Por Roberto Bolaño
Desperté en casa de Catalina O'Hara.
Mientras desayunaba, muy temprano (María no estaba, el resto de la casa
dormía), con Catalina y su hijito Davy, a quien tenía que llevar a la
guardería, recordé que la noche anterior, cuando ya sólo quedábamos unos pocos,
Ernesto San Epifanio dijo que existía literatura heterosexual, homosexual y
bisexual. Las novelas, generalmente, eran heterosexuales, la poesía, en cambio,
era absolutamente homosexual, los cuentos, deduzco, eran bisexuales, aunque
esto no lo dijo.
Dentro del inmenso océano
de la poesía distinguía varias corrientes: maricones, maricas, mariquitas,
locas, bujarrones, mariposas, ninfos y filenos. Las dos corrientes mayores, sin
embargo, eran la de los maricones y la de los maricas. Walt Whitman, por
ejemplo, era un poeta maricón. Pablo Neruda, un poeta marica. William Blake era
maricón, sin asomo de duda, y Octavio Paz marica. Borges era fileno, es decir
de improviso podía ser maricón y de improviso simplemente asexual. Rubén Darío
era una loca, de hecho la reina y el paradigma de las locas.
–En nuestra lengua, claro
está –aclaró–; en el mundo ancho y ajeno el paradigma sigue siendo Verlaine el
Generoso.
Una loca, según San
Epifanio, estaba más cerca del manicomio florido y de las alucinaciones en
carne viva mientras que los maricones y los maricas vagaban sincopadamente de
la Ética a la Estética y viceversa. Cernuda, el querido Cernuda, era un ninfo y
en ocasiones de gran amargura un poeta maricón, mientras que Guillén,
Aleixandre y Alberti podían ser considerados mariquita, bujarrón y marica,
respectivamente. Los poetas tipo Carlos Pellicer eran, por regla general,
bujarrones, mientras que poetas como Tablada, Novo, Renato Leduc eran
mariquitas. De hecho, la poesía mexicana carecía de poetas maricones, aunque
algún optimista pudiera pensar que allí estaba López Velarde o Efraín Huerta.
Maricas, en cambio, abundaban, desde el matón (aunque por un segundo yo escuché
mafioso) Díaz Mirón hasta el conspicuo Homero Aridjis. Debíamos remontarnos a
Amado Nervo (silbidos) para hallar a un poeta de verdad, es decir a un poeta
maricón, y no a un fileno como el ahora famoso y reivindicado potosino Manuel
José Othón, un pesado donde los haya. Y hablando de pesados; mariposa era
Manuel Acuña y ninfo de los bosques de Grecia José Joaquín Pesado, perennes
padrotes de cierta lírica mexicana.
–¿Y Efrén Rebolledo?
–pregunté yo.
–Un marica menorcísimo.
Su única virtud es la de ser si no el único, el primer poeta mexicano que
publicó un libro en Tokio, Rimas japonesas, 1909. Era diplomático, por
supuesto.
El panorama poético,
después de todo, era básicamente la lucha (subterránea), el resultado de la
pugna entre poetas maricones y poetas maricas por hacerse con la palabra.
Los mariquitas, según San Epifanio, eran poetas maricones en su sangre que por
debilidad o comodidad convivían y acataban –aunque no siempre– los parámetros
estéticos y vitales de los maricas. En España, en Francia y en Italia los
poetas maricas han sido legión, decía, al contrario de lo que podría pensar un
lector no excesivamente atento. Lo que sucedía era que un poeta maricón como
Leopardi, por ejemplo, reconstruye de alguna manera a los maricas como
Ungaretti, Montale y Quasimodo, el trío de la muerte.
–De igual modo Pasolini
repinta a la mariquería italiana actual, véase el caso del pobre Sanguinetti
(con Pavese no me meto, era una loca triste, ejemplar único de su especie, o
con Dino Campana, que come en mesa aparte, la mesa de las locas terminales).
