30/4/20

Santiago

Yo no quería ir al dentista para encontrarme con un psicólogo, pero el dolor de diente es ineludible y hay que reconocer que fue astuta la trampa que me tendió mamá. Ese día desperté escuchando las canciones tristes que canta Carlota Jaramillo, que todo se muere, que la vida es triste, que no vendrás nunca, por más que te espere, que ya no me quieres, como me quisiste. Las canciones tristes se disfrutan cuando estás contento. Cuando estás realmente triste, resultan insoportables. Llegué puntual a la cita, pero dos de los tres asientos de la sala de espera estaban ocupados, y me tuve que sentar en el que no era mi preferido. En los otros dos unos viejos charlaban encendidamente.
–Buenos días –dije, sin alzar mucho la voz para no interrumpirlos y pasar desapercibido, pero uno de los señores, el de lentes, se quedó mirándome.
–¿Usted es familiar de los doctores? –me preguntó.
–No –dije, sonriendo a medias. El señor me contestó con otra sonrisa y continuó la charla con su amigo. Se notaba que la política nacional les interesaba mucho, pero no lograba identificar los nombres propios que citaban. Casi no veo las noticias. Cuando retrocedieron en el tiempo reconocí a un expresidente. El señor de lentes repitió de memoria un fragmento precioso de un discurso:
–…que cuando yo sea presidente la derecha ecuatoriana será la esperma derretida en la gran llama de la pasión democrática de los pobres de mi patria.
Enseguida agregó que, por supuesto, a aquel gobernante no le interesaban los pobres, pero era capaz de convencer a los pobres de que le interesaba su suerte. Estaba a punto de decirle que estaba muy de acuerdo con lo que decía, pero me interrumpió la asistente de la doctora que salió del consultorio número dos:
–Buenas tardes don Santiago.
–Buenas tardes.
–Dice la doctora que pase por favor.
Entré mientras salía una señora que resultó ser familiar o amiga de los dos viejos. La doctora los despidió, me invitó a recostarme en el gabinete y me aseguró que me parecía mucho a su hermano. No entendí a qué venía ese comentario, pero ella insistió:
–Cuando te atendió siento que como si le estuviera atendiendo a él. Está en el otro consultorio, con mi papá. Él también se llama Santiago.
Mi mamá me contó una vez que luego de una curación que le hizo la doctora se pusieron a mirar fotos de Santiago y que, en efecto, nos parecíamos mucho. Lo curioso era que el papá de la doctora, que también era odontólogo y atendió a mamá durante décadas, nunca le había contado que tenía un hijo muy parecido a mí, apenas cinco años mayor. El doctor me conocía desde niño, cuando tenía su consultorio en el hospital de los militares, al que mamá tenía acceso porque papá fue suboficial del ejército. En una ocasión incluso le dijo a mamá que me quería adoptar…
Antes de terminar la sesión, la doctora me aseguró que sería interesante que conversara con su hermano.
–Tal vez no tienen solo en común el aspecto –dijo sonriendo.
Entonces vi la luz. Mi mamá seguramente le había contado de mis problemas a la doctora. No sé a quién se le ocurrió, si a mamá o a la doctora o al doctor, que era buena idea que converse con un sujeto casi igual a mí, pero con más experiencia vital. Para mí la psicología es básicamente una colección de consejos de sentido común y no había querido asistir a terapia, pero ahora me veía abocado a conversar con mi doble. Salí del consultorio y vi que en uno de los asientos que antes ocupaban los viejos me esperaba Santiago. Me sonrojé, pero él me alivió diciendo:
–Ya veo que es cierto que nos parecemos mucho.
Conversamos durante casi una hora. Sus preguntas eran inteligentes. Santiago era más inteligente que el viejo de lentes. Casi al final quiso saber cómo me había ido en la escuela.
–Yo era el jovencito que no copiaba en los exámenes. Mejor dicho, el que casi nunca copió o copió mucho menos que el resto. Por cada trampa que hice en la escuela, mis compañeros deben haber hecho unas cien.
–¿Y por qué no copiabas como todo el mundo? ¿Tenías miedo de que te pillen?
–Quiero pensar que mis motivos eran más elevados. Estaba el factor del miedo a los profes, seguro, pero además yo me esforzaba por comportarme correctamente. Tenía y tengo un elevado sentido moral.
–El problema llega cuando pasas de sentirte mejor que el resto a intentar mejorar al resto.
–Cierto. Yo en la escuela fantaseaba con matar a todos los compañeros que hacían trampa y a los que se burlaban de los otros niños, y no me importaba que en el aula de mi imaginación quedáramos dos o tres. Durante años me avergoncé de esta fantasía asesina hasta que leí un artículo que aseguraba que no son infrecuentes.
Entonces llegaron más pacientes para la doctora y tuvimos que ceder los asientos y acabar la charla.
En el bus de regreso a casa pude pensar con más claridad. Desde niño me había sentido fuertemente condicionado por mi aspecto y ya cerca de los treinta, cuando me resigné al cuerpo y rostro que me tocaron, estructuré un plan de vida que daba por descontado el fracaso en cuanto a las relaciones sociales y sobre todo de pareja. Estaba convencido que ese era el único camino por el que yo podía transitar. Pero con la misma improbabilidad de que en las vacaciones en la playa me coma un tiburón, ahora me encontraba con un sujeto que con el mismo aspecto había recorrido un camino muy diferente. Se había casado y al poco tiempo divorciado. Al hijo que tuvo en esa primera relación lo crió casi a solas hasta que se volvió a enamorar. Ahora compartía la vida con su hijo y los hijos de su nueva pareja. Digamos que había vivido la vida normal de su generación, que también era la mía. Mi problema entonces no estaba en mi cuerpo, sino en mi mente.

