Por Jesús Mosterín
El amor corresponde a una moral de
máximos. El respeto, a una moral de mínimos. Pienso que solo una moral de
mínimos en generalizable. Pretender generalizar y universalizar una moral de
máximos es condenarse a la hipocresía. Tanto a nivel humano como, en general,
animal, propugno que todos nos respetemos. Ojalá lo hiciéramos. Esto es
compatible con preferir a nuestros amigos y parientes y congéneres, mientras
mantengamos una mínima decencia y un respeto por los no preferidos. Me parece
bien que la madre prefiera a sus hijos más que a los del vecino, pero me
parecería mal que maltratase a los hijos del vecino. La moral de mínimos que
propugno solo puede requerir que respete a los hijos del vecino; no puede
requerir que los ame. Una teoría moral que requiriese que la madre amase a los
hijos del vecino igual que a los suyos, que no prefiriese a los suyos, iría tan
frontalmente en contra de nuestros sentimientos e incluso de la sabiduría
acumulada en nuestros genes, que sería inaceptable.
Una moral de la
perfección es una moral de máximos. A ella aspiran los monjes budistas o
jainistas, que van barriendo el suelo ante sí mientras caminan, para evitar
aplastar con sus pisadas a alguna pequeña criatura que pudiera estar en el
suelo; los veganos estrictos en su alimentación y los miembros más dedicados de
ciertas ONG que sacrifican su vida y su carrera por ayudar a los demás. La
moral mínima es una moral realista y provisional, que no trata de saltar
directamente a un mundo ideal, sino solo de eliminar los aspectos más sórdidos
y atroces del mundo real, en la medida al menos en que se deban a nuestra
propia intervención. Es la moral que no pretende regular las relaciones
sexuales, pero trata de acabar con las violaciones. Es la moral de los que no
exigen la abolición de los ejércitos, pero buscan prohibir las minas
antipersona; la de los que en Suecia han conseguido que las vacas y cerdos
tengan derecho legal a salir de paseo una vez al día y las gallinas tengan
garantizados habitáculos amplios.
Así como preferimos unos
humanes a otros, aunque no sea más que porque nos resultan más próximos o nos
caen más simpáticos o los admiramos más o por cualquier otro motivo, pero
respetamos a todos, así también nuestro respeto y consideración por todos los
animales no nos impide preferir a algunos, y considerar a unos más que a otros.
Cuando los humanes son afectados por enfermedades como la dracunculiasis o la
triquinosis, no vacilamos en curarlos matando a los nematodos (gusanos
redondos) parásitos Dracunculus o Trichinella que invaden sus músculos.
Nosotros somos también humanos y sentimos más solidaridad con nuestros
congéneres que con los nematodos. Cuando nuestro perro tiene garrapatas, le
quitamos las garrapatas y las matamos. Por un lado, pensamos que el perro es un
animal mucho más inteligente y con mucha mayor capacidad de sufrir que la
garrapata. Por otro, estamos ligados a nuestro perro con un vínculo de lealtad
y amistad que no existe en el caso de la garrapata. La garrapata no hace nada
moralmente malo, se limita a hacer aquello para lo que está genéticamente
programada, es decir, a caer sobre el primer mamífero que pasa y chuparle la
sangre. Pero nosotros somos también mamíferos y nos sentimos más solidarios con
el perro que con la garrapata. Albert Schweitzer, que había recogido un águila
pescadora herida para curarla, daba la preferencia al águila sobre los peces
con los que la alimentaba:
Ahora
he de decidir si la dejo morir de hambre o si para salvarle la vida mato cada
día muchos pececillos. Me decido por esto último. Pero cada día me oprime como
un peso el sacrificio de estas vidas en beneficio de aquella, del que yo asumo
la responsabilidad.
Incluso cuando un mosquito nos amenaza con
picarnos, no vacilamos en liquidarlo (si podemos) de un manotazo. No tratamos
de ser santos, pero tampoco queremos ser unos canallas.
Fuente: Mosterín, J. (2014), El triunfo de la
compasión, Alianza
Editorial, Madrid.
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