiempo, pues estamos viendo retrospectivamente la experiencia del pasado. Los hombres que realizaron estas pinturas, los hombres entonces presentes, pudieron ver hacia adelante por el telescopio. Pudieron quizá prever el ascenso del hombre, porque lo que llamamos evolución cultural es fundamentalmente un desarrollo y un ensanchamiento constante de la imaginación humana.
Los hombres que elaboraron las armas y los que realizaron las pinturas estaban haciendo la misma cosa: anticipar el futuro como únicamente el hombre pude hacerlo, deduciendo el porvenir por el presente. El hombre posee múltiples  dones que le son privativos; pero ocupando un lugar primordial, pues en la raíz de la que crecen todos los conocimientos, se encuentra la habilidad de esbozar conclusiones a partir de lo que vemos para lo que no vemos, el transportar nuestras mentes a través del tiempo y del espacio y el reconocernos en el pasado en los pasos hacia el presente. En todas estas cuevas, la huella de la mano dice: «Esta es mi marca. Este es el hombre».
Fuente: Bronowski, J. (1973), El ascenso del hombre, Sistemas Técnicos de Edición, México, D.F.

25/8/08

Un bebedor

Por Antoine de Saint-Exupéry
El planeta siguiente estaba habitado por un bebedor. Esta visita fue muy breve, pero sumió al principito en una gran melancolía.
-¿Qué haces ahí? –preguntó al bebedor, a quien encontró instalado en silencio, ante una colección de botellas vacías y una colección de botellas llenas.
-Bebo –respondió el bebedor, con aire lúgubre.
-¿Por qué bebes? –preguntóle el principito.
-Para olvidar –respondió el bebedor.
-¿Para olvidar qué? –inquirió el principito, que ya le compadecía.
-Para olvidar que tengo vergüenza –confesó el bebedor bajando la cabeza.
-¿Vergüenza de qué? –inquirió el principito que deseaba socorrerle.
-¡Vergüenza de beber! –terminó el bebedor, que se encerró definitivamente en el silencio.
Y el principito se alejó, perplejo.
Las personas grandes son decididamente muy pero muy extrañas, se decía a sí mismo durante el viaje.
Fuente: Saint-Exupéry, A. (1974), El principito, Ultramar Editores, Madrid.

21/8/08

Hasta la victoria siempre

Por Ernesto Che Guevara
A Fidel Castro
“Año de la Agricultura”
Habana
Fidel:
Me recuerdo en esta hora de muchas cosas, de cuando te conocí en casa de María Antonia, de cuando me propusiste venir, de toda la tensión de los preparativos.
Un día pasaron preguntando a quién debía avisar en caso de muerte y la posibilidad real del hecho nos golpeó a todos. Después supimos que era cierto, que en una revolución se triunfa o se muere (si es verdadera). Muchos compañeros quedaron a lo largo del camino hacia la victoria.
Hoy todo tiene un tono menos dramático porque somos más maduros, pero el hecho se repite. Siento que he cumplido la parte de mi deber que me ataba a la Revolución cubana en su territorio y me despido de ti, de los compañeros, de tu pueblo que ya es mío.
Hago formal renuncia de mis cargos en la Dirección del Partido, de mi puesto de Ministro, de mi grado de Comandante, de mi condición de cubano. Nada legal me ata a Cuba, sólo lazos de otra clase que no se pueden romper como los nombramientos.
Haciendo un recuerdo de mi vida pasada creo haber trabajado con suficiente honradez y dedicación para consolidar el triunfo revolucionario. Mi única falta de alguna gravedad, es no haber confiado más en ti desde los primeros momentos de la Sierra Maestra y no haber comprendido con suficiente celeridad tus cualidades de conductor y de revolucionario. He vivido días magníficos y sentó a tu lado el orgullo de pertenecer a nuestro pueblo en los días luminosos y tristes de la Crisis del Caribe.
Pocas veces brilló más alto un estadista que en esos días, me enorgullezco también de haberte seguido sin vacilaciones, identificado con tu forma de pensar y de ver y apreciar los peligros y los principios.
Otras tierras del mundo reclaman el concurso de mis modestos esfuerzos. Yo puedo hacer lo que te está negado por tu responsabilidad al frente de Cuba y llegó la hora de separarnos.
Sépase que lo hago con una mezcla de alegría y dolor; aquí dejo lo más puro de mis esperanzas de constructor y lo más querido entre mis seres queridos… y dejo un pueblo que me admitió como un hijo; eso lacera una parte de mi espíritu. En los nuevos campos de batalla llevaré la fe que me inculcaste, el espíritu revolucionario de mi pueblo, la sensación de cumplir con el más sagrado de los deberes: luchar contra el imperialismo dondequiera que esté; esto reconforta y cura con creces cualquier desgarradura.
Digo una vez más que libero a Cuba de cualquier responsabilidad, salvo la que emana de su ejemplo. Que si me llega la hora definitiva bajo otros cielos, mi último pensamiento será para este pueblo y especialmente para ti. Que te doy las gracias por tus enseñanzas y tu ejemplo al que trataré de ser fiel hasta las últimas consecuencias de mis actos. Que he estado identificado siempre con la política exterior de nuestra Revolución y lo sigo estando. Que en dondequiera que me pare sentiré la responsabilidad de ser revolucionario cubano, y como tal actuaré. Que no dejó a mis hijos ni a mi mujer nada material y no me apena: me alegra que así sea. Que no pido nada para ellos pues el Estado les dará lo suficiente para vivir y educarse.
Tendría muchas cosas que decirte a ti y a nuestro pueblo, pero siento que nos innecesarias, las palabras no pueden expresar lo que yo quisiera, y no vale la pena emborronar cuartillas.
Hasta la victoria siempre. ¡Patria o Muerte!
Te abraza con todo fervor revolucionario,
Che
Fuente: La cita procede de Turner Martí, L. (2007), del pensamiento pedagógico de Ernesto Che Guevara, Editorial Capitán San Luis, La Habana.