Para no hablar de Francia, gran lengua de fagocitadores, en donde cien poetas
maricones, desde Villon hasta nuestra admirada Sophie Podolski cobijaron,
cobijan y cobijarán con la sangre de sus tetas a diez mil poetas maricas con su
corte de filenos, ninfos, bujarrones y mariposas, excelsos directores de
revistas literarias, grandes traductores, pequeños funcionarios y grandísimos
diplomáticos del Reino de las Letras (véase, si no, el lamentable y siniestro
discurrir de los poetas de Tel Quel). Y no digamos nada de la
mariconería de la Revolución Rusa en donde, si hemos de ser sinceros, sólo hubo
un poeta maricón, uno solo.
–¿Quién? –le preguntaron.
–¿Maiacovski?
–No.
–¿Esenin?
–Tampoco.
–¿Pasternak, Blok,
Mandelstam, Ajmátova?
–Menos.
–Dilo de una vez,
Ernesto, que me estoy comiendo las uñas.
–Sólo uno –dijo San
Epifanio–, y ahora te saco de la duda, pero eso sí, maricón de las estepas y de
las nieves, maricón de la cabeza a los pies: Khlebnikov.
Hubo opiniones para todos
los gustos.
–Y en Latinoamérica,
¿cuántos maricones verdaderos podemos encontrar? Vallejo y Martín Adán. Punto y
aparte. ¿Macedonio Fernández, tal vez? El resto, maricas tipo Huidrobo,
mariposas tipo Alfonso Cortés (aunque éste tiene versos de maricona auténtica),
bujarrones tipo León de Greiff, ninfos abujarronados tipo Pablo de Rokha (con
ramalazos de loca que hubieran vuelto loco a Lacan), mariquitas tipo Lezama
Lima, falso lector de Góngora, y junto con Lezama todos los poetas de la
Revolución Cubana (Diego, Vitier, el horrible Retamar, el penoso Guillén, la
inconsolable Fina García) excepto Rogelio Nogueras, que es un encanto y una
ninfa con espíritu de maricón juguetón. Pero sigamos. En Nicaragua dominan
mariposas tipo Coronel Urtecho o maricas con voluntad de filenos, tipo Ernesto
Cardenal. Maricas también son los Contemporáneos de México...
–¡No –gritó Belano–,
Gilberto Owen no!
–De hecho –prosiguió
imperturbable San Epifanio–, Muerte sin fin es, junto con la poesía de
Paz, La Marsellesa de los nerviosísimos y sedentarios poetas mexicanos maricas.
Más nombres: Gelman, ninfo, Benedetti, marica, Nicanor Parra, mariquita con
algo de maricón, Westphalen, loca, Enrique Lihn, mariquita, Girondo, mariposa,
Rubén Bonifaz Nuño, bujarrón amariposado, Sabines, bujarrón abujarronado,
nuestro querido e intocable Josemilio Pe, loca. Y volvamos a España, volvamos a
los orígenes –silbidos–: Góngora y Quevedo, maricas; San Juan de la Cruz y Fray
Luis de León, maricones. Ya está todo dicho. Y ahora, algunas diferencias entre
maricas y maricones. Los primeros piden hasta en sueños una verga de treinta
centímetros que los abra y fecunde, pero a la hora de la verdad les cuesta Dios
y ayuda encamarse con sus padrotes del alma. Los maricones, en cambio,
pareciera que vivan permanentemente con una estaca removiéndoles las entrañas y
cuando se miran en un espejo (acto que aman y odian con toda su alma) descubren
en sus propios ojos hundidos la identidad del Chulo de la Muerte. El chulo,
para maricones y maricas, es la palabra que atraviesa ilesa los dominios de la
nada (o del silencio de la otredad). Por lo demás, y con buena voluntad, nada
impide que maricas y maricones sean buenos amigos, se plagien con finura, se
critiquen o se alaben, se publiquen o se oculten mutuamente en el furibundo y
moribundo país de las letras.
–¿Y Cesárea Tinajero, es
una poeta maricona o marica? –preguntó alguien. No reconocí la voz.
–Ah, Cesárea Tinajero es
el horror –dijo San Epifanio.
Fuente: Bolaño, R. (1998), Los
detectives salvajes, Anagrama, Barcelona.