19/9/08

Sor Juana Inés de la Cruz

Por Eduardo Galeano
1655
San Miguel de Nepantla
Juana a los cuatro
Anda Juana charla que te charla con el alma, que es su compañera de adentro, mientras camina por la orilla de la acequia. Se siente de lo más feliz porque está con hipo y Juana crece cuando tiene hipo. Se detiene y se mira la sombra, que crece con ella, y con una rama la va midiendo después de cada saltito que le pega la barriga. También los volcanes crecían con el hipo, antes, cuando estaban vivos, antes de que los quemara su propio fuego. Dos de los volcanes humean todavía, pero ya no tienen hipo. Ya no crecen. Juana tiene hipo y crece. Crece.
Llorar, en cambio, encoge. Por eso tienen tamaño de cucarachas las viejitas y las lloronas de los entierros. Esto no lo dicen los libros del abuelo, que Juana lee, pero ella sabe. Son cosas que sabe de tanto platicar con el alma. También con las nubes conversa Juana. Para charlar con las nubes, hay que trepar a los cerros o a las ramas más altas de los árboles.
–Yo soy nube. Las nubes tenemos caras y manos. Pies, no.
1658
San Miguel de Nepantla
Juana a los siete
Por el espejo ve entrar a la madre y suelta la espada, que se derrumba con estrépito de cañón, y pega Juana tal respingo que le queda toda la cara metida bajo el aludo sombrero.
–No estoy jugando –se enoja, ante la risa de su madre. Se libera del sombrero y asoman los bigotazos de tizne. Mal navegan las piernitas de Juana en las enormes botas de cuero; trastabilla y cae al suelo y patalea, humillada, furiosa; la madre no para de reír.
–¡No estoy jugando! –protesta Juana, con agua en los ojos–. ¡Yo soy hombre! ¡Yo iré a la universidad, porque soy hombre!
La madre le acaricia la cabeza.
–Mi hija loca, mi bella Juana. Debería azotarte por estas indecencias.
Se sienta a su lado y dulcemente dice: «Más te valía haber nacido tonta, mi pobre hija sabihonda», y la acaricia mientras Juana empapa de lágrimas la vasta capa del abuelo.
Un sueño de Juana
Ella deambula por el mercado de sueños. Las vendedoras han desplegado sueños sobre grandes paños en el suelo.
Llega al mercado el abuelo de Juana, muy triste porque hace mucho tiempo que no sueña. Juana lo lleva de la mano y lo ayuda a elegir sueños, sueños de mazapán o de algodón, alas para volar durmiendo, y se marcharan los dos tan cargados de sueños que no habrá noche que alcance.
1667
Ciudad de México
Juana a los dieciséis
En los navíos, la campana señala los cuartos de la vela marinera. En los socavones y en los cañaverales, empuja al trabajo a los siervos indios y a los esclavos negros. En las iglesias da las horas y anuncia misas, muertes y fiestas.
Pero en la torre del reloj, sobre el palacio del virrey de México, hay una campana muda. Según se dice, los inquisidores la descolgaron del campanario de una vieja aldea española, le arrancaron el badajo y la desterraron a las Indias, hace no se sabe cuántos años. Desde que el maese Rodrigo la creó en 1530, esta campana había sido siempre clara y obediente. Tenía, dicen, trescientas voces, según el toque que dictara el campanero, y todo el pueblo estaba orgulloso de ella. Hasta que una noche su largo y violento repique hizo saltar a todo el mundo de las camas. Tocaba a rebato la campana, desatada por la alarma o la alegría o quién sabe qué, y por primera vez nadie la entendió. Un gentío se juntó en el atrio mientras la campana sonaba sin cesar, enloquecida, y el alcalde y el cura subieron a la torre y comprobaron, helados de espanto, que allí no había nadie. Ninguna mano humana la movía. Las autoridades acudieron a la Inquisición. El tribunal del Santo Oficio declaró nulo y sin valor alguno el repique de la campana, que fue enmudecida por siempre jamás y expulsada al exilio en México.