15/8/08

Srinivasa Ramanujan

Por Michio Kaku
Srinivasa Ramanujan fuel el hombre más extraño de todas las matemáticas, y probablemente de toda la historia de la ciencia. Ha sido comparado a una explosión de supernova, que iluminó los rincones más profundos y oscuros de las matemáticas, antes de ser abatido trágicamente por la tuberculosis a la edad de treinta y tres años, como Riemann antes que él. Trabajando en total aislamiento de las corrientes principales de su campo, fue capaz de rederivar por sí mismo lo más valioso de cien años de matemáticas occidentales. La tragedia de su vida es que gran parte de su trabajo se malgastó en redescubrir matemáticas conocidas.
Ramanujan nació en 1887 en Erode, India, cerca de Madrás. Aunque su familia era brahmín, la más alta de las casta hindúes, ellos fueron destituidos y vivían de los escasos recursos del trabajo del padre de Ramanujan como empleado en una oficina de un comerciante de tejidos.
A la edad de diez años, estaba claro que Ramanujan no era como los demás niños. Como Riemann antes que él, se hizo bien conocido en su pueblo por sus sorprendentes poderes de cálculo. Cuando era niño, ya había rederivado la identidad de Euler entre funciones trigonométricas y exponenciales.
En la vida de cada científico joven existe un punto de retorno, un suceso singular que ayuda a cambiar el curso de su vida. Para Einstein, fue la fascinación de observar la aguja de una brújula. Para Riemann, fue la lectura del libro de Legendre sobre teoría de números. Para Ramanujan, fue cuando se sumergió en un oscuro y olvidado libro de matemáticas escrito por George Carr. Este libro ha quedado inmortalizado desde entonces por el hecho de que señaló la única exposición conocida de Ramanujan a las modernas matemáticas occidentales. Según su hermana: «Fue este libro el que despertó su genio. Él se propuso establecer por sí mismo las fórmulas dadas allí. Como no tenía la ayuda de otros libros, cada solución era un trabajo de investigación por lo que a él concernía … Ramanujan solía decir que las diosas de Namakkal le inspiraron las fórmulas en sueños».
Debido a su brillantez, fue capaz de ganar una beca para la escuela superior. Pero puesto que le aburría el tedio de las aulas y estaba intensamente preocupado con las ecuaciones que constantemente estaban danzando en su cabeza, fracasó en su ingreso en el nivel superior, y su beca fue cancelada. Frustrado, se escapó de casa. Finalmente volvió, pero sólo para caer enfermo y suspender su examen de nuevo.
Con la ayuda de amigos, Ramanujan se las arregló para convertirse en un empleado de bajo nivel en el puerto franco de Madrás. Era un trabajo servil, con una mísera paga de veinte dólares al año, pero dio libertad a Ramanujan, como a Einstein antes de él en la oficina de patentes suiza, para seguir sus sueños en su tiempo libre. Ramanujan envió entonces algunos de los resultados de sus «sueños» a tres matemáticos británicos bien conocidos, buscando un contacto con otros cerebros matemáticos. Dos de los matemáticos, al recibir esta carta escrita por un desconocido empleado indio sin instrucción formal, la tiraron al momento. El tercero era el brillante matemático de Cambridge Godfrey H. Hardy. Debido a su categoría en Inglaterra, Hardy estaba acostumbrado a recibir correo de chiflados y apenas prestó atención a la carta. Entre los densos garabatos advirtió muchos teoremas matemáticos que ya eran bien conocidos. Pensando que era la obra obvia de un plagiario, él también la desechó. Pero había algo que no encajaba. Algo inquietaba a Hardy; no podía dejar de preguntarse sobre esta extraña carta.
Durante la cena de esa noche, el 16 de enero de 1913, Hardy y su colega John Littlewood discutieron esta carta singular y decidieron echar una segunda ojeada a su contenido. Empezaba de forma bastante inocente, con «Me permito presentarme a usted como un empleado en el departamento de contabilidad de la oficina del puerto franco de Madrás con un salario de sólo veinte libras al año». Pero la carta del pobre empleado de Madrás contenía teoremas que eran totalmente desconocidos para los matemáticos occidentales. En total, contenía 120 teoremas. Hardy estaba atónito. Recordaba que demostrar alguno de estos teoremas «Me derrotó por completo». Recordaba: «Nunca había visto nada antes que se le pareciera en lo más mínimo. Una simple ojeada a ellos es suficiente para mostrar que sólo podrían estar elaborados por un matemático de la más alta categoría».
Littlewood y Hardy alcanzaron la idéntica y sorprendente conclusión: esto era obviamente el trabajo de un genio empeñado en derivar de nuevo cien años de matemáticas europeas. «Él había estado llevando a cabo una carrera imposible, un pobre y solitario hindú enfrentando su cerebro contra la sabiduría acumulada de Europa», recordaba Hardy.
Hardy escribió a Ramanujan y, tras muchas dificultades, arregló su estancia en Cambridge en 1914. Por primera vez, Ramanujan podía comunicarse regularmente con sus iguales, la comunidad de los matemáticos europeos. Entonces comenzó un estallido de actividad: tres cortos e intensos años de colaboración con Hardy en el Trinity College en Cambridge.
Hardy trató más tarde de estimar la capacidad matemática que poseía Ramanujan. Concedió a David Hilbert, universalmente reconocido como uno de los mayores matemáticos occidentales del siglo XIX, una puntuación de 80. A Ramanujan le asignó una puntuación de 100. (Hardy se concedió a sí mismo un 25.)
Por desgracia, ni Hardy ni Ramanujan parecían interesados en la psicología o los procesos de pensamiento mediante los cuales Ramanujan descubría estos increíbles teoremas, especialmente cuando este diluvio de material brotaba de sus sueños con semejante frecuencia. Hardy señaló: «Parecía ridículo importunarle sobre cómo había descubierto este o ese teorema conocido, cuando él me estaba mostrando media docena de nuevos teoremas cada día».
Hardy recordaba vivamente:

