11/2/21

¡Dos y dos son cuatro!

Por Philip Roth

Filosófica:

–A quién le importa.

–¡A mí me importa! ¿Sabes cuántas son dos más dos? ¡Quiero saberlo! Mírame. Hablo en serio. Tengo que saber lo que sabes y lo que no sabes, y por dónde hay que empezar. ¿Cuántas son dos más dos? ¡Contéstame!

Estúpida:

–No sé.

–¡Sí lo sabes! Y no hables como una criatura. ¡Contéstame!

Fuera de sí:

–¡No sé! ¡Te digo que me dejes en paz!

–Mónica, ¿cuántas son once menos uno? A once le quitas uno. Si tienes once centavos y alguien te quita un centavo, ¿cuánto te queda? Tienes que saber esto.

Histérica:

–¡No lo sé!

–¡Lo sabes!

Explosión:

–¡Doce!

–¿Cómo pueden ser doce? Doce es más que once. Te pregunto qué es menos que once. Once menos uno son… ¿cuánto?

Pausa. Reflexión. Decisión:

–Uno.

–¡No! ¡Tienes onces y le quitas uno!

Iluminación:

–¡Aaah! ¡Le quito...!

–Sí. Sí.

Impávida:

–Nunca hemos hecho quitar.

–Lo has hecho. Has tenido que hacerlo.

Firme:

–Te digo la verdad. No tenemos quitar en la escuela James Madison.

–Mónica, esto es restar... lo tienen en todas partes, en todas las escuelas, y tienes que saberlo. Querida, no me importa lo del sombrero, ni siquiera me importa lo de tu padre, eso ya pasó. Me importas tú y lo que será de ti. Porque no puedes ser como una niña pequeña que no sabe nada. Sí sigues así tendrás dificultades y una vida terrible. Eres mujer, y estás creciendo, y tienes que saber cómo obtener cambio de un dólar y qué viene antes del once, que es la edad que tendrás el año que viene. Y tienes que saber cómo sentarte... por favor, por favor, no te sientes así, Mónica, por favor, no vayas en el autobús ni te sientes así en público, aunque insistas en sentarte así aquí para hacerme enfadar. Por favor, prométemelo.

Hosca, perpleja:

–No te entiendo

–Mónica, estás creciendo, aunque los domingos te vistan como una muñeca.

Justa indignación:

–Eso es para la iglesia.

–Pero la iglesia no tiene nada que ver contigo. Lo que es importante para ti es leer y escribir... Mónica, te juro que te digo todo esto solo porque te quiero, y no quiero que te pase nada malo, nunca. ¡Te quiero, debes saberlo! Lo que puedan haberte dicho de mí no es verdad. No estoy loca, no soy una demente. No tienes que tenerme miedo, ni odiarme... He estado enferma, pero ahora estoy bien, y me dan ganas de ahorcarme cada vez que pienso que te dejé en manos de él, que pensé que te daría una madre y un hogar y todo lo que yo quería que tuvieses. ¡Y ahora no tienes madre... tienes esta persona, esta mujer, esta idiota que te viste con ese disfraz ridículo y te da una Biblia para llevarla en la mano cuando ni siquiera sabes leer! Y como padre tienes a ese hombre. ¡De todos los padres del mundo, ese!

En este punto, Mónica lanzó un alarido tan penetrante que salí corriendo de la cocina, donde había estado sentado a solas con una taza de café frío, sin saber qué pensar.

En la sala, lo único que había hecho Lydia era tomar una de las manos de Mónica, y sin embargo la chica gritaba como si fueran a matarla.

–Pero ¡si solo quiero acariciarte! –decía Lydia entre sollozos.

Como si mi aparición fuese la señal para el comienzo de la verdadera violencia, Mónica empezó a echar espuma por la boca, gritando sin interrupción:

–¡No me toques! ¡No me toques! ¡Dos y dos son cuatro! ¡No me pegues! ¡Son cuatro!

Fuente: Roth, P. (1974), Mi vida como hombre, Random House Mondadori, Barcelona.


No hay comentarios: