9/4/20

Ni santos ni canallas

Por Jesús Mosterín
El amor corresponde a una moral de máximos. El respeto, a una moral de mínimos. Pienso que solo una moral de mínimos en generalizable. Pretender generalizar y universalizar una moral de máximos es condenarse a la hipocresía. Tanto a nivel humano como, en general, animal, propugno que todos nos respetemos. Ojalá lo hiciéramos. Esto es compatible con preferir a nuestros amigos y parientes y congéneres, mientras mantengamos una mínima decencia y un respeto por los no preferidos. Me parece bien que la madre prefiera a sus hijos más que a los del vecino, pero me parecería mal que maltratase a los hijos del vecino. La moral de mínimos que propugno solo puede requerir que respete a los hijos del vecino; no puede requerir que los ame. Una teoría moral que requiriese que la madre amase a los hijos del vecino igual que a los suyos, que no prefiriese a los suyos, iría tan frontalmente en contra de nuestros sentimientos e incluso de la sabiduría acumulada en nuestros genes, que sería inaceptable.
Una moral de la perfección es una moral de máximos. A ella aspiran los monjes budistas o jainistas, que van barriendo el suelo ante sí mientras caminan, para evitar aplastar con sus pisadas a alguna pequeña criatura que pudiera estar en el suelo; los veganos estrictos en su alimentación y los miembros más dedicados de ciertas ONG que sacrifican su vida y su carrera por ayudar a los demás. La moral mínima es una moral realista y provisional, que no trata de saltar directamente a un mundo ideal, sino solo de eliminar los aspectos más sórdidos y atroces del mundo real, en la medida al menos en que se deban a nuestra propia intervención. Es la moral que no pretende regular las relaciones sexuales, pero trata de acabar con las violaciones. Es la moral de los que no exigen la abolición de los ejércitos, pero buscan prohibir las minas antipersona; la de los que en Suecia han conseguido que las vacas y cerdos tengan derecho legal a salir de paseo una vez al día y las gallinas tengan garantizados habitáculos amplios.
Así como preferimos unos humanes a otros, aunque no sea más que porque nos resultan más próximos o nos caen más simpáticos o los admiramos más o por cualquier otro motivo, pero respetamos a todos, así también nuestro respeto y consideración por todos los animales no nos impide preferir a algunos, y considerar a unos más que a otros. Cuando los humanes son afectados por enfermedades como la dracunculiasis o la triquinosis, no vacilamos en curarlos matando a los nematodos (gusanos redondos) parásitos Dracunculus o Trichinella que invaden sus músculos. Nosotros somos también humanos y sentimos más solidaridad con nuestros congéneres que con los nematodos. Cuando nuestro perro tiene garrapatas, le quitamos las garrapatas y las matamos. Por un lado, pensamos que el perro es un animal mucho más inteligente y con mucha mayor capacidad de sufrir que la garrapata. Por otro, estamos ligados a nuestro perro con un vínculo de lealtad y amistad que no existe en el caso de la garrapata. La garrapata no hace nada moralmente malo, se limita a hacer aquello para lo que está genéticamente programada, es decir, a caer sobre el primer mamífero que pasa y chuparle la sangre. Pero nosotros somos también mamíferos y nos sentimos más solidarios con el perro que con la garrapata. Albert Schweitzer, que había recogido un águila pescadora herida para curarla, daba la preferencia al águila sobre los peces con los que la alimentaba:

Ahora he de decidir si la dejo morir de hambre o si para salvarle la vida mato cada día muchos pececillos. Me decido por esto último. Pero cada día me oprime como un peso el sacrificio de estas vidas en beneficio de aquella, del que yo asumo la responsabilidad.

Incluso cuando un mosquito nos amenaza con picarnos, no vacilamos en liquidarlo (si podemos) de un manotazo. No tratamos de ser santos, pero tampoco queremos ser unos canallas.
Fuente: Mosterín, J. (2014), El triunfo de la compasión, Alianza Editorial, Madrid.

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