Recuerdo una vez que fui a visitarle cuando estaba enfermo en Putney. Yo había tomado un taxi n.° 1729, y comenté que el número me parecía bastante feo, y que esperaba que no fuese un mal presagio. «No -replicó él-, es un número muy interesante; es el número más pequeño expresable como una suma de dos cubos en dos formas diferentes».

(Es la suma de 1 x 1 x 1 y 12 x 12 x 12, y también la suma de 9 x 9 x 9 y 10 x 10 x 10.) Era capaz de recitar en el acto teoremas complejos de aritmética cuya demostración requeriría un ordenador moderno.
Siempre con pobre salud, la austeridad de la economía británica desgarrada por la guerra impidió a Ramanujan mantener su estricta dieta vegetariana, y constantemente estaba entrando y saliendo de hospitales. Después de colaborar con Hardy durante tres años, Ramanujan cayó enfermo y nunca se recuperó. La primera guerra mundial interrumpió los viajes entre Inglaterra y la India, y en 1919 consiguió finalmente volver a casa, donde murió un año más tarde.
Fuente: Kaku, M. (1994), Hiperespacio, Crítica, Barcelona.

9/8/08

El hombre de negocios

Por Antoine de Saint-Exupéry
El cuarto planeta era el del hombre de negocios. El hombre estaba tan ocupado que ni siquiera levantó la cabeza cuando llegó el principito.
-Buenos días –le dijo éste–. Su cigarrillo está apagado.
-Tres y dos son cinco. Cinco y siete, doce. Doce y tres, quince. Buenos días. Quince y siete, veintidós. Veintidós y seis, veintiocho. No tengo tiempo para volver a encenderlo. Veintiséis y cinco, treinta y uno. ¡Uf! Da un total, pues, de quinientos un millones seiscientos veintidós mil setecientos treinta y uno.
-¿Quinientos millones de qué?
-¡Eh! ¿Estás siempre ahí? Quinientos un millones de… Ya no sé… ¡Tengo tanto trabajo! Yo soy serio, no me divierto con tonterías. Dos y cinco, siete…
-¿Quinientos millones de qué? –repitió el principito, que nunca en su vida había renunciado a una pregunta, una vez que la había formulado.
El hombre de negocios levantó la cabeza:
-En los cincuenta y cuatro años que habito este planeta, sólo ha sido molestado tres veces. La primera fue hace veintidós años por un abejorro que cayó Dios sabe de dónde. Produjo un ruido espantoso y cometí cuatro errores en una suma. La segunda fue hace once años por un ataque de reumatismo. Me hace falta ejercicio. No tengo tiempo para moverme. Yo soy serio. La tercera vez… ¡Hela aquí! Decía, pues, quinientos un millones…
-¿Millones de qué?
El hombre de negocios comprendió que no había esperanza de paz.
-Millones de esas cositas que se ven a veces en el cielo.
-¿Moscas?
-Pero no, cositas que brillan.
-¿Abejas?
-¡Pero no! Cositas doradas que hacen desvariar a los holgazanes. ¡Pero yo soy serio! No tengo tiempo para desvariar.
-¡Ah! ¿Estrellas?
-Eso es. Estrellas.
-¿Y qué haces tú con quinientos millones de estrellas?
-Quinientos un millones seiscientos veintidós mil setecientos treinta y uno. Yo soy serio, soy preciso.
-¿Y qué haces con esas estrellas?
-¿Qué hago?
-Sí.
-Nada. Las poseo.
-¿Posees las estrellas?
-Sí.
-Pero he visto un rey que…
-Los reyes no poseen, “reinan”. Es muy diferente.
-¿Y para qué te sirve poseer las estrellas?
-Me sirve para ser rico.
-¿Y para qué te sirve ser rico?
-Para comprar otras estrellas, si alguien las encuentra.
Éste, se dijo a sí mismo el principito, razona un poco como el ebrio. Sin embargo, siguió preguntando:
-¿Cómo se puede poseer estrellas?
-¿De quién son? –replicó, hosco, el hombre de negocios.
-No sé. De nadie.
-Entonces, son mías, pues soy el primero en haberlo pensado.
-¿Es suficiente?
            -Seguramente. Cuando encuentras un diamante que no es de nadie, es tuyo. Cuando encuentras una isla que no es de nadie, es tuya. Cuando eres el primero en tener una idea, la haces patentar: es tuya. Yo poseo las estrellas porque jamás, nadie antes que yo, soñó con poseerlas.
-Es verdad –dijo el principito–. ¿Y qué haces tú con las estrellas?
-Las administro. Las cuento y las recuento –dijo el hombre de negocios–. Es difícil. ¡Pero soy un hombre serio!
El principito todavía no estaba satisfecho.
-Yo, si poseso un pañuelo, puedo ponerlo alrededor de mi cuello y llevármelo. Yo, si poseo una flor, puedo cortarla y llevármela. ¡Pero tú no puedes cortar las estrellas!
-No, pero puedo depositarlas en el banco.
-¿Qué quiere decir eso?
-Quiere decir que escribo en un papelito la cantidad de mis estrellas. Y después, cierro el papelito bajo llave en un cajón.
-¿Es todo?
-Es suficiente.
Es divertido, pensó el principito. Es bastante poético. Pero no es muy serio.
El principito tenía sobre las cosas serias ideas muy diferentes de las ideas de las personas mayores.
-Yo –dijo aún– poseo una flor que riego todos los días. Poseo tres volcanes que deshollino todas las semanas. Pues deshollino también el que está extinguido. No se sabe nunca. Es útil para mis volcanes y es útil para mi flor que yo los posea. Pero tú no eres útil a las estrellas…
El hombre de negocios abrió la boca pero no encontró respuesta y el principito se fue.
Decididamente las personas mayores son bien extraordinarias, se dijo a sí mismo durante el viaje.
Fuente: Saint-Exupéry, A. (1974), El principito, Ultramar Editores, Madrid.