23/4/20

Democracia y tecnocracia

Por Jesús Mosterín
Descartados de antemano los métodos arbitrarios o dictatoriales de solucionar los problemas colectivos, solo quedan dos maneras justas, racionales y civilizadas de enfocar y solucionar dichos problemas: la democracia y la tecnocracia. Ambas son necesarias para la solución de nuestros problemas más importantes y solo la ignorancia, la confusión conceptual o la demagogia pueden inducirnos a creer que una de ellas baste por sí sola para dar solución a todos los problemas de nuestra época.
La manera democrática de administrar un asunto o de solucionar un problema colectivo consiste en tener en cuenta sobre todo los deseos y preferencias de la gente; en último término, en hacer lo que (la mayoría de) la gente quiera. La manera tecnocrática de administrar un asunto o de solucionar un problema colectivo consiste en tener en cuenta sobre todo los intereses de la gente, estimados por los expertos o entendidos en el tema de que se trate; en último término, en hacer lo que conviene a la gente.
Hay ámbitos de la vida en que la superioridad del enfoque democrático es tan evidente, que prácticamente nadie la pone en duda. Por ejemplo, a la hora de elegir representantes parlamentarios o autoridades políticas, solo la democracia funciona de un modo satisfactorio. La ausencia de democracia conduce en este campo a abusos de poder claramente contraproducentes para los intereses de la mayoría. A la hora de fijar los precios de los productos, también parece que el método democrático (en este caso, el mercado) es muy superior al resto de los métodos conocidos. Los intentos de fijar tecnocráticamente los precios suelen conducir a graves distorsiones, despilfarros e ineficacias en la producción y distribución de los productos y, en definitiva, los intereses de la mayoría suelen salir perjudicados.
Hay otros ámbitos de la vida en que la superioridad del enfoque tecnocrático está igualmente clara. Por ejemplo, en lo que respecta a la salud. A nadie se le ocurriría someter a votación entre los propios enfermos el diagnóstico y la terapia adecuada para su enfermedad. Ellos son los primeros interesados en dejar el tema en manos de los expertos, en este caso los médicos. Los problemas sanitarios solo pueden resolverse razonablemente de un modo tecnocrático. Lo mismo ocurre con los problemas científicos. Aquí son solo los expertos –los miembros de la comunidad científica pertinente– los que tienen algo que decir. A los que no somos médicos ni geólogos nos conviene dejar en manos de los médicos y los geólogos la administración y solución de los problemas terapéuticos y de corrimientos de tierras que nos afecten. Es lo mejor que podemos hacer para defender nuestros intereses. Tratar de introducir aquí la democracia sería contraproducente y perjudicial para nuestros propios intereses.
