25/2/21

Edward I versus los judíos

Por Jesús Mosterín
Imagen tomada de shorturl.at/oAPTX
Edward I (1239-1307) accedió al trono de Inglaterra en 1272, a la muerte de su padre, Henry III. Trató de unificar todas las islas Británicas bajo el dominio de la monarquía inglesa. Aplastó a los galeses y condujo repetidas guerras contra los escoceses. Para financiar sus continuas guerras, Edward I incrementó constantemente la presión fiscal sobre los judíos, hasta arruinarlos completamente. Al no poder extraer más dinero de ellos, optó por castigarlos. Los obligó a portar como distintivo una estrella amarilla, como haría Hitler en el siglo XX. En 1275 retiró a los judíos el derecho a prestar dinero, que era casi la única actividad que les estaba permitida. Sólo podrían trabajar como comerciantes sin gremio o como peones agrícolas. En esas condiciones, los judíos ya no estaban en posición de seguir contribuyendo a la hacienda real. En 1278 Edward I hizo ejecutar a trescientas cabezas de familia judíos por una vaporosa acusación de falsificación de moneda, confiscando a continuación todas las propiedades de los ejecutados. En 1290 ya no había manera alguna de sacar un céntimo más de los judíos. El rey decretó su expulsión definitiva, convirtiendo así a Inglaterra en el primer país europeo en expulsarlos. Varios miles de judíos tuvieron que abandonar Gran Bretaña, que quedó casi completamente vacía de hebreos durante los siguientes 350 años. Muchos de los expulsados se establecieron en Francia o Alemania. Los judíos sólo volverían a Inglaterra a partir de la época de Cromwell, a mediados del siglo XVII.
Fuente: Mosterín, J. (2006), Los judíos, Alianza Editorial, Madrid.

18/2/21

Sobre el suicidio

 

Casi todas las personas toman partido por la vida, a pesar de lo dura que puede ser, pero en la secta nos parecía importante auxiliar a la la minoría que opta por el suicidio. Hay buenos y malos motivos para quitarse la vida. Un adolescente desesperado que piensa en el suicidio luego de una ruptura amorosa, tiene un mal motivo, pues seguramente el tiempo curaría esa herida. En la secta creíamos que treinta son los años que hacen falta para conocer la vida. Quien opte por el suicidio debería entonces haber vivido al menos treinta años, con la excepción de quienes padezcan una grave enfermedad desde temprana edad. Un sufrimiento tan intenso que un adulto lo considere insoportable, constituye un buen motivo para quitarse la vida. Pero el cuerpo es resistente y no se deja apagar tan fácilmente, como muestran los penosos casos de personas que logran quitarse la vida después de varios intentos y recurriendo a métodos cada vez más violentos. Hay que ayudar a los suicidas a conseguir su objetivo. El procedimiento consiste en proporcionarle una pastilla que lo duerma para que a continuación un médico compasivo le inyecte una droga letal. En la secta pensábamos que lo ideal sería que existieran centros para asistir a los suicidas en todas las ciudades del mundo con al menos un millón de habitantes.

11/2/21

¡Dos y dos son cuatro!

Por Philip Roth

Filosófica:

–A quién le importa.

–¡A mí me importa! ¿Sabes cuántas son dos más dos? ¡Quiero saberlo! Mírame. Hablo en serio. Tengo que saber lo que sabes y lo que no sabes, y por dónde hay que empezar. ¿Cuántas son dos más dos? ¡Contéstame!

Estúpida:

–No sé.

–¡Sí lo sabes! Y no hables como una criatura. ¡Contéstame!

Fuera de sí:

–¡No sé! ¡Te digo que me dejes en paz!

–Mónica, ¿cuántas son once menos uno? A once le quitas uno. Si tienes once centavos y alguien te quita un centavo, ¿cuánto te queda? Tienes que saber esto.

Histérica:

–¡No lo sé!

–¡Lo sabes!

Explosión:

–¡Doce!

–¿Cómo pueden ser doce? Doce es más que once. Te pregunto qué es menos que once. Once menos uno son… ¿cuánto?

Pausa. Reflexión. Decisión:

–Uno.

–¡No! ¡Tienes onces y le quitas uno!

Iluminación:

–¡Aaah! ¡Le quito...!

–Sí. Sí.

Impávida:

–Nunca hemos hecho quitar.

–Lo has hecho. Has tenido que hacerlo.

Firme:

–Te digo la verdad. No tenemos quitar en la escuela James Madison.