7/8/08

El teorema más importante de toda la matemática

Por Jacob Bronowski
Los cuatro puntos principales -sur, oeste, norte y este- de los triángulos que forman el cruce del compás, son las esquinas de un cuadrado. Muevo los cuatro triángulos de forma tal que el lado más grande de cada uno termina en el punto principal de su vecino. He construido un cuadrado cuyos lados son los más largos de cada triángulo rectángulo, la hipotenusa. Únicamente con el objeto de saber qué forma parte del área comprendida y qué no, voy a colocar un azulejo adicional en la pequeña área cuadrada interior, hasta ahora vacía.
La imagen es mía, a partir de la figura del libro
Tenemos ahora un cuadrado formado por la hipotenusa y podemos, mediante cálculos, relacionar éste con los cuadrados de los dos lados más pequeños. Pero así se perdería de vista la estructura natural y la interiorización esencial de la figura. No hay necesidad de calcular. Un juego sencillo que los niños y los matemáticos practican demostrará aún más. Transpongamos dos triángulos a posiciones nuevas. Movamos el triángulo que señalaba hacia el sur de modo que su lado más largo esté junto al lado más largo del triángulo que señalaba hacia el norte. Y movamos el triángulo que señalaba hacia el este de modo que su lado más largo esté junto al lado más largo del triángulo que señalaba hacia el oeste.
Así habremos construido una figura en forma de L de área igual (claro, porque está formada de las mismas piezas), cuyos lados percibimos en términos de los lados más pequeños de los triángulos rectángulos. Para aclarar visualmente la composición de esta figura en forma de L, la dividimos con una raya, separando la parte vertical de la horizontal. Queda entonces claro que ésta es un cuadrado formado por los lados más cortos del triángulo; y que aquélla es un cuadrado basado en el más largo de los dos lados que forman el ángulo recto.
Pitágoras demostró así un teorema general: no sólo para el triángulo egipcio de proporciones 3:4:5, o cualquier triángulo babilónico, sino para todo triángulo que contenga un ángulo recto. Demostró que el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma del cuadrado de los catetos. Por ejemplo, los lados tres, cuatro y cinco forman un ángulo recto porque

5^2 = 5 x 5 = 25
= 16 + 9 = 4 x 4 + 3 x 3
=4^2 + 3^2.

Y lo mismo es cierto para los lados de los triángulos encontrados por los babilonios, sean los simples como 8:15:17, o los más formidables como 3367:3456:4825, lo cual no deja lugar a duda de que eran hábiles para la aritmética.
Hasta hoy, el teorema de Pitágoras sigue siendo el teorema individual más importante de toda la matemática. Parece extraordinario decirlo, pero no es una extravagancia; porque lo que estableció Pitágoras es una caracterización fundamental del espacio en que nos movemos, traducido por primera vez a números. Y el ajuste exacto de los números describe las leyes exactas que regulan el universo. En efecto, los números que componen los triángulos rectángulos han sido propuestos como posibles mensajes a otros planetas, en búsqueda de prueba de la existencia de vida racional en éstos.
Fuente: Bronowski, J. (1973), El ascenso del hombre, Sistemas Técnicos de Edición, México, D.F.

