Pretender saber algo de ciencia e ignorar
quién fue Isaac Newton, es tanto como tener sed y no beber agua. Newton fue el
grande entre los grandes, la mente más poderosa –científica, sin duda, pero
acaso también desde cualquier punto de vista– que ha conocido la historia.
Físico, matemático, químico/alquimista, teólogo, historiador; apasionado y
genial perseguidor de los arcanos del conocimiento.
Imagen tomada de https://bit.ly/2A9i589
Tendemos a contemplar a
Newton como el paradigma del científico en el sentido moderno, como el
estudioso de los fenómenos naturales, y aunque esta caracterización de aquel
inglés irascible y poco dado a compartir sus conocimientos no deja de ser
cierta, también se encuentra fundamentalmente desenfocada. En uno de los
ensayos más vibrantes y apasionados que he leído a lo largo de mi vida, el
economista John Maynard Keynes (1883-1946) le caracterizó –y algo de razón
tenía– como el «último de los magos, el último de los babilonios y de los
sumerios, la última de las grandes mentes que contempló el mundo visible e
intelectual con los mismo ojos que de aquellos que empezaron a construir
nuestra heredad intelectual, hace casi diez mil años».
Es evidente, sin embargo,
que semejante caracterización contiene elementos inaceptables. Newton introdujo
en el análisis de los fenómenos naturales –de los físicos especialmente– un
método radicalmente nuevo; un método que si ya lo distinguía de sus
predecesores más cercanos (como Galileo, Descartes [1596-1650] o Kepler
[1571-1630]), más le separaba aún de todos aquellos que habían empezado,
milenios antes, a «construir nuestra heredad intelectual». El delicado
equilibrio e interrelación entre observación experimental y representación
teórico-matemática, la prodigiosa habilidad para reducir los problemas físicos
a cuestiones matemáticas, para tratarlos como tales y aplicar luego los
resultados así obtenidos a la investigación empírica, todo esto –la esencia del
método científico moderno y contemporáneo–, es algo que nadie de sus
contemporáneos o precursores logró.
En este sentido, ciertamente
no contempló el mundo físico de la misma manera que los antiguos. Y, no
obstante, a pesar de tales diferencias las frases de Keynes –que llegó a reunir
una de las colecciones más importantes de manuscritos «no científicos»
newtonianos– contienen algo de verdad, tocando la esencia del pensamiento del
catedrático lucasiano de la Universidad de Cambridge. Este elemento de verdad
se aprecia con mayor claridad cuando, más adelante en su ensayo, Keynes explica
los calificativos que había aplicado a Newton:
¿Por
qué lo llamo mago? Porque contemplaba el universo y todo lo que en él se
contiene como un enigma, como un secreto que podía leerse aplicando el
pensamiento puro a cierta evidencia, a ciertos indicios místicos que Dios había
diseminado por el mundo para permitir una especie de búsqueda del tesoro
filosófico a la hermandad esotérica. Creía que una parte de dichos indicios
debía encontrarse en la evidencia de los cielos y en la constitución de los
elementos (y esto es lo que erróneamente sugiere que fuera un filósofo
experimental natural); y la otra, en cierto escritos y tradiciones transmitidos
por los miembros de una hermandad, en una cadena ininterrumpida desde la
original revelación críptica, en Babilonia. Consideraba al Universo como un
criptograma trazado por el Todopoderoso.
Basta, en efecto, pasar
revista a los manuscritos que dejó para comprender dónde residían,
efectivamente, sus intereses. Hasta el punto que no sería totalmente
descabellado formularse la pregunta de por qué uno de los mayores teólogos
antitrinitarios del siglo XVII utilizó parte de su tiempo para escribir
trabajos sobre ciencia natural, como Philosophiae
Naturalis Principia Mathematica (1687).
La ambición intelectual
de Newton fue tal que no podía conformarse –aunque aparentemente lo hiciera (de
ahí su engañosa frase «Hipotheses non
fingo» [«No hago hipótesis»])– con otra cosa que no fuese la causa última, la explicación definitiva
de todo lo que vemos ocurre en la Naturaleza. Y él situaba a Dios en ese lugar.
De ahí su profundo y sostenido interés por los temas teológicos e
histórico-religiosos, que aflora sólo muy ocasionalmente en alguno de sus tratados
científicos … como en el «Escolio General» que añadió a la segunda edición de
los Principia, o los últimos
párrafos de la «Cuestión 31» de la Óptica (1704),
el libro en el que desveló numerosas propiedades de la luz –que él creía
formada por pequeños corpúsculos– hasta entonces ignoradas (como el que la luz
blanca está compuesta en realidad por colores «simples» o «elementales»).
