Por Jesús Mosterín
Descartados de antemano los métodos
arbitrarios o dictatoriales de solucionar los problemas colectivos, solo quedan
dos maneras justas, racionales y civilizadas de enfocar y solucionar dichos
problemas: la democracia y la tecnocracia. Ambas son necesarias para la
solución de nuestros problemas más importantes y solo la ignorancia, la
confusión conceptual o la demagogia pueden inducirnos a creer que una de ellas
baste por sí sola para dar solución a todos los problemas de nuestra época.
La manera democrática de administrar un asunto o
de solucionar un problema colectivo consiste en tener en cuenta sobre todo los
deseos y preferencias de la gente; en último término, en hacer lo que (la mayoría de)
la gente quiera. La manera tecnocrática de administrar un asunto o
de solucionar un problema colectivo consiste en tener en cuenta sobre todo los
intereses de la gente, estimados por los expertos o entendidos en el tema de
que se trate; en último término, en hacer
lo que conviene a la gente.
Hay ámbitos de la vida en
que la superioridad del enfoque democrático es tan evidente, que prácticamente
nadie la pone en duda. Por ejemplo, a la hora de elegir representantes
parlamentarios o autoridades políticas, solo la democracia funciona de un modo satisfactorio.
La ausencia de democracia conduce en este campo a abusos de poder claramente
contraproducentes para los intereses de la mayoría. A la hora de fijar los
precios de los productos, también parece que el método democrático (en este
caso, el mercado) es muy superior al resto de los métodos conocidos. Los
intentos de fijar tecnocráticamente los precios suelen conducir a graves
distorsiones, despilfarros e ineficacias en la producción y distribución de los
productos y, en definitiva, los intereses de la mayoría suelen salir
perjudicados.
Hay otros ámbitos de la
vida en que la superioridad del enfoque tecnocrático está igualmente clara. Por
ejemplo, en lo que respecta a la salud. A nadie se le ocurriría someter a
votación entre los propios enfermos el diagnóstico y la terapia adecuada para
su enfermedad. Ellos son los primeros interesados en dejar el tema en manos de
los expertos, en este caso los médicos. Los problemas sanitarios solo pueden
resolverse razonablemente de un modo tecnocrático. Lo mismo ocurre con los
problemas científicos. Aquí son solo los expertos –los miembros de la comunidad
científica pertinente– los que tienen algo que decir. A los que no somos
médicos ni geólogos nos conviene dejar en manos de los médicos y los geólogos
la administración y solución de los problemas terapéuticos y de corrimientos de
tierras que nos afecten. Es lo mejor que podemos hacer para defender nuestros
intereses. Tratar de introducir aquí la democracia sería contraproducente y
perjudicial para nuestros propios intereses.
Hay otros casos,
finalmente, en que las cosas no están tan claras; por ejemplo, en el campo de
la enseñanza. ¿Hasta qué punto hay que enseñar a los alumnos lo que ellos
quieran, o lo que sus padres quieran, o lo que los expertos consideren más
adecuado? En fin, no es este el lugar para analizar ninguno de los problemas
indicados. Solo interesa retener que los intereses no siempre coinciden con los
deseos y, por tanto, que el tratamiento óptimo (el democrático) de los asuntos
en función de los deseos de los afectados no siempre coincide con el
tratamiento óptimo (el tecnocrático) en función de los intereses de los
afectados. Ambos enfoques son necesarios. Uno de los problemas de la ciencia
política estriba en delimitar los campos en que uno u otro enfoque ofrecen
mayores ventajas. En cualquier caso, cuanto más complejo en un problema, tanto
más adecuado suele ser su tratamiento tecnocrático. Pero si afecta a todos, no
requiere conocimientos especiales o se presta al abuso de poder, parece
preferible inclinarse por soluciones democráticas.
Muchos de los problemas
graves de nuestro tiempo requieren soluciones drásticamente tecnocráticas, en
interés de los propios interesados. Algunos problemas son locales. Por ejemplo,
en el estado mexicano de Chiapas la creciente población indígena lleva años
incendiando el bosque tropical para plantar sobre sus cenizas el maíz. La
primera cosecha es buena, pero enseguida las lluvias tropicales barren la
tierra –a la que ya no sujeta la vegetación– hacia los barrancos y los ríos. Al
año siguiente solo queda la roca nuda y estéril. El mismo proceso se repite con
el bosque más próximo. Así, poco a poco, el cultivo itinerante e incendiario
del maíz va reduciendo enormes y ricas zonas boscosas de Chiapas al estatus de
pedregales desérticos. Los expertos están de acuerdo en que habría que detener
estos cultivos itinerantes, pero los indígenas chiapanecos que los realizan
desean continuar con ellos. Y, por miedo a la impopularidad y por demagogia, se
les deja seguir haciéndolo. El día que Chiapas entero sea un desierto, ¡que los
parta un rayo a todos! Aunque el ejemplo es local, a escala planetaria el
problema se refleja agrandado y multiplicado. Cada año que pasa aumenta la
proporción de tierras convertidas en desiertos antropógenos. Ya hemos hablado
del desastre de la sobreexplotación de los caladeros de pesca y podríamos
hablar de la destrucción de los fondos marinos por la pesca de arrastre, de las
matanzas indiscriminadas de las redes de deriva y de la contaminación marina.
Los expertos están de acuerdo en que la explosión demográfica de los países más
atrasados, debida a la ignorancia, los prejuicios religiosos y las actitudes machistas,
es la raíz principal de la abyecta pobreza que padecen sus gentes. Pero también
en este caso se los deja hacer, por indiferencia, por demagogia y por el
irracional principio de no inmiscuirse en los asuntos internos de otros países,
mientras una parte considerable de la población se hunde en la miseria. Y
aunque no lo tratemos para no alargarnos, no podemos dejar de mencionar el
grave problema global del cambio climático.
Cuanto más racional e
informada sea la gente, tanto más tenderán a coincidir las soluciones
democráticas y las tecnocráticas. Pero muchos de los problemas globales
actuales exigen soluciones tecnocráticas drásticas y urgentes, si es que
queremos salvaguardar los intereses humanos más elementales.
Fuente: Mosterín, J. (1978), Lo mejor posible, Alianza
Editorial, Madrid.
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