3/8/08

Miguel Mármol, viejo maestro en el oficio del nacer incesante

Por Eduardo Galeano
1905
Ilopango
Miguel a la semana
La señorita Santos Mármol, preñada a la mala, se niega a dar el nombre del autor de su deshonra. La madre, Doña Tomasa, la corre a garrotazos. Doña Tomasa, viuda de hombre pobre pero blanco, sospecha lo peor.
Cuando el niño nace, la repudiada señorita Santos lo trae en brazos:
-Éste es tu nieto, mamá.
Doña Tomasa pega un chillido de espanto al ver al recién nacido, araña azul, indio trompudo, tan feíto que da más cólera que lástima, y le cierra, plam, la puerta en las narices.
Ante el portazo, la señorita Santos cae redonda al suelo. Bajo su desmayada madre, el recién nacido parece muerto. Pero cuando los vecinos se la sacan de encima, el aplastadito pega un tremendo berrido.
Y así ocurre el segundo nacimiento de Miguel Mármol, casi al principio de su edad.
Imagen tomada de https://bit.ly/2u4Y3rA
1918
Ilopango
Miguel a los trece
Llegó al cuartel de Ilopango empujado por el hambre, que le había escondido los ojos allá en el fondo de su cara.
En el cuartel, a cambio de comida, Miguel empezó haciendo mandados y lustrando botas de tenientes. Rápidamente aprendió a partir cocos de un solo machetazo, como si fueran pescuezos, y a disparar la carabina sin desperdiciar cartuchos. Así se hizo soldado.
Al cabo de un año de vida cuartelera, el pobre muchachito no da más. Después de tanto aguantar oficiales borrachos que lo garrotean porque sí, Miguel se escapa. Y esta noche, la noche de su fuga, estalla el terremoto en Ilopango. Miguel lo escucha de lejos.
Un día sí y otro también tiembla la tierra en El Salvador, paisito de gente caliente, y entre temblor y temblor algún terremoto de verdad, un señor terremoto como éste, irrumpe y rompe. Esta noche el terremoto desploma el cuartel, ya sin Miguel, hasta la última piedra; y todos los oficiales y todos los soldados mueren machacados por el derrumbe.
Y así ocurre el tercer nacimiento de Miguel Mármol, a los trece años de su edad.
1930
Ilopango
Miguel a los veinticinco
La crisis también revuelca por los suelos el precio del café. Los granos se pudren en las ramas; un olor dulzón, de café podrido, pesa en el aire. En toda América Central, los finqueros arrojan a los peones al camino. Los pocos peones que tienen trabajo reciben la misma ración que los cerdos.
En plena crisis nace el Partido Comunista de El Salvador. Miguel es uno de los fundadores. Maestro artesano en el oficio de zapatería, Miguel trabaja salteado. La policía le anda pisando los talones. Él agita el ambiente, recluta gente, se esconde y huye.
Una mañana Miguel se acerca, disfrazado, a su casa. La ve sin vigilancia. Escucha llorar a su hijo y entra. El niño está solo, chillando a pleno pulmón. Miguel se pone a cambiarle los pañales cuando en eso alza la mirada y por la ventana descubre que los agentes están rodeando la casa.
Perdoná –le dice al cagadito, y lo deja a medio mudar. Pega un salto de gato y consigue deslizarse por un agujero entra las tejas rotosas, mientras suenan los primeros tiros.
Y así ocurre el cuarto nacimiento de Miguel Mármol, a los veinticinco años de su edad.
1932
Soyapango
Miguel a los veintiséis
Los llevan en camión, amarrados. Miguel reconoce los lugares de su infancia:
-Qué suerte -piensa-. Voy a morir cerca de donde tengo enterrado el ombligo.
Los bajan a culatazos. Van fusilando de a dos. Los faros del camión y la luna hacen luz de sobra.