Hay otros casos, finalmente, en que las cosas no están tan claras; por ejemplo, en el campo de la enseñanza. ¿Hasta qué punto hay que enseñar a los alumnos lo que ellos quieran, o lo que sus padres quieran, o lo que los expertos consideren más adecuado? En fin, no es este el lugar para analizar ninguno de los problemas indicados. Solo interesa retener que los intereses no siempre coinciden con los deseos y, por tanto, que el tratamiento óptimo (el democrático) de los asuntos en función de los deseos de los afectados no siempre coincide con el tratamiento óptimo (el tecnocrático) en función de los intereses de los afectados. Ambos enfoques son necesarios. Uno de los problemas de la ciencia política estriba en delimitar los campos en que uno u otro enfoque ofrecen mayores ventajas. En cualquier caso, cuanto más complejo en un problema, tanto más adecuado suele ser su tratamiento tecnocrático. Pero si afecta a todos, no requiere conocimientos especiales o se presta al abuso de poder, parece preferible inclinarse por soluciones democráticas.
Muchos de los problemas graves de nuestro tiempo requieren soluciones drásticamente tecnocráticas, en interés de los propios interesados. Algunos problemas son locales. Por ejemplo, en el estado mexicano de Chiapas la creciente población indígena lleva años incendiando el bosque tropical para plantar sobre sus cenizas el maíz. La primera cosecha es buena, pero enseguida las lluvias tropicales barren la tierra –a la que ya no sujeta la vegetación– hacia los barrancos y los ríos. Al año siguiente solo queda la roca nuda y estéril. El mismo proceso se repite con el bosque más próximo. Así, poco a poco, el cultivo itinerante e incendiario del maíz va reduciendo enormes y ricas zonas boscosas de Chiapas al estatus de pedregales desérticos. Los expertos están de acuerdo en que habría que detener estos cultivos itinerantes, pero los indígenas chiapanecos que los realizan desean continuar con ellos. Y, por miedo a la impopularidad y por demagogia, se les deja seguir haciéndolo. El día que Chiapas entero sea un desierto, ¡que los parta un rayo a todos! Aunque el ejemplo es local, a escala planetaria el problema se refleja agrandado y multiplicado. Cada año que pasa aumenta la proporción de tierras convertidas en desiertos antropógenos. Ya hemos hablado del desastre de la sobreexplotación de los caladeros de pesca y podríamos hablar de la destrucción de los fondos marinos por la pesca de arrastre, de las matanzas indiscriminadas de las redes de deriva y de la contaminación marina. Los expertos están de acuerdo en que la explosión demográfica de los países más atrasados, debida a la ignorancia, los prejuicios religiosos y las actitudes machistas, es la raíz principal de la abyecta pobreza que padecen sus gentes. Pero también en este caso se los deja hacer, por indiferencia, por demagogia y por el irracional principio de no inmiscuirse en los asuntos internos de otros países, mientras una parte considerable de la población se hunde en la miseria. Y aunque no lo tratemos para no alargarnos, no podemos dejar de mencionar el grave problema global del cambio climático.
Cuanto más racional e informada sea la gente, tanto más tenderán a coincidir las soluciones democráticas y las tecnocráticas. Pero muchos de los problemas globales actuales exigen soluciones tecnocráticas drásticas y urgentes, si es que queremos salvaguardar los intereses humanos más elementales.
Fuente: Mosterín, J. (1978), Lo mejor posible, Alianza Editorial, Madrid.

