22/11/24

El gobierno de Attlee

Por Ian Kershaw

Decisivos en las elecciones de 1945 fueron los recuerdos de la Depresión que habían hecho mella en la conciencia pública de Gran Bretaña. Quizá no hubiera una vuelta a aquellos años desoladores. Las demandas de grandes reformas sociales y económicas para impedir la vuelta a una miseria semejante habían supuesto la caída de Winston Churchill y habían catapultado al poder a los laboristas en las lecciones de julio de 1945 con más del 60% de los escaños del parlamento. El nuevo gobierno presidido por Clement Attlee, el nuevo primer ministro carente por completo de carisma, pero sumamente eficaz, estaba dispuesto a construir Jerusalén aquí y ahora «en la tierra verde y plácida de Inglaterra» (como decía el poema de William Blake escrito a comienzos del siglo XIX). Attlee contó con el apoyo de varios ministros sumamente experimentados y competentes. Entre los más destacados cabría citar a Ernest Bevin, que durante el período de entreguerras había sido el principal líder sindical de Gran Bretaña. Bevin fue una presencia importantísima como ministro de Trabajo en el Gobierno de Concentración Nacional durante la guerra, y ahora, en una de las jugadas maestras de Attlee, fue nombrado secretario del Foreign Office. Otra personalidad fundamental fue su casi homónimo Aneurin Bevan. Antiguo minero y orador vigoroso, Bevan estaba profundamente marcado por las privaciones y la miseria sufridas por las comunidades mineras de Gales, y con Attlee se convirtió en ministro de Sanidad. El ascético sir Stafford Cripps, antiguo rebelde de izquierdas del partido, cuyo entusiasmo inicial por Stalin se había atenuado mucho durante su estancia en Moscú a lo largo de la guerra como embajador de Inglaterra y había dado paso a una nueva simpatía por la buena gestión, la eficiencia y la planificación al estilo del New Deal en una economía mixta, resultó particularmente influyente en la dirección de la economía de la Inglaterra de posguerra.

El objetivo del nuevo gobierno laborista era ni más ni menos que una revolución social y económica por medios democráticos. Las minas de carbón, los ferrocarriles, el servicio de gas y electricidad, y el Banco de Inglaterra fueron nacionalizados. En virtud de la Ley de Educación introducida en 1944 por el gobierno de coalición de los años de la guerra se hizo posible la ampliación del acceso a los centros de enseñanza secundaria. Se mejoraron los derechos de los trabajadores. Se emprendió un amplísimo programa de vivienda. Pero, sobre todo, se estableció el «estado del bienestar», expresión que fue acertadamente calificada como «el talismán de una Gran Bretaña mejor de posguerra» y como el máximo logro del gobierno de Attlee. Las ayudas familiares, pagadas directamente a las madres, se convirtieron en un subsidio universal, y una amplia variedad de leyes de asistencia social (que venían a poner en práctica buena parte del proyecto de seguridad social de lord Beveridge elaborado en 1942) empezaron a reducir lo peor de las carencias existentes antes de la guerra. El mayor logro, a ojos de la gente, entonces y durante las décadas posteriores, fue la creación en 1948 de un Servicio Nacional de Salud, fundamentalmente obra del hombre que lo inspiró, Aneurin Bevan (y que chocó con la vehemente oposición de la profesión médica), que proporcionaba tratamiento sin que el paciente tuviera que pagar directamente nada (aparte, por supuesto, de la aportación efectuada a través de los impuestos). El resultado fue una mejora sustancial de las prestaciones sanitarias a los sectores más pobres de la sociedad y una reducción del número de muertes por neumonía, difteria y tuberculosis. Fueron avances muy importantes y duraderos. 

Fuente: Kershaw, I. (2015), Descenso a los infiernos, Crítica, Barcelona.

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