–Mónica, esto es restar... lo tienen en todas partes, en todas las escuelas, y tienes que saberlo. Querida, no me importa lo del sombrero, ni siquiera me importa lo de tu padre, eso ya pasó. Me importas tú y lo que será de ti. Porque no puedes ser como una niña pequeña que no sabe nada. Sí sigues así tendrás dificultades y una vida terrible. Eres mujer, y estás creciendo, y tienes que saber cómo obtener cambio de un dólar y qué viene antes del once, que es la edad que tendrás el año que viene. Y tienes que saber cómo sentarte... por favor, por favor, no te sientes así, Mónica, por favor, no vayas en el autobús ni te sientes así en público, aunque insistas en sentarte así aquí para hacerme enfadar. Por favor, prométemelo.

Hosca, perpleja:

–No te entiendo

–Mónica, estás creciendo, aunque los domingos te vistan como una muñeca.

Justa indignación:

–Eso es para la iglesia.

–Pero la iglesia no tiene nada que ver contigo. Lo que es importante para ti es leer y escribir... Mónica, te juro que te digo todo esto solo porque te quiero, y no quiero que te pase nada malo, nunca. ¡Te quiero, debes saberlo! Lo que puedan haberte dicho de mí no es verdad. No estoy loca, no soy una demente. No tienes que tenerme miedo, ni odiarme... He estado enferma, pero ahora estoy bien, y me dan ganas de ahorcarme cada vez que pienso que te dejé en manos de él, que pensé que te daría una madre y un hogar y todo lo que yo quería que tuvieses. ¡Y ahora no tienes madre... tienes esta persona, esta mujer, esta idiota que te viste con ese disfraz ridículo y te da una Biblia para llevarla en la mano cuando ni siquiera sabes leer! Y como padre tienes a ese hombre. ¡De todos los padres del mundo, ese!

En este punto, Mónica lanzó un alarido tan penetrante que salí corriendo de la cocina, donde había estado sentado a solas con una taza de café frío, sin saber qué pensar.

En la sala, lo único que había hecho Lydia era tomar una de las manos de Mónica, y sin embargo la chica gritaba como si fueran a matarla.

–Pero ¡si solo quiero acariciarte! –decía Lydia entre sollozos.

Como si mi aparición fuese la señal para el comienzo de la verdadera violencia, Mónica empezó a echar espuma por la boca, gritando sin interrupción:

–¡No me toques! ¡No me toques! ¡Dos y dos son cuatro! ¡No me pegues! ¡Son cuatro!

Fuente: Roth, P. (1974), Mi vida como hombre, Random House Mondadori, Barcelona.


4/2/21

Somos Dios

Por Jesús Mosterín
En lo más profundo de nosotros mismos, somos conciencia, atman, pero esa conciencia está atrapada en la materia del cuerpo y en los entresijos del alma, en el mundo empírico, en el mundo de los intereses y los sentimientos y las preocupaciones y los sufrimientos. El atman, alienado de sí mismo, se identifica falsamente con su cuerpo, con su alma, con su mente, con sus percepciones y con sus cosas, está encadenado al mundo de lo que no es él mimo, al no-atman. Pero esa conciencia encarnada, entrelazada y apegada a las cosas, no es el atman, sino el jīva. Es el jīva el que está encadenado, el que necesita ser liberado. Shankara recalca que la causa del encadenamiento del jīva es la ignorancia (avidyā). La única medicina capaz de vencer y eliminar la ignorancia es el conocimiento, y no un conocimiento cualquiera, por ejemplo de las cosas empíricas, sino el conocimiento liberador, el percatarse de que uno mismo en el fondo es atman y que atman es Brahman. Todo el mundo del espacio y el tiempo, de los nombres y las formas, de la dualidad y las relaciones, es el resultado de concebir y ver a la realidad absoluta, Brahman, a través del tamiz engañoso e ilusionista de maya. Todo el mundo empírico, incluido Ishvara, el dios creador, es apariencia, ilusión y engaño. Si somos capaces de apartar la cortina de maya, encontramos a Brahman en todas partes, y en especial dentro de nosotros mismos. Todo el mundo subjetivo, fenoménico y emocional, nuestro propio yo, el diferenciar el yo del tú, lo mío de lo tuyo y de lo suyo, el identificarnos con nuestra alma y con nuestro cuerpo, el pensar que somos algo separado del resto, el sentir apego por las cosas, el tener deseos y temores, todo eso es efecto de la ignorancia. Así como maya nos impide captar a Brahman, la ignorancia nos impide captarnos como lo que somos de verdad, atman, conciencia universal, Brahman. Ya no nos importa lo que es nuestro, porque el universo entero es nuestro. Ya no tenemos que pedir nada a Dios, porque somos Dios. Ya carecemos de deseos de poseer y de ser, pues somos todo y lo poseemos todos. La conciencia turbia de nuestro yo, entrelazada con el alma y con el cuerpo, apegada a las cosas y arrastrada por los deseos y las frustraciones, se purifica y se convierte en conciencia pura, en la conciencia universal, que es dicha y libertad definitivas.
Fuente: Mosterín, J. (2007), India, Alianza Editorial, Madrid.