16/4/20

El Che según Cortázar

Por Julio Cortázar
Después hay como un hueco confuso, la sangre se fue de Tinti y él de nosotros, los serranos se ofrecieron para enterrarlo, yo me quedé en la cueva descansando aunque olía a vómito y a sudor frío, y curiosamente me dio por pensar en mi mejor amigo de otros tiempos, de antes de esa cesura en mi vida que me había arrancado a mi país para lanzarme a miles de kilómetros, a Luis, al desembarco en la isla, a esa cueva. Calculando la diferencia de hora imaginé que en ese momento, miércoles, estaría llegando a su consultorio, colgando el sombrero en la percha, echando una ojeada al correo. No era una alucinación, me bastaba pensar en esos años en que habíamos vivido tan cerca uno de otro en la ciudad, compartiendo la política, las mujeres y los libros, encontrándonos diariamente en el hospital; cada uno de sus gestos me era tan familiar, y esos gestos no eran solamente los suyos sino que abarcaban todo mi mundo de entonces, a mí mismo, a mi mujer, a mi padre, abarcaban mi periódico con sus editoriales inflados, mi café a mediodía con los médicos de guardia, mis lecturas y mis películas y mis ideales. Me pregunté qué estaría pensando mi amigo de todo esto, de Luis o de mí, y fue como si viera dibujarse la respuesta en su cara (pero entonces era la fiebre, habría que tomar quinina), una cara pagada de sí misma, empastada por la buena vida y las buenas ediciones y la eficacia del bisturí acreditado. Ni siquiera hacía falta que abriera la boca para decirme yo pienso que tu revolución no es más que... No era en absoluto necesario, tenía que ser así, esas gentes no podían aceptar una mutación que ponía en descubierto las verdaderas razones de su misericordia fácil y a horario, de su caridad reglamentada y a escote, de su bonhomía entre iguales, de su antirracismo de salón pero cómo la nena se va a casar con ese mulato, che, de su catolicismo con dividendo anual y efemérides en las plazas embanderadas, de su literatura de tapioca, de su folklorismo en ejemplares numerados y mate con virola de plata, de sus reuniones de cancilleres genuflexos, de su estúpida agonía inevitable a corto o largo plazo (quinina, quinina, y de nuevo el asma). Pobre amigo, me daba lástima imaginarlo defendiendo como un idiota precisamente los falsos valores que iban a acabar con él o en el mejor de los casos con sus hijos; defendiendo el derecho feudal a la propiedad y a la riqueza ilimitadas, él que no tenía más que su consultorio y una casa bien puesta, defendiendo los principios de la Iglesia cuando el catolicismo burgués de su mujer no había servido más que para obligarlo a buscar consuelo en las amantes, defendiendo una supuesta libertad individual cuando la policía cerraba las universidades y censuraba las publicaciones, y defendiendo por miedo, por el horror al cambio, por el escepticismo y la desconfianza que eran los únicos dioses vivos en su pobre país perdido.
Fuente: Cortázar, J. (1966), Cuentos completos/2, Santillana, México, D.F.