Después de unas cuantas descargas, llega el turno de Miguel y de un vendedor de estampitas, condenado por ruso. El ruso y Miguel se estrechan las manos, atadas a la espalda, y enfrentan al pelotón. A Miguel le pica todo el cuerpo, necesita rascarse desesperadamente, y en eso está pensando mientras escucha gritar: ¡Preparen! ¡Apunten! ¡Fuego!
Cuando Miguel despierta, hay un montón de cuerpo goteando sangre encima de él. Siente su cabeza latiendo y manando sangre y en el cuerpo y en el alma y en la ropa le duelen los balazos. Escucha el cerrojo de un fusil. Un tiro de gracia. Otro. Otro. Con los ojos nublados de sangre, Miguel espera su bala final, pero en vez de bala final le llegan machetazos.
A patadas los soldados arrojan los cuerpos a la fosa y echan tierra. Cuando el camión se va, Miguel, todo baleado y tajeado, empieza a moverse. Le lleva siglos desprenderse de tanto muerto y tanta tierra. Por fin consigue caminar, a paso ferozmente lento, más cayéndose que parándose, y muy de a poco se va alejando. Se lleva el sombrero de un camarada que se llamaba Serafín.
Y así ocurre el quinto nacimiento de Miguel Mármol, a los veintiséis años de su edad.
1932
San Salvador
Miguel a los veintisiete
De quienes salvaron a Miguel, no ha quedado ni uno vivo. Los soldados han acribillado a los camaradas que lo recogieron en una zanja, y a quienes lo pasaron por el río en silla de manos, y a quienes lo escondieron en una cueva, y a quienes consiguieron traerlo hasta esta casa, la casa de su hermana, en San Salvador. A la hermana hubo que abanicarla cuando vio el espectro de Miguel cosido a tiros y machetazos. Ella estaba rezando novenas por su descanso eterno.
El oficio fúnebre continúa. Miguel se repone como puede, escondido tras el altar armado en su memoria, sin más remedio que el agua de cogollo de chichipince que la hermana aplica, con santa paciencia, sobre las heridas purulentas. Yace Miguel al otro lado de la cortina, ardiente de fiebre; y así pasa el día de su cumpleaños escuchando las alabanzas que le dedican los desconsolados parientes y vecinos que por él lloran a mares y rezan sin parar.
Una noche de éstas, una patrulla militar se detiene a la puerta:
-¿Por quién rezan?
-Por el alma de mi difunto hermano.
Los soldados entran, se asoman al altar, fruncen narices.
La hermana de Miguel estruja el rosario. Tiemblan las velas ante la imagen de Nuestro Señor Jesucristo. A Miguel le vienen súbitas ganas de toser. Pero los soldados se persignan:
-Que en paz descanse -dicen, y siguen de largo.
Y así ocurre el sexto nacimiento de Miguel Mármol, a los veintisiete años de su edad.
1934
San Salvador
Miguel a los veintinueve
Siempre corrido por la policía salvadoreña, Miguel encuentra refugio en casa de la amante del cónsul de España.
Una noche se desata una tempestad. Desde la ventana, Miguel ve que el rió crece y que allá lejos, en el recodo, la correntada está a punto de embestir el rancho de barro y cañas donde viven su mujer y sus hijos. Desafiando al ventarrón y a las patrullas nocturnas, Miguel abandona su sólido escondite y sale disparado en busca de los suyos.
Pasan la noche todos abrazados, apoyados contra las frágiles paredes, escuchando rugir al viento y al río. Al alba, cuando por fin callan el aire y el agua, el ranchito está un poco chueco y mojado, pero no volteado. Miguel se despide de su familia y regresa a su refugio.
Pero no lo encuentra. De aquella casa de bien plantados pilares, no queda ni un ladrillo de recuerdo. La furia del río ha socavado la barranca, ha arrancado los cimientos y se ha llevado al diablo a la casa, a la amante del cónsul y a la mucama, que han muerto ahogadas.
