Por Jorge Luis Borges
Beatriz era alta, esbelta, de rasgos puros
y de una cabellera bermeja que pudo haberme recordado y nunca lo hizo la del
oblicuo Twirl. No había cumplido los veinte años. Había dejado uno de los
condados del Norte para ser alumna de letras de la universidad. Su origen, como
el mío, era humilde. Ser de cepa italiana en Buenos Aires era aún desdoroso; en
Londres descubrí que para muchos era un atributo romántico. Pocas tardes
tardamos en ser amantes; le pedí que se casara conmigo, pero Beatriz Frost,
como Nora Erfjord, era devota de la fe predicada por Ibsen y no quería atarse a
nadie. De su boca nació la palabra que yo no me atrevía a decir. Oh noches, oh
compartida y tibia tiniebla, oh el amor que fluye en la sombra como un río
secreto, oh aquel momento de la dicha en que cada uno es los dos, oh la
inocencia y el candor de la dicha, oh la unión en la que nos perdíamos para
perdernos luego en el sueño, oh las primeras claridades del día y yo
contemplándola.
Fuente: Borges, J. L. (1975), El libro de arena, Random House, Ciudad
de México.
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