Juana Inés de Asbaje abandona el palacio de su protector, el virrey Mancera, y atraviesa la plaza mayor seguida por dos indios que cargan sus baúles. Al llegar a la esquina, se detiene y vuelve la mirada hacia la torre, como llamada por la campana sin voz. Ella le conoce la historia. Sabe que fue castigada por cantar por su cuenta.
Juana marcha rumbo al convento de Santa Teresa la Antigua. Ya no será dama de corte. En la serena luz del claustro y la soledad de la celda, buscará lo que no pueda encontrar afuera. Hubiera querido estudiar en la universidad los misterios del mundo, pero nacen las mujeres condenadas al bastidor de bordar y al marido que les eligen. Juana Inés de Asbaje se hará carmelita descalza, se llamará sor Juana Inés de la Cruz.
Imagen tomada de https://bit.ly/2IO8LJk
1681
Ciudad de México
Juana a los treinta
Después de rezar los maitines y los laudes, pone a bailar un trompo en la harina y estudia los círculos que el trompo dibuja. Investiga el agua y la luz, el aire y las cosas. ¿Por qué el huevo se une en el aceite hirviente y se despedaza en el almíbar? En triángulos de alfileres, busca el anillo de Salomón. Con un ojo pegado al telescopio, caza estrellas.
La han amenazado con la Inquisición y le han prohibido abrir los libros, pero sor Juana Inés de la Cruz estudia en las cosas que Dios crió, sirviéndome ellas de letras y de libro toda esta máquina universal.
Entre el amor divino y el amor humano, entre los quince misterios del rosario que le cuelga del cuello y los enigmas del mundo, se debate sor Juana; y muchas noches pasa en blanco, orando, escribiendo, cuando recomienza en sus adentros la guerra inacabable entre la pasión y la razón. Al cabo de cada batalla, la primera luz del día entra en su celda del convento de las jerónimas y a sor Juana le ayuda recordar lo que dijo Lupercio Leonardo, aquello de que bien se puede filosofar y aderezar la cena. Ella crea poemas en la mesa y en la cocina hojaldres; letras y delicias para regalar, música del arpa de David sanando a Saúl y sanando también a David, alegrías del alma y de la boca condenadas por los abogados del dolor.
–Sólo el sufrimiento te hará digna de Dios –le dice el confesor, y le ordena quemar lo que escribe, ignorar lo que sabe y no ver lo que mira.
1691
Ciudad de México
Juana a los cuarenta
Un chorro de luz blanca, luz de cal, acribilla a sor Juana Inés de la Cruz, arrodillada en el centro del escenario. Ella está de espaldas y mira hacia lo alto. Allá arriba un enorme Cristo sangra, abiertos los brazos, sobre la empinada tarima, forrada de terciopelo negro y erizada de cruces, espadas y estandartes. Desde la tarima, dos fiscales acusan.
Todo el mundo es negro, y negras son las capuchas que enmascaran a los fiscales. Sin embargo, uno lleva hábito de monja y bajo la capucha asoman los rojizos rulos de la peluca: es el obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz, en el papel de sor Filotea. El otro, Antonio Núñez de Miranda, confesor de sor Juana, se representa a sí mismo. Su nariz aguileña, que abulta la capucha, se mueve como si quisiera soltarse del dueño.