Y así ocurre el séptimo nacimiento de Miguel Mármol, a los veintinueve años de su edad.
1936
San Salvador
Miguel a los treinta y uno
Después del derrumbamiento de su escondite en la barranca, Miguel había caído preso. Casi dos años estuvo esposado en la celda solitaria.
Recién salido de la cárcel, deambula por los caminos, paria rotoso, sin nada. No tiene partido, porque sus camaradas del Partido Comunista sospechan que el dictador Martínez lo ha dejado libre a cambio de traición. No tiene trabajo, porque el dictador Martínez impide que le den. No tiene mujer, que lo abandonó llevándose a los hijos, ni tiene casa, ni comida, ni zapatos, y ni nombre tiene siquiera: está probado que Miguel Mármol no existe desde que fue ejecutado en 1932.
Decide acabar de una vez. Ya basta de tristear la pena negra. De un machetazo se abrirá las venas. Y está alzando el machete, cuando por el camino aparece un niño a lomo de burro. El niño lo saluda, revoleando un enorme sombrero de paja, y le pide el machete para partir un coco. Después le ofrece la mitad del coco abierto, agua de beber, pulpa de comer, y Miguel bebe y come como si este niño desconocido lo hubiera invitado a una espléndida fiesta, y se levanta y caminando se va de la muerte.
Y así ocurre el octavo nacimiento de Miguel Mármol, a los treinta y un años de su edad.
1945
Frontera entre Guatemala y El Salvador
Miguel a los cuarenta
Duerme en cavernas y cementerios. Condenado por el hambre a hipo continuo, anda disputando miguitas con las urracas y las palomas mustungonas. La hermana, que lo encuentra de vez en cuando, le dice:
-Dios te ha dado muchas habilidades, pero te ha puesto el castigo de ser comunista.
Desde que Miguel recuperó la confianza plena de su partido, no ha dejado de correr y padecer. Y ahora el partido ha resuelto que el más sacrificado de sus militantes se marche desde El Salvador hacia el exilio en Guatemala.
Miguel consigue pasar la frontera, al cabo de mil trajines y peligros. Ya es noche cerrada. Se echa a dormir, exhausto, bajo un árbol. Al alba, lo despierta una enorme vaca amarilla, que le está lamiendo los pies. Miguel le dice:
-Buen día.
Y la vaca se asusta y huye a todo lo que da y mugiendo se mete en el monte. Del monte emergen, en seguida, cinco toros vengadores. Miguel no puede escapar hacia atrás ni hacia arriba. A sus espaldas hay un abismo y el árbol es de tronco liso. En tromba se le vienen encima los toros, pero antes de la embestida final se paran en seco y mirándolo fijo resoplan, echan fuego y humo, tiran cornadas al aire y rastrillan el suelo arrancando maleza y polvareda.
Miguel suda frío y tiembla. Tartamudo de pánico, balbucea explicaciones. Los toros lo miran, hombrecito mitad hambre mitad susto, y se miran entre sí. Él se encomienda a Marx y a san Francisco de Asís. Y por fin los toros le dan la espalda y se alejan, cabizbajos, a paso lento,
Y así ocurre el noveno nacimiento de Miguel Mármol, a los cuarenta años de su edad.
1954
Mazatenango
Miguel a los cuarenta y nueve
Al canto de las aves, antes de la primera luz, afilan los machetes. Y al galope llegan a Mazatenango, en busca de Miguel. Los verdugos van haciendo cruces en la larga lista de los marcados para morir, mientras el ejército de Castillo Armas se apodera de Guatemala. Miguel figura en quinto lugar entre los más peligrosos, condenado por rojo y por extranjero metelíos. Desde que llegó corrido desde El Salvador, no ha parado un instante en su tarea de agitar obreros.