9/4/20

Ni santos ni canallas

Por Jesús Mosterín
El amor corresponde a una moral de máximos. El respeto, a una moral de mínimos. Pienso que solo una moral de mínimos en generalizable. Pretender generalizar y universalizar una moral de máximos es condenarse a la hipocresía. Tanto a nivel humano como, en general, animal, propugno que todos nos respetemos. Ojalá lo hiciéramos. Esto es compatible con preferir a nuestros amigos y parientes y congéneres, mientras mantengamos una mínima decencia y un respeto por los no preferidos. Me parece bien que la madre prefiera a sus hijos más que a los del vecino, pero me parecería mal que maltratase a los hijos del vecino. La moral de mínimos que propugno solo puede requerir que respete a los hijos del vecino; no puede requerir que los ame. Una teoría moral que requiriese que la madre amase a los hijos del vecino igual que a los suyos, que no prefiriese a los suyos, iría tan frontalmente en contra de nuestros sentimientos e incluso de la sabiduría acumulada en nuestros genes, que sería inaceptable.
Una moral de la perfección es una moral de máximos. A ella aspiran los monjes budistas o jainistas, que van barriendo el suelo ante sí mientras caminan, para evitar aplastar con sus pisadas a alguna pequeña criatura que pudiera estar en el suelo; los veganos estrictos en su alimentación y los miembros más dedicados de ciertas ONG que sacrifican su vida y su carrera por ayudar a los demás. La moral mínima es una moral realista y provisional, que no trata de saltar directamente a un mundo ideal, sino solo de eliminar los aspectos más sórdidos y atroces del mundo real, en la medida al menos en que se deban a nuestra propia intervención. Es la moral que no pretende regular las relaciones sexuales, pero trata de acabar con las violaciones. Es la moral de los que no exigen la abolición de los ejércitos, pero buscan prohibir las minas antipersona; la de los que en Suecia han conseguido que las vacas y cerdos tengan derecho legal a salir de paseo una vez al día y las gallinas tengan garantizados habitáculos amplios.
Así como preferimos unos humanes a otros, aunque no sea más que porque nos resultan más próximos o nos caen más simpáticos o los admiramos más o por cualquier otro motivo, pero respetamos a todos, así también nuestro respeto y consideración por todos los animales no nos impide preferir a algunos, y considerar a unos más que a otros. Cuando los humanes son afectados por enfermedades como la dracunculiasis o la triquinosis, no vacilamos en curarlos matando a los nematodos (gusanos redondos) parásitos Dracunculus o Trichinella que invaden sus músculos. Nosotros somos también humanos y sentimos más solidaridad con nuestros congéneres que con los nematodos. Cuando nuestro perro tiene garrapatas, le quitamos las garrapatas y las matamos. Por un lado, pensamos que el perro es un animal mucho más inteligente y con mucha mayor capacidad de sufrir que la garrapata. Por otro, estamos ligados a nuestro perro con un vínculo de lealtad y amistad que no existe en el caso de la garrapata. La garrapata no hace nada moralmente malo, se limita a hacer aquello para lo que está genéticamente programada, es decir, a caer sobre el primer mamífero que pasa y chuparle la sangre. Pero nosotros somos también mamíferos y nos sentimos más solidarios con el perro que con la garrapata. Albert Schweitzer, que había recogido un águila pescadora herida para curarla, daba la preferencia al águila sobre los peces con los que la alimentaba:

Ahora he de decidir si la dejo morir de hambre o si para salvarle la vida mato cada día muchos pececillos. Me decido por esto último. Pero cada día me oprime como un peso el sacrificio de estas vidas en beneficio de aquella, del que yo asumo la responsabilidad.

Incluso cuando un mosquito nos amenaza con picarnos, no vacilamos en liquidarlo (si podemos) de un manotazo. No tratamos de ser santos, pero tampoco queremos ser unos canallas.
Fuente: Mosterín, J. (2014), El triunfo de la compasión, Alianza Editorial, Madrid.

2/4/20

Cada uno es los dos

Por Jorge Luis Borges
Beatriz era alta, esbelta, de rasgos puros y de una cabellera bermeja que pudo haberme recordado y nunca lo hizo la del oblicuo Twirl. No había cumplido los veinte años. Había dejado uno de los condados del Norte para ser alumna de letras de la universidad. Su origen, como el mío, era humilde. Ser de cepa italiana en Buenos Aires era aún desdoroso; en Londres descubrí que para muchos era un atributo romántico. Pocas tardes tardamos en ser amantes; le pedí que se casara conmigo, pero Beatriz Frost, como Nora Erfjord, era devota de la fe predicada por Ibsen y no quería atarse a nadie. De su boca nació la palabra que yo no me atrevía a decir. Oh noches, oh compartida y tibia tiniebla, oh el amor que fluye en la sombra como un río secreto, oh aquel momento de la dicha en que cada uno es los dos, oh la inocencia y el candor de la dicha, oh la unión en la que nos perdíamos para perdernos luego en el sueño, oh las primeras claridades del día y yo contemplándola.
Fuente: Borges, J. L. (1975), El libro de arena, Random House, Ciudad de México.