Por Julio Cortázar
Después hay como un hueco confuso, la
sangre se fue de Tinti y él de nosotros, los serranos se ofrecieron para
enterrarlo, yo me quedé en la cueva descansando aunque olía a vómito y a sudor
frío, y curiosamente me dio por pensar en mi mejor amigo de otros tiempos, de
antes de esa cesura en mi vida que me había arrancado a mi país para lanzarme a
miles de kilómetros, a Luis, al desembarco en la isla, a esa cueva. Calculando
la diferencia de hora imaginé que en ese momento, miércoles, estaría llegando a
su consultorio, colgando el sombrero en la percha, echando una ojeada al
correo. No era una alucinación, me bastaba pensar en esos años en que habíamos
vivido tan cerca uno de otro en la ciudad, compartiendo la política, las
mujeres y los libros, encontrándonos diariamente en el hospital; cada uno de
sus gestos me era tan familiar, y esos gestos no eran solamente los suyos sino
que abarcaban todo mi mundo de entonces, a mí mismo, a mi mujer, a mi padre,
abarcaban mi periódico con sus editoriales inflados, mi café a mediodía con los
médicos de guardia, mis lecturas y mis películas y mis ideales. Me
pregunté qué estaría pensando mi amigo de todo esto, de Luis o de mí, y fue
como si viera dibujarse la respuesta en su cara (pero entonces era la fiebre,
habría que tomar quinina), una cara pagada de sí misma, empastada por la buena
vida y las buenas ediciones y la eficacia del bisturí acreditado. Ni siquiera
hacía falta que abriera la boca para decirme yo pienso que tu revolución no es
más que... No era en absoluto necesario, tenía que ser así, esas gentes no
podían aceptar una mutación que ponía en descubierto las verdaderas razones de
su misericordia fácil y a horario, de su caridad reglamentada y a escote, de su
bonhomía entre iguales, de su antirracismo de salón pero cómo la nena se va a
casar con ese mulato, che, de su catolicismo con dividendo anual y efemérides
en las plazas embanderadas, de su literatura de tapioca, de su folklorismo en
ejemplares numerados y mate con virola de plata, de sus reuniones de cancilleres
genuflexos, de su estúpida agonía inevitable a corto o largo plazo (quinina,
quinina, y de nuevo el asma). Pobre amigo, me daba lástima imaginarlo
defendiendo como un idiota precisamente los falsos valores que iban a acabar
con él o en el mejor de los casos con sus hijos; defendiendo el derecho feudal
a la propiedad y a la riqueza ilimitadas, él que no tenía más que su
consultorio y una casa bien puesta, defendiendo los principios de la Iglesia
cuando el catolicismo burgués de su mujer no había servido más que para
obligarlo a buscar consuelo en las amantes, defendiendo una supuesta libertad
individual cuando la policía cerraba las universidades y censuraba las
publicaciones, y defendiendo por miedo, por el horror al cambio, por el
escepticismo y la desconfianza que eran los únicos dioses vivos en su pobre
país perdido.
Fuente: Cortázar, J. (1966), Cuentos completos/2, Santillana, México,
D.F.
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