            Le echan los perros. Quieren llevárselo colgado de un caballo y exhibirlo por los caminos con la garganta abierta de un machetazo. Pero Miguel es bicho muy vivido y sabido y se pierde en los yuyales.
Y así ocurre el décimo nacimiento de Miguel Mármol, a los cuarenta y nueve años de su edad.
1963
San Salvador
Miguel a los cincuenta y ocho
Anda Miguel como de costumbre, a salto de mata, cometiendo sindicatos campesinos y otras diabluras, cuando los policías lo atrapan en algún pueblito y lo traen, atado de pies y manos, a la ciudad de San Salvador.
Aquí recibe larga paliza. Ocho días lo golpean colgado, ocho noches le pegan en el suelo. Mucho le crujen los huesos y le grita la carne, pero él no dice ni mú mientras le exigen que revele secretos. En cambio, cuando el capitán torturador le putea a su gente querida, el viejo respondón se levanta desde sus restos sangrantes, el desplumado gallito alza la cresta y cacarea, Miguel ordena al capitán que cierre esa cochina boca. Y entonces el capitán le hunde en el cuello el caño de la pistola y Miguel lo desafía a que aviente bala nomás. Y quedan cara a cara los dos, fieros, jadeantes, como soplando brasas: el soldado con el dedo en el gatillo, la pistola clavada en el pescuezo de Miguel y los ojos calvados en sus ojos, y Miguel sin parpadear, comprobando el paso de los segundos y los siglos y escuchando el retumbe del corazón que se le ha subido a la cabeza. Y ya se da Miguel por muerto de muerte total, cuando de pronto una sombra asoma en el fulgor de furia de los ojos del capitán, un cansancio o no sé qué lo invade y le toma los ojos por asalto, y al rato el capitán parpadea, sorprendido de estar donde está, y lentamente deja caer el arma y la mirada.
Y así ocurre el undécimo nacimiento de Miguel Mármol, a los cincuenta y ocho años de su edad.
1975
San Salvador
Miguel a los setenta
Cada día de la vida es el irrepetible acorde de una música que se ríe de la muerte. El peligroso Miguel se ha pasado de vivo y los dueños de El Salvador deciden comprar un asesino para que la vida se vaya con la música a otra parte.
El asesino trae un puñal escondido bajo la camisa. Miguel está sentado, hablando a los estudiantes en la Universidad. Les está diciendo que los jóvenes tienen que ocupar el lugar de los taitas, y que es preciso que actúen, que se jueguen, que hagan cosas, sin cacarear como las gallinas cada vez que ponen un huevo. El asesino se abre paso lentamente entre el público y se va corriendo hasta ubicarse a espaldas de Miguel. Pero en el instante en que alza el filo, una mujer pega un tremendo alarido y Miguel se tira al suelo y evita la puñalada.
Y así ocurre el duodécimo nacimiento de Miguel Mármol, a los setenta años de su edad.
1984
La Habana
Miguel a los setenta y nueve
A lo largo del siglo, este hombre ha pasado la pena negra y muchas veces ha muerto por bala o patatús. Ahora, desde el exilio, sigue acompañando con brío la guerra de su gente.
La luz del amanecer lo encuentra siempre levantado, afeitado y conspirando. Él bien podría quedarse dando vueltas y más vueltas en las puertas giratorias de la memoria; pero no sabe hacerse el sordo cuando lo llaman las voces de los tiempos y caminos que todavía no anduvo.
Y así, a los setenta y nueve años de su edad, ocurre cada día un nuevo nacimiento de Miguel Mármol, viejo maestro en el oficio del nacer incesante.
Fuente: Galeano, E. (1986), Memoria del fuego 3 El siglo del viento, Siglo veintiuno, Madrid.