Yo no quería ir al dentista para
encontrarme con un psicólogo, pero el dolor de diente es ineludible y hay que
reconocer que fue astuta la trampa que me tendió mamá. Ese día desperté escuchando
las canciones tristes que canta Carlota Jaramillo, que todo se muere, que la vida es triste, que no vendrás nunca, por más
que te espere, que ya no me quieres, como me quisiste. Las canciones tristes
se disfrutan cuando estás contento. Cuando estás realmente triste, resultan insoportables.
Llegué puntual a la cita, pero dos de los tres asientos de la sala de espera estaban
ocupados, y me tuve que sentar en el que no era mi preferido. En los otros dos
unos viejos charlaban encendidamente.
–Buenos días –dije, sin alzar
mucho la voz para no interrumpirlos y pasar desapercibido, pero uno de los
señores, el de lentes, se quedó mirándome.
–¿Usted es familiar de
los doctores? –me preguntó.
–No –dije, sonriendo a
medias. El señor me contestó con otra sonrisa y continuó la charla con su amigo.
Se notaba que la política nacional les interesaba mucho, pero no lograba identificar
los nombres propios que citaban. Casi no veo las noticias. Cuando retrocedieron
en el tiempo reconocí a un expresidente. El señor de lentes repitió de memoria un
fragmento precioso de un discurso:
–…que cuando yo sea presidente la derecha ecuatoriana será la esperma
derretida en la gran llama de la pasión democrática de los pobres de mi patria.
Enseguida agregó que, por
supuesto, a aquel gobernante no le interesaban los pobres, pero era capaz de
convencer a los pobres de que le interesaba su suerte. Estaba a punto de decirle
que estaba muy de acuerdo con lo que decía, pero me interrumpió la asistente de
la doctora que salió del consultorio número dos:
–Buenas tardes don
Santiago.
–Buenas tardes.
–Dice la doctora que pase
por favor.
Entré mientras salía una
señora que resultó ser familiar o amiga de los dos viejos. La doctora los
despidió, me invitó a recostarme en el gabinete y me aseguró que me parecía
mucho a su hermano. No entendí a qué venía ese comentario, pero ella insistió:
–Cuando te atendió siento
que como si le estuviera atendiendo a él. Está en el otro consultorio, con mi
papá. Él también se llama Santiago.
Mi mamá me contó una vez
que luego de una curación que le hizo la doctora se pusieron a mirar fotos de
Santiago y que, en efecto, nos parecíamos mucho. Lo curioso era que el papá de
la doctora, que también era odontólogo y atendió a mamá durante décadas, nunca
le había contado que tenía un hijo muy parecido a mí, apenas cinco años mayor.
El doctor me conocía desde niño, cuando tenía su consultorio en el hospital de los
militares, al que mamá tenía acceso porque papá fue suboficial del ejército. En
una ocasión incluso le dijo a mamá que me quería adoptar…
Antes de terminar la
sesión, la doctora me aseguró que sería interesante que conversara con su
hermano.
–Tal vez no tienen solo
en común el aspecto –dijo sonriendo.
Entonces vi la luz. Mi mamá
seguramente le había contado de mis problemas a la doctora. No sé a quién se le
ocurrió, si a mamá o a la doctora o al doctor, que era buena idea que converse
con un sujeto casi igual a mí, pero con más experiencia vital. Para mí la
psicología es básicamente una colección de consejos de sentido común y no había
querido asistir a terapia, pero ahora me veía abocado a conversar con mi doble.
Salí del consultorio y vi que en uno de los asientos que antes ocupaban los viejos
me esperaba Santiago. Me sonrojé, pero él me alivió diciendo:
–Ya veo que es cierto que
nos parecemos mucho.
Conversamos durante casi
una hora. Sus preguntas eran inteligentes. Santiago era más inteligente que el
viejo de lentes. Casi al final quiso saber cómo me había ido en la escuela.
–Yo era el jovencito que
no copiaba en los exámenes. Mejor dicho, el que casi nunca copió o copió mucho
menos que el resto. Por cada trampa que hice en la escuela, mis compañeros
deben haber hecho unas cien.
–¿Y por qué no copiabas
como todo el mundo? ¿Tenías miedo de que te pillen?
–Quiero pensar que mis
motivos eran más elevados. Estaba el factor del miedo a los profes, seguro,
pero además yo me esforzaba por comportarme correctamente. Tenía y tengo un elevado
sentido moral.
–El problema llega cuando
pasas de sentirte mejor que el resto a intentar mejorar al resto.
–Cierto. Yo en la escuela
fantaseaba con matar a todos los compañeros que hacían trampa y a los que se burlaban
de los otros niños, y no me importaba que en el aula de mi imaginación quedáramos
dos o tres. Durante años me avergoncé de esta fantasía asesina hasta que leí un
artículo que aseguraba que no son infrecuentes.
Entonces llegaron más
pacientes para la doctora y tuvimos que ceder los asientos y acabar la charla.
En el bus de regreso a casa
pude pensar con más claridad. Desde niño me había sentido fuertemente
condicionado por mi aspecto y ya cerca de los treinta, cuando me resigné al
cuerpo y rostro que me tocaron, estructuré un plan de vida que daba por
descontado el fracaso en cuanto a las relaciones sociales y sobre todo de
pareja. Estaba convencido que ese era el único camino por el que yo podía
transitar. Pero con la misma improbabilidad de que en las vacaciones en la
playa me coma un tiburón, ahora me encontraba con un sujeto que con el mismo
aspecto había recorrido un camino muy diferente. Se había casado y al poco
tiempo divorciado. Al hijo que tuvo en esa primera relación lo crió casi a
solas hasta que se volvió a enamorar. Ahora compartía la vida con su hijo y los
hijos de su nueva pareja. Digamos que había vivido la vida normal de su generación,
que también era la mía. Mi problema entonces no estaba en mi cuerpo, sino en mi
mente.