23/4/20

Democracia y tecnocracia

Por Jesús Mosterín
Descartados de antemano los métodos arbitrarios o dictatoriales de solucionar los problemas colectivos, solo quedan dos maneras justas, racionales y civilizadas de enfocar y solucionar dichos problemas: la democracia y la tecnocracia. Ambas son necesarias para la solución de nuestros problemas más importantes y solo la ignorancia, la confusión conceptual o la demagogia pueden inducirnos a creer que una de ellas baste por sí sola para dar solución a todos los problemas de nuestra época.
La manera democrática de administrar un asunto o de solucionar un problema colectivo consiste en tener en cuenta sobre todo los deseos y preferencias de la gente; en último término, en hacer lo que (la mayoría de) la gente quiera. La manera tecnocrática de administrar un asunto o de solucionar un problema colectivo consiste en tener en cuenta sobre todo los intereses de la gente, estimados por los expertos o entendidos en el tema de que se trate; en último término, en hacer lo que conviene a la gente.
Hay ámbitos de la vida en que la superioridad del enfoque democrático es tan evidente, que prácticamente nadie la pone en duda. Por ejemplo, a la hora de elegir representantes parlamentarios o autoridades políticas, solo la democracia funciona de un modo satisfactorio. La ausencia de democracia conduce en este campo a abusos de poder claramente contraproducentes para los intereses de la mayoría. A la hora de fijar los precios de los productos, también parece que el método democrático (en este caso, el mercado) es muy superior al resto de los métodos conocidos. Los intentos de fijar tecnocráticamente los precios suelen conducir a graves distorsiones, despilfarros e ineficacias en la producción y distribución de los productos y, en definitiva, los intereses de la mayoría suelen salir perjudicados.
Hay otros ámbitos de la vida en que la superioridad del enfoque tecnocrático está igualmente clara. Por ejemplo, en lo que respecta a la salud. A nadie se le ocurriría someter a votación entre los propios enfermos el diagnóstico y la terapia adecuada para su enfermedad. Ellos son los primeros interesados en dejar el tema en manos de los expertos, en este caso los médicos. Los problemas sanitarios solo pueden resolverse razonablemente de un modo tecnocrático. Lo mismo ocurre con los problemas científicos. Aquí son solo los expertos –los miembros de la comunidad científica pertinente– los que tienen algo que decir. A los que no somos médicos ni geólogos nos conviene dejar en manos de los médicos y los geólogos la administración y solución de los problemas terapéuticos y de corrimientos de tierras que nos afecten. Es lo mejor que podemos hacer para defender nuestros intereses. Tratar de introducir aquí la democracia sería contraproducente y perjudicial para nuestros propios intereses.
Hay otros casos, finalmente, en que las cosas no están tan claras; por ejemplo, en el campo de la enseñanza. ¿Hasta qué punto hay que enseñar a los alumnos lo que ellos quieran, o lo que sus padres quieran, o lo que los expertos consideren más adecuado? En fin, no es este el lugar para analizar ninguno de los problemas indicados. Solo interesa retener que los intereses no siempre coinciden con los deseos y, por tanto, que el tratamiento óptimo (el democrático) de los asuntos en función de los deseos de los afectados no siempre coincide con el tratamiento óptimo (el tecnocrático) en función de los intereses de los afectados. Ambos enfoques son necesarios. Uno de los problemas de la ciencia política estriba en delimitar los campos en que uno u otro enfoque ofrecen mayores ventajas. En cualquier caso, cuanto más complejo en un problema, tanto más adecuado suele ser su tratamiento tecnocrático. Pero si afecta a todos, no requiere conocimientos especiales o se presta al abuso de poder, parece preferible inclinarse por soluciones democráticas.
Muchos de los problemas graves de nuestro tiempo requieren soluciones drásticamente tecnocráticas, en interés de los propios interesados. Algunos problemas son locales. Por ejemplo, en el estado mexicano de Chiapas la creciente población indígena lleva años incendiando el bosque tropical para plantar sobre sus cenizas el maíz. La primera cosecha es buena, pero enseguida las lluvias tropicales barren la tierra –a la que ya no sujeta la vegetación– hacia los barrancos y los ríos. Al año siguiente solo queda la roca nuda y estéril. El mismo proceso se repite con el bosque más próximo. Así, poco a poco, el cultivo itinerante e incendiario del maíz va reduciendo enormes y ricas zonas boscosas de Chiapas al estatus de pedregales desérticos. Los expertos están de acuerdo en que habría que detener estos cultivos itinerantes, pero los indígenas chiapanecos que los realizan desean continuar con ellos. Y, por miedo a la impopularidad y por demagogia, se les deja seguir haciéndolo. El día que Chiapas entero sea un desierto, ¡que los parta un rayo a todos! Aunque el ejemplo es local, a escala planetaria el problema se refleja agrandado y multiplicado. Cada año que pasa aumenta la proporción de tierras convertidas en desiertos antropógenos. Ya hemos hablado del desastre de la sobreexplotación de los caladeros de pesca y podríamos hablar de la destrucción de los fondos marinos por la pesca de arrastre, de las matanzas indiscriminadas de las redes de deriva y de la contaminación marina. Los expertos están de acuerdo en que la explosión demográfica de los países más atrasados, debida a la ignorancia, los prejuicios religiosos y las actitudes machistas, es la raíz principal de la abyecta pobreza que padecen sus gentes. Pero también en este caso se los deja hacer, por indiferencia, por demagogia y por el irracional principio de no inmiscuirse en los asuntos internos de otros países, mientras una parte considerable de la población se hunde en la miseria. Y aunque no lo tratemos para no alargarnos, no podemos dejar de mencionar el grave problema global del cambio climático.
Cuanto más racional e informada sea la gente, tanto más tenderán a coincidir las soluciones democráticas y las tecnocráticas. Pero muchos de los problemas globales actuales exigen soluciones tecnocráticas drásticas y urgentes, si es que queremos salvaguardar los intereses humanos más elementales.
Fuente: Mosterín, J. (1978), Lo mejor posible, Alianza Editorial, Madrid.

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