21/12/07

Las cosas más sagradas

Por Eduardo Galeano
1907
Iquique
Banderas de varios países
encabezan la marcha de los obreros del salitre, a través del cascajoso desierto del norte de Chile. Miles de obreros en huelga y miles de mujeres y niños caminan hacia el puerto de Iquique, coreando consignas y canciones.
Cuando los obreros ocupan Iquique, el ministro del Interior dicta orden de matar. Los obreros, en continua asamblea, deciden aguantar a pie firme y sin arrojar ni una piedra.
José Briggs, jefe de la huelga, es hijo de un norteamericano, pero se niega a pedir protección al cónsul de los Estados Unidos. El cónsul del Perú intenta llevarse a los obreros peruanos. Los obreros peruanos no abandonan a sus compañeros chilenos. El cónsul de Bolivia quiere salvar a los obreros bolivianos. Los obreros bolivianos dicen:
-Con los chilenos vivimos, con los chilenos morimos.
Las ametralladoras y los fusiles del general Roberto Silva Renard barren a los huelguistas desarmados y dejan el tendal.
El ministro Rafael Sotomayor justifica la carnicería en nombre de las cosas más sagradas, que son, en orden de importancia: la propiedad, el orden público y la vida.
Fuente: Galeano, E. (1986), Memoria del fuego 3 EL SIGLO DEL VIENTO, Siglo Veintiuno, Madrid.

19/12/07

Disparen sobre Fidel

Por Eduardo Galeano
1971
Santiago de Chile
«Disparen sobre Fidel»
ha ordenado la CIA a dos de sus agentes. Sólo sirven para ocultar pistolas automáticas esas cámaras de televisión que hacen como que filman, muy atareadas, la visita de Fidel Castro a Santiago de Chile. Los agentes enfocan a Fidel, lo tienen en el centro de la mira, pero ninguno dispara.
Hace ya muchos años que los especialistas de la División de Servicios Técnicos de la CIA vienen imaginando atentados contra Fidel. Han gastado fortunas. Han probado con cápsulas de cianuro en el batido de chocolate y con ciertas infalibles pildoritas que se disuelven en la cerveza o el ron y fulminan sin que la autopsia las delate. También lo han intentado con basukas y fusiles de mira telescópica y con una bomba de plástico, de treinta kilos, que un agente debía ubicar en la alcantarilla, bajo la tribuna. Y han usado cigarros envenenados. Prepararon para Fidel un habano especial, que mata apenas toca los labios. Como no funcionó, probaron con otro habano que provoca mareos y aflauta la voz. Ya que no conseguían matarlo, trataron de matarle, por lo menos, el prestigio: intentaron rociarle el micrófono con un polvo que en pleno discurso provoca una irresistible tendencia al disparate y hasta le prepararon una pócima depilatoria, para que se le cayera la barba y quedara desnudo ante la multitud.
Fuente: Galeano, E. (1986), Memoria del fuego 3 EL SIGLO DEL VIENTO, Siglo Veintiuno, Madrid.

