Por Jesús Mosterín
La avicultura es quizá la rama de la
ganadería donde el desprecio de los animales y la desnaturalización de sus
condiciones de vida más lejos han llegado. Tradicionalmente las gallinas vivían
al aire libre en corrales abiertos junto a la casa de campo, correteando y
escarbando el suelo a su alrededor. Normalmente cuidaba de ellas y recogía sus
huevos la mujer del granjero. Sin embargo, desde los años cincuenta, el modo de
vida natural y tradicional de las gallinas ha sido desbaratado. En muchos
lugares se ha ido extendiendo un sistema de estabulación abusiva en grandes naves
industriales, campos de concentración donde las gallinas han sido degradadas a
meras máquinas de poner huevos o producir carne, olvidando que son animales, no
máquinas.
La mayoría de los huevos
en venta proceden de gallinas desgraciadas. Nada más nacer, se aparta
brutalmente a los polluelos de su madre. A muchos se les corta el pico con un
cuchillo al rojo vivo, para minimizar el canibalismo en las posteriores
condiciones de hacinamiento que les esperan. Este corte es muy doloroso, pues
entre la córnea y el hueso hay una capa de tejido blando extremadamente
sensible. Además, esa mutilación del ave produce dolores crónicos y trastoca
todo su comportamiento natural. Las gallinas ponedoras jóvenes son criadas en
jaulas especiales con paja hasta las 18 semanas, a partir de las cuales son
encerradas en baterías para el resto de sus vidas. Unas cinco gallinas son
apiñadas en una jaula de apenas un cuarto de metro cuadrado. En su estado
natural, las gallinas se pasan el día correteando, picoteando y escarbando el
suelo en busca de gusanos e insectos, dándose baños de tierra y construyendo
sus nidos para la puesta. Las gallinas en las baterías, condenadas a la
inmovilidad y la frustración, sin espacio para estirar siquiera las alas, en
las que las llagas aparecen entre las plumas, se picotean unas a otras dentro
de la minijaula. Las jaulas se amontonan en varios pisos. Los suelos y paredes
son de alambre, para facilitar la caída de los excrementos. Las gallinas se
frotan desesperadamente contra los alambres, tratando de remedar el modo de
vida para el que están genéticamente programadas. En efecto, a pesar del suelo
de alambre, las gallinas realizan los movimientos similares al baño de tierra
que harían en condiciones normales e intentan, una y otra vez, arrastrarse por
debajo de sus compañeras, buscando en vano ponerse a cubierto. Como señala la
etóloga Marian Stamp Dawkins:
Las angustiosas condiciones de vida
impuestas en las jaulas en batería no han logrado destruir la memoria genética
de las gallinas. A pesar del suelo de alambre de las jaulas, las gallinas
realizan los movimientos similares al baño de tierra que harían en condiciones
normales. Si se les brinda la oportunidad de darse un verdadero baño de tierra,
se sumergen en él con verdadera locura, una y otra vez, en el afán de recuperar
el tiempo perdido.
Ninguna pauta natural de conducta de la
gallina es respetada. Como indicó Konrad Lorenz en 1981:
La peor tortura a la que se ve
expuesta una gallina en batería es la imposibilidad de resguardarse en un
lugar en donde pueda hacer su puesta. Cualquier persona algo entendida en
animales y con un mínimo de sensibilidad verá con gran pena cómo una gallina
intenta, una y otra vez, arrastrarse por debajo de sus compañeras de jaula,
buscando en vano ponerse a cubierto.
Privadas de espacio, suelo y privacidad
las gallinas desarrollan gran estrés y agresividad y sufren una elevada
mortalidad por infecciones y tumores. Estas gallinas desgraciadísimas llegan a
producir hasta 300 huevos anuales. Cuando, al cabo de unos 15 meses, quedan
exhaustas, son enviadas al matadero y sustituidas por otras más jóvenes.
