Por Ian Kershaw
Decisivos
en las elecciones de 1945 fueron los recuerdos de la Depresión que habían hecho
mella en la conciencia pública de Gran Bretaña. Quizá no hubiera una vuelta a
aquellos años desoladores. Las demandas de grandes reformas sociales y
económicas para impedir la vuelta a una miseria semejante habían supuesto la
caída de Winston Churchill y habían catapultado al poder a los laboristas en
las lecciones de julio de 1945 con más del 60% de los escaños del parlamento. El
nuevo gobierno presidido por Clement Attlee, el nuevo primer ministro carente
por completo de carisma, pero sumamente eficaz, estaba dispuesto a construir
Jerusalén aquí y ahora «en la tierra verde y plácida de Inglaterra» (como decía
el poema de William Blake escrito a comienzos del siglo XIX). Attlee contó con
el apoyo de varios ministros sumamente experimentados y competentes. Entre los
más destacados cabría citar a Ernest Bevin, que durante el período de
entreguerras había sido el principal líder sindical de Gran Bretaña. Bevin fue
una presencia importantísima como ministro de Trabajo en el Gobierno de
Concentración Nacional durante la guerra, y ahora, en una de las jugadas
maestras de Attlee, fue nombrado secretario del Foreign Office. Otra personalidad
fundamental fue su casi homónimo Aneurin Bevan. Antiguo minero y orador
vigoroso, Bevan estaba profundamente marcado por las privaciones y la miseria
sufridas por las comunidades mineras de Gales, y con Attlee se convirtió en
ministro de Sanidad. El ascético sir Stafford Cripps, antiguo rebelde de
izquierdas del partido, cuyo entusiasmo inicial por Stalin se había atenuado
mucho durante su estancia en Moscú a lo largo de la guerra como embajador de
Inglaterra y había dado paso a una nueva simpatía por la buena gestión, la
eficiencia y la planificación al estilo del New Deal en una economía mixta,
resultó particularmente influyente en la dirección de la economía de la
Inglaterra de posguerra.
El objetivo del nuevo gobierno laborista
era ni más ni menos que una revolución social y económica por medios
democráticos. Las minas de carbón, los ferrocarriles, el servicio de gas y
electricidad, y el Banco de Inglaterra fueron nacionalizados. En virtud de la
Ley de Educación introducida en 1944 por el gobierno de coalición de los años
de la guerra se hizo posible la ampliación del acceso a los centros de
enseñanza secundaria. Se mejoraron los derechos de los trabajadores. Se
emprendió un amplísimo programa de vivienda. Pero, sobre todo, se estableció el
«estado del bienestar», expresión que fue acertadamente calificada como «el
talismán de una Gran Bretaña mejor de posguerra» y como el máximo logro del
gobierno de Attlee. Las ayudas familiares, pagadas directamente a las madres,
se convirtieron en un subsidio universal, y una amplia variedad de leyes de
asistencia social (que venían a poner en práctica buena parte del proyecto de
seguridad social de lord Beveridge elaborado en 1942) empezaron a reducir lo
peor de las carencias existentes antes de la guerra. El mayor logro, a ojos de
la gente, entonces y durante las décadas posteriores, fue la creación en 1948
de un Servicio Nacional de Salud, fundamentalmente obra del hombre que lo
inspiró, Aneurin Bevan (y que chocó con la vehemente oposición de la profesión
médica), que proporcionaba tratamiento sin que el paciente tuviera que pagar
directamente nada (aparte, por supuesto, de la aportación efectuada a través de
los impuestos). El resultado fue una mejora sustancial de las prestaciones
sanitarias a los sectores más pobres de la sociedad y una reducción del número
de muertes por neumonía, difteria y tuberculosis. Fueron avances muy
importantes y duraderos.
Fuente:
Kershaw, I. (2015), Descenso a los infiernos, Crítica, Barcelona.
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