15/12/07

Volaba como mariposa, picaba como abeja

Por Ramiro Díez
Una tarde sofocante de verano, en un barrio miserable de Chicago, un muchacho negro llamado Robert Bruckell, se sintió tan golpeado y ninguneado por el destino, que decidió suicidarse porque descubrió que a él le pasaba lo mismo que a muchos: que le tenía más miedo a la vida que a la muerte.
Hasta ese momento recordaba tres etapas en su existencia: cuando niño había vivido una sobredosis de humillaciones y carencias. Cuando entró a la adolescencia sufrió una sobredosis de desesperanza. Y los últimos tres días se había sometido a otra sobredosis de alcohol y droga porque los zapatos, y la camisa, y respirar, y la vida le quedaban grandes.
Robert Bruckell subió al décimo piso de un edificio, entró a una oficina engañando a una secretaria, sacó su cuerpo por la ventana, se colocó sobre una cornisa, y amenazó con lanzarse. Casi al instante, la televisión estaba allí a la espera de que aquel muchacho negro sin nombre tardara todavía unos minutos para ejecutar su decisión fatal, de tal manera que se siguiera disparando el rating.
Abajo, como siempre sucede, se conformó el grupo de los creyentes de la Biblia que citan versículos y profetas, premios y castigos, promesas y redenciones para evitar un huésped más en el infierno y le piden al inminente suicida que no lo sea.
Al lado de estos se situaron, a carcajada batiente, los mejores candidatos al infierno: los que con una mano fuman, con la otra beben y –no se sabe cómo-, con las dos manos a veces filman, toman fotos, y baten palmas gritando “¡salta, salta, salta!”.
Desde arriba nada se distingue, nada se escucha. Apenas se ve un vacío gris y borroso, en parte producto de las lágrimas. Y nasa de oye: solo una gritería confusa, empañada por los bocinazos de los conductores, que muestran su furia porque alguna calle tapada les impide circular más rápido. Y también se oye como re-tum-tum-tum-tum-tum-ba la sangre en los oídos.
Robert Bruckell, por suerte, no se arrojó en forma inmediata y eso incrementó el rating de manera notable. Pero además aquella circunstancia fue afortunada porque entre los televidentes estaba un hombre, también de raza negra, que se llamaba Casius Clay, más conocido como Mohamed Alí.
Cuando Mohamed Alí, el boxeador que volaba como mariposa y picaba como abeja, vio la escena, se dirigió al lugar para hablar con el muchacho. Por suerte, no necesitaba a nadie que lo presentase ni que le concediese autorización para entrar al edificio y hablar con el joven para persuadirle de abandonar aquel intento.
Después de un nervioso intercambio de palabras en el cual ambos se insultaron, reinó un momento de calma y de silencio, roto por el joven desesperado:
“Soy negro, soy pobre. No soy nada para nadie en este país”, le dijo Robert.
“Para mí eres mi hermano, y te amo y estoy dispuesto a morirme para salvar tu vida. Recuerda que me negué a pelear en Vietnam para salvar otras”, le dijo el famoso boxeador.
“Pues yo voy a matarme para salvar otras vidas, -dijo el muchacho- porque odio a la gente y solo pienso en matar. Así que retírate porque los campeones me importan tres cojones”.
“¡Tres cojones!” dijo Mohamed Alí, y soltó una carcajada. Uno sólo ya es bastante… Imagínate tres: eso significa que sí te importo mucho”.
Robert quiso sonreír, pero una lucecita de conciencia le hizo entender que era de mal gusto un suicida sonriente. Así que el gesto instintivo de llevarse la mano a la boca (le faltaba algún diente), lo modificó a mitad de camino y terminó por arreglarse el cuello de la camisa. Detalle también elocuente en un suicida que, en el fondo, no quiere morir si se preocupa por su apariencia.
Quizás Mohamed Alí leyó estos gestos, o su proceder inmediato estaba asistido sólo por una gran valentía. Lo cierto fue que tomó una decisión:
“Dijeron en la tele que te llamas Robert. Un vecino te identificó. Así que Robert, escucha bien y no me hagas una trastada: estoy más gordo que tú y para mí es más peligros pararme donde tú estás. De hecho le tengo miedo a las alturas y tiembla todo cuando miro por una ventana…”
El joven sonrió esta vez sin ningún pudor. Y Mohamed continuó:
“Voy a caminar por esa cornisa para que veas que eres importante. Y voy a darte un beso y un abrazo. Y si quieres nos lanzamos juntos. Pero muérete sabiendo que eres importante. Y que a mí sí me importan mis cojones. Pero me los juego por mis amigos, y tú eres mi amigo. Ahí voy, Robert… y no me dejarás caer.”
En una acción suicida, Alí caminó por la cornisa y abrazó al muchacho que estalló en llanto compulsivo. Se tambalearon por un momento, sobre el vacío, en medio del horror de la multitud, y finalmente lograron aferrarse a un lugar seguro hasta llegar a una ventana y ponerse a salvo.
Conocí a Robert Bruckell, quince años después, cuando él ejercía como médico y acabó de narrar la historia:
“Mohamed Alí se pasó conmigo una semana, caminando por las calles de mi barrio, jugando al basket, sentados en el parque, charlando sobre historia y política, hablando de poesía, de la guerra y de la vida, temas que yo no conocía. Al final los chicos de mi barrio, también me pedían autógrafos. Él me ayudó con el estudio, yo decidí continuar después por mi cuenta, y aquí me tiene, intentando salvar vidas, aunque por mi especialidad no puedo hacer nada por Mohamed que es como mi padre. Él era y sigue siendo un personaje excepcional. Pero le acabó esa mierda, que es el boxeo”.
¿Esa qué, que es el boxeo?. Ya, déjese de elogios, Doctor Bruckell.
Fuente: Díez, R. (2004), Páginas con Cierto Sentido, Impresores MYL, Quito.

11/12/07

Mi vida no es más sagrada que la de mi perro

Por Arturo Pérez-Reverte
Si cuando me toque decir “Hasta luego Lucas” no consigo organizarlo a mi aire, si el mar no colabora espontáneamente en el asunto, o el Alzheimer no permite que me acuerde de dónde está el gatillo de la pistola, y por mi mala estrella termino en un hospital… háganme un favor. No es lo mismo acortar la vida que acortar la agonía, así que no me fastidien. Tampoco vengan a darme la murga con gorigoris, velitas encendidas y pazguatos arrodillados en la acera con los brazos en cruz bajo pancartas proclamando que mi vida es sagrada. Mi vida –lo dice el propietario titular– no es más sagrada que la de mi perro labrador o la de los millones de seres humanos que, como el resto de los animales y las plantas, han pasado por este mundo cochambroso a lo largo de los siglos y la historia, y seguirán pasando. A ver quién puñetas se han creído que somos. Por eso, el médico que, con mi consentimiento o el de los míos, decida aliviarme el trayecto ahorrándome sufrimiento inútil, nunca será un asesino, sino un amigo. Mi último amigo. Que otros hagan lo que quieran con sus vidas, pero a mi permítanme no perder la compostura. Déjenme morir tranquilo
Fuente: La cita procede de Sánchez Ron, J. M. (2006), Diccionario de la ciencia, Crítica, Barcelona.

17/11/07

Muhammed Alí

Por Eduardo Galeano
1967
Houston
Lo llamaron Cassius Clay: se llama Muhammed Alí, por nombre elegido.
Lo hicieron cristiano: se hace musulmán, por elegida fe.
Lo obligaron a defenderse: pega como nadie, feroz y veloz, tanque liviano, demoledora pluma, indestructible dueño de la corona mundial.
Le dijeron que un buen boxeador deja la bronca en el ring: él dice que el verdadero ring es el otro, donde un negro triunfante pelea por los negros vencidos, por los que comen sobras en la cocina.
Le aconsejaron discreción: desde entonces grita.
Le intervinieron el teléfono: desde entonces grita también por teléfono.
Le pusieron uniforme para enviarlo a la guerra de Vietnam: se saca el uniforme y grita que no va, porque no tiene nada contra los vietnamitas, que nada malo le han hecho a él ni a ningún otro negro norteamericano.
Le quitaron el título mundial, le prohibieron boxear, lo condenaron a cárcel y multa: gritando agradece estos elogios a su dignidad humana.
Fuente: Galeano, E. (1986), Memoria del fuego 3 EL SIGLO DEL VIENTO, Siglo Veintiuno, Madrid.