Aunque sin duda es
sorprendente que el maestro de la racionalidad matemático-experimental buscase
los secretos de la naturaleza fuera de ésta, lo cierto es que Newton creía que
el mensaje divino que había estado alguna vez en las Sagradas Escrituras (eso
sí, en las versiones no corrompidas) contenía también la explicación del
funcionamiento de la naturaleza. Por ello, buscó las creencias religiosas de
los antiguos, y escribió miles de páginas en las que pugnaba por reconstruir la
verdadera religión, páginas que incluyen también libros, como Observations upon the Prophecies of Holy
Writ particularly the Prophecies of Daniel and the Apocalypse of St. John,
que sólo vería la luz pública en 1733, seis años después de que hubiese muerto.
Pero en un diccionario
como éste, no es del Newton teólogo e historiador del que hay que hablar, por
mucho, insisto, que sólo existiera un Newton, al que prejuicios falsamente
científicos, han dividido en parcelas aparentemente inconexas, convirtiendo sus
intereses teológico-históricos en algo así como las inevitables –y si es
posible inconfesables– extravagancias de un genio. Hay que referirse a aquel
del que Voltaire (1694-1778) –un ferviente newtoniano– escribió (en su Diccionario filosófico): «Inventó el
cálculo que se llama del infinito; descubrió y demostró el principio nuevo que
hace mover toda la naturaleza. No se conoció la luz antes de que él la
estudiara, sólo se tenía de ella ideas confusas y falsas. Inventó los
telescopios de reflexión.»
Entre las joyas
científicas newtonianas, hay una que sobresale entre todas: el ya citado Philosophiae Naturalis Principia Mathematica
(Principios matemáticos de la filosofía natural), el libro científico más
importante jamás escrito. Los Principia contienen la esencia de la dinámica (la
rama de la física que se ocupa del movimiento de los cuerpos), tal y como sería
aceptada hasta 1905, cuando Albert Einstein desarrolló una teoría –la
relatividad especial– que hacía de la formulación newtoniana un caso particular
(para velocidades pequeñas comparadas con la de la luz). Para la mayoría de los
fenómenos físicos que observamos seguimos utilizando todavía las tres leyes
clásicas de la mecánica newtoniana, aquellas que nos dicen que: 1) en ausencia
de fuerzas, todos los cuerpos continúan en su estado de reposo o de movimiento
uniforme en línea recta; 2) masa por aceleración (variación de la velocidad con
respecto al tiempo) es igual a fuerza; y 3) que a toda acción se le opone una
reacción de igual magnitud. El Libro Tercero de los Principia, titulado nada menos que «El sistema del mundo», aplicaba
estas leyes al movimiento de los cuerpos celestes. Hasta entonces, la humanidad
había considerado como fenómenos diferentes la caída de objetos en nuestro
entorno y los movimientos de los planetas y demás cuerpos celestes. Newton
eliminó tal diferencia: la Tierra atraía a una manzana, igual que atraía a la
Luna, a Marte o al Sol, y éstos, a su vez, la atraían a ella. Y todo con el
mismo tipo de fuerza: directamente proporcional al producto de las masas de los
dos cuerpos en cuestión e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia
que los separa. El movimiento cósmico era el producto, la situación de
equilibrio dinámico, de todas esas fuerzas.
Con este instrumental
conceptual y analítico, auxiliado por nuevas técnicas matemáticas (el cálculo
de fluxiones, una versión geométrica y menos poderosa que la formulación
desarrollada más o menos simultánea e independientemente por Leibniz) que él
mismo inventó, Newton fue capaz de explicar y predecir con precisión las
trayectorias de los planetas, incluso –él, que parece que nuca vio el mar–
intentó dar cuenta de las mareas, tan importantes para su país, que en su
teoría surgirían como meras consecuencias de la atracción que la Luna ejerce
sobre la Tierra. Ansioso de disponer del mayor número posible de datos
relativos al movimiento lunar, Newton utilizó todos los recursos, en modo
alguno escasos, de que disponía (su puesto de presidente de la Royal Society,
por ejemplo) para acceder a los datos penosa y lentamente acumulados por el
astrónomo real, John Flamsteed (1646-1719). Hay quienes asocian a la genialidad
un desarrollo anormalmente grande del individualismo, del, sería más adecuado
expresarlo así, egoísmo. Isaac Newton proporciona, desde luego, argumentos a
los que piensan de esta manera.