SOR FILOTEA (Bordando en un bastidor).–Misterioso es el Señor. ¿Para qué, me pregunto, habrá puesto cabeza de hombre en el cuerpo de sor Juana? ¿Para que se ocupe de las rastreras noticias de la tierra? A los Libros Sagrados, ni se digna asomarse.
EL CONFESOR (Apuntando a sor Juana con una cruz de madera).–¡Ingrata!
SOR JUANA (Clavados los ojos en Cristo, por encima de los fiscales).–Mal correspondo a la generosidad de Dios, en verdad. Yo sólo estudio por ver si con estudiar, ignoro menos, y a las cumbres de la Sagrada Teología dirijo mis pasos; pero muchas cosas he estudiado y nada, o casi nada, he aprendido. Lejos de mí las divinas verdades, siempre lejos… ¡Tan cercanas las siento a veces, y tan lejanas las sé! Desde que era muy niña… A los cinco o seis años buscaba en los libros de mi abuelo esas llaves, esas claves… Leía, leía. Me castigaban y leía, a escondidas, buscando…
EL CONFESOR (A sor Filotea).–Jamás aceptó la voluntad de Dios. Ahora, hasta letra de hombre tiene. ¡Yo he visto sus versos manuscritos!
SOR JUANA.–Buscando… Muy temprano supe que las universidades no son para mujeres, y que se tiene por deshonesta a la que sabe más que el Padrenuestro. Tuve por maestros libros mudos, y por todo condiscípulo, un tintero. Cuando me prohibieron los libros, como más de una vez ocurrió en este convento, me puse a estudiar en las cosas del mundo. Hasta guisando se pueden descubrir secretos de la naturaleza.
SOR FILOTEA.–¡La Real y Pontifica Universidad de la Fritanga! ¡Por sede, una sartén!
SOR JUANA.–¿Qué podemos saber las mujeres sino filosofías de cocina? Pero si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera escrito. Os causa risa, ¿verdad? Pues reíd, si os complace. Muy sabios se sienten los hombres, sólo por ser hombres. También a Cristo lo coronaron de espinas por rey de burlas.
EL CONFESOR (Se le borra la sonrisa; golpea la mesa con el puño).–¡Habráse visto! ¡La pedante monjita! Como sabe hacer villancicos, se compara con el Mesías.
SOR JUANA.–También Cristo sufrió esta ingrata ley. ¿Por signo? ¡Pues muera! ¿Señalado? ¡Pues padezca!
EL CONFESOR.–¡Vaya humildad!
SOR FILOTEA.–Vamos, hija, que escandaliza a Dios tan vocinglero orgullo…
SOR JUANA.–¿Mi orgullo? (Sonríe, triste.) Tiempo ha que se ha gastado.
EL CONFESOR.–Como celebra el vulgo sus versos, se cree una elegida. Versos que avergüenzan a esta cada de Dios, exaltación de la carne… (Tose.) Malas artes de macho…
SOR JUANA.–¡Mis pobres versos! Polvo, sombra, nada. La vana gloria, los aplausos… ¿Acaso los he solicitado? ¿Qué revelación divina prohíbe a las mujeres escribir? Por gracia o maldición, ha sido el Cielo quien me hizo poeta.
EL CONFESOR (Mira al techo y alza las manos, suplicando).–Ella ensucia la pureza de la fe y la culpa la tiene el Cielo!
SOR FILOTEA (Hace a un lado el bastidor de bordar y entrelaza los dedos sobre el vientre).–Mucho canta sor Juana a lo humano, y poco, poco a lo divino.
SOR JUANA.–¿No nos enseñan los Evangelios que en lo terrenal se expresa lo celestial? Una fuerza poderosa me empuja la mano…
EL CONFESOR (Agitando la cruz de madera, como para golpear a sor Juana desde lejos).–¿Fuerza de Dios o fuerza del rey de los soberbios?
SOR JUANA.–… y escribiendo seguiré, me temo, mientras me dé sombra el cuerpo. Huía de mí cuando tomé los hábitos, pero, ¡miserable de mí!, trájeme a mí conmigo.
SOR FILOTEA.–Se baña desnuda. Hay pruebas.
SOR JUANA.–¡Apaga, Señor, la luz de mi entendimiento! ¡Deja sólo la que baste para guardar Tu Ley! ¿No sobra lo demás en una mujer?
EL CONFESOR (Chillando, ronco, voz de cuervo).–¡Avergüénzate! ¡Mortifica tu corazón, ingrata!
SOR JUANA.–Apágame. ¡Apágame Dios mío!
La obra continúa, con diálogos semejantes, hasta 1693.
1693
Ciudad de México
Juana a los cuarenta y dos
Lágrima de toda la vida, brotadas del tiempo y de la pena, le empapan la cara. En lo hondo, en lo triste, ve nublado el mundo: derrotada, le dice adiós.
Varios días le ha llevado la confesión de los pecados de toda su existencia ante el impasible, implacable padre Antonio Núñez de Miranda, y todo el resto será penitencia. Con tinta de su sangre escribe una carta al Tribunal Divino, pidiendo perdón.
Ya no navegarán sus velas leves y sus quillas graves por la mar de la poesía. Sor Juana Inés de la Cruz abandona los estudios humanos y renuncia a las letras. Pide a Dios que le regale olvido y elige el silencio, o lo acepta, y así pierde América a su mejor poeta.
Poco sobrevivirá el cuerpo a este suicidio del alma. Que se avergüenza la vida de durarme tanto…
Fuente: Galeano, E. (1982), Memoria del fuego I. Los nacimientos, Siglo XXI, México, D. F.

1 comentario:

Elena Taboada dijo...

Maravillosa pluma la de don Eduardo, sus escritos marcan un antes y un después en los narradores (soy una de ellas).
Me maravilló Juana a los dieciséis.
Me saco el sombrero ante él, que es alguien que honra a Latinoamérica