Por Ramiro Díez
Una tarde sofocante de verano, en un
barrio miserable de Chicago, un muchacho negro llamado Robert Bruckell, se
sintió tan golpeado y ninguneado por el destino, que decidió suicidarse porque
descubrió que a él le pasaba lo mismo que a muchos: que le tenía más miedo a la
vida que a la muerte.
Hasta ese momento
recordaba tres etapas en su existencia: cuando niño había vivido una sobredosis
de humillaciones y carencias. Cuando entró a la adolescencia sufrió una
sobredosis de desesperanza. Y los últimos tres días se había sometido a otra
sobredosis de alcohol y droga porque los zapatos, y la camisa, y respirar, y la
vida le quedaban grandes.
Robert Bruckell subió al
décimo piso de un edificio, entró a una oficina engañando a una secretaria,
sacó su cuerpo por la ventana, se colocó sobre una cornisa, y amenazó con
lanzarse. Casi al instante, la televisión estaba allí a la espera de que aquel
muchacho negro sin nombre tardara todavía unos minutos para ejecutar su
decisión fatal, de tal manera que se siguiera disparando el rating.
Abajo, como siempre
sucede, se conformó el grupo de los creyentes de la Biblia que citan versículos
y profetas, premios y castigos, promesas y redenciones para evitar un huésped
más en el infierno y le piden al inminente suicida que no lo sea.
Al lado de estos se
situaron, a carcajada batiente, los mejores candidatos al infierno: los que con
una mano fuman, con la otra beben y –no se sabe cómo-, con las dos manos a
veces filman, toman fotos, y baten palmas gritando “¡salta, salta, salta!”.
Desde arriba nada se
distingue, nada se escucha. Apenas se ve un vacío gris y borroso, en parte
producto de las lágrimas. Y nasa de oye: solo una gritería confusa, empañada
por los bocinazos de los conductores, que muestran su furia porque alguna calle
tapada les impide circular más rápido. Y también se oye como
re-tum-tum-tum-tum-tum-ba la sangre en los oídos.
Robert Bruckell, por
suerte, no se arrojó en forma inmediata y eso incrementó el rating de manera
notable. Pero además aquella circunstancia fue afortunada porque entre los
televidentes estaba un hombre, también de raza negra, que se llamaba Casius
Clay, más conocido como Mohamed Alí.
Cuando Mohamed Alí, el
boxeador que volaba como mariposa y picaba como abeja, vio la escena, se
dirigió al lugar para hablar con el muchacho. Por suerte, no necesitaba a nadie
que lo presentase ni que le concediese autorización para entrar al edificio y
hablar con el joven para persuadirle de abandonar aquel intento.
Después de un nervioso
intercambio de palabras en el cual ambos se insultaron, reinó un momento de
calma y de silencio, roto por el joven desesperado:
“Soy negro, soy pobre. No
soy nada para nadie en este país”, le dijo Robert.
“Para mí eres mi hermano,
y te amo y estoy dispuesto a morirme para salvar tu vida. Recuerda que me negué
a pelear en Vietnam para salvar otras”, le dijo el famoso boxeador.
“Pues yo voy a matarme
para salvar otras vidas, -dijo el muchacho- porque odio a la gente y solo
pienso en matar. Así que retírate porque los campeones me importan tres
cojones”.
“¡Tres cojones!” dijo
Mohamed Alí, y soltó una carcajada. Uno sólo ya es bastante… Imagínate tres:
eso significa que sí te importo mucho”.
Robert quiso sonreír,
pero una lucecita de conciencia le hizo entender que era de mal gusto un
suicida sonriente. Así que el gesto instintivo de llevarse la mano a la boca
(le faltaba algún diente), lo modificó a mitad de camino y terminó por
arreglarse el cuello de la camisa. Detalle también elocuente en un suicida que,
en el fondo, no quiere morir si se preocupa por su apariencia.
Quizás Mohamed Alí leyó
estos gestos, o su proceder inmediato estaba asistido sólo por una gran
valentía. Lo cierto fue que tomó una decisión:
“Dijeron en la tele que
te llamas Robert. Un vecino te identificó. Así que Robert, escucha bien y no me
hagas una trastada: estoy más gordo que tú y para mí es más peligros pararme
donde tú estás. De hecho le tengo miedo a las alturas y tiembla todo cuando
miro por una ventana…”
El joven sonrió esta vez
sin ningún pudor. Y Mohamed continuó:
“Voy a caminar por esa
cornisa para que veas que eres importante. Y voy a darte un beso y un abrazo. Y
si quieres nos lanzamos juntos. Pero muérete sabiendo que eres importante. Y
que a mí sí me importan mis cojones. Pero me los juego por mis amigos, y tú
eres mi amigo. Ahí voy, Robert… y no me dejarás caer.”
En una acción suicida,
Alí caminó por la cornisa y abrazó al muchacho que estalló en llanto
compulsivo. Se tambalearon por un momento, sobre el vacío, en medio del horror
de la multitud, y finalmente lograron aferrarse a un lugar seguro hasta llegar
a una ventana y ponerse a salvo.
Conocí a Robert Bruckell,
quince años después, cuando él ejercía como médico y acabó de narrar la
historia:
“Mohamed Alí se pasó
conmigo una semana, caminando por las calles de mi barrio, jugando al basket,
sentados en el parque, charlando sobre historia y política, hablando de poesía,
de la guerra y de la vida, temas que yo no conocía. Al final los chicos de mi
barrio, también me pedían autógrafos. Él me ayudó con el estudio, yo decidí
continuar después por mi cuenta, y aquí me tiene, intentando salvar vidas,
aunque por mi especialidad no puedo hacer nada por Mohamed que es como mi
padre. Él era y sigue siendo un personaje excepcional. Pero le acabó esa
mierda, que es el boxeo”.
¿Esa qué, que es el
boxeo?. Ya, déjese de elogios, Doctor Bruckell.
Fuente: Díez, R. (2004), Páginas con Cierto Sentido, Impresores MYL,
Quito.
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