Una de las
características más llamativas de la física newtoniana es que las fuerzas a las
que recurre son del tipo de «acción a distancia» … La fuerza de esta clase
–repito lo que ya señalé– que relaciona a dos cuerpos no necesita de ningún
sustrato que la transporte: ejerce su capacidad de influencia de una manera
aparentemente milagrosa, inexplicable mecánicamente. Además, en el caso
newtoniano, instantáneamente. La mayoría de los contemporáneos de Newton
encontraron repugnante este tipo de interacción. Era mucho más satisfactoria
conceptualmente la imagen que Descartes defendía, en la cual el universo estaba
lleno de unos vórtices de materia sutil, que arrastraban a lo largo de sus
torbellinos a los cuerpos celestes.
El propio Newton no creía
en las acciones a distancia, pero fue los suficientemente buen físico como para
elevarse por encima de sus expectativas. En una carta que escribió a Richard
Bentley (1662-1742) (el 25 de febrero de 1963) se pronunció sobre estos puntos:
«Es inconcebible que la materia bruta inanimada opere y afecte (sin la
mediación de otra cosa que no sea material) sobre otra materia sin contacto
mutuo, como debería ser si la gravitación en el sentido de Epicuro es esencial
e inherente a ella. Y ésta es la razón por la que deseo que no me asocie con la
gravedad innata. Que la gravedad sea innata, inherente y esencial a la materia
de forma que un cuerpo pueda actuar a distancia a través de un vacío sin la
mediación de otra cosa con la cual su acción o fuerza puede ser transmitida de
[un lugar] a otro, es para mí algo tan absurdo que no creo que pueda caer en
ella ninguna persona con facultades competentes de pensamiento en asuntos
filosóficos. La gravedad debe ser producida por un agente que actúe constantemente
según ciertas leyes, pero si este agente es material o inmaterial es una
cuestión que he dejado a la consideración de mis lectores.»
No creía,
filosóficamente, en la acción a distancia, pero como científico la utilizaba y,
en este sentido, aceptaba. En este punto –como en otros– sí que fue el primero
de los modernos y no el último de los antiguos.
En la historia del
pensamiento no faltan los casos de grandes creadores que vivieron y murieron
sin alcanzar ningún tipo de reconocimiento público o profesional. Isaac Newton
no perteneció a esta categoría. Inglaterra y el mundo civilizado le honraron
con generosidad y prontitud. En Inglaterra llegó a alcanzar una posición
oficial tan notable (y rentable) como la dirección de la Casa de la Moneda. La
influencia de los Principia, que
marcó el punto culminante de la Revolución Científica, no se vio confinada a la
física matemática y mecánica celeste, sino que se extendió, como modelo a
imitar, a todas las ciencias. La filosofía de la naturaleza newtoniana afectó
profundamente al pensamiento político y social, a ideas relativas a la
religión, e incluso al arte. Montesquieu (1698-1755) escribió sobre la gravedad
universal newtoniana o «poder de gravitación» en la exposición del «Principio
de Monarquía» de su Esprit des Lois,
y John Adams (1735-1826) invocó la tercera ley del movimiento de Newton al
defender la nueva Constitución de Estados Unidos. John T. Desaguliers
(1683-1744) escribió un tratado político titulado El sistema newtoniano del mundo, el mejor modelo de gobierno.
A pesar de que otras
construcciones físicas han superado, en la mecánica, la gravitación y, sobre
todo, la luz, sus conceptos y teorías, la manera newtoniana de aproximarnos a
la realidad no nos ha abandonado completamente. Pasarán aún generaciones antes
de que logremos mirar a la naturaleza en términos más acordes con los conceptos
relativistas o cuánticos, que, por el momento al menos, consideramos más «verdaderos»,
y que sólo incluyen a los newtonianos como límites en situaciones muy
concretas.
Aquellos que se acerquen
a su tumba, en la abadía de Westminster, en Londres, podrán leer en la lápida
que cubre sus restos, unas palabras que hacen justicia a tanta inteligencia,
energía y pasión como desplegó Newton a lo largo de su vida: «Sibi gratulentur Mortales, tale tantumgue
extitisse Humani generis decus» («Alégrense los mortales de que haya
existido tal y tan gran ornamento de la raza humana»).
Fuente: Sánchez Ron, J. M. (2006), Diccionario de la ciencia, Crítica,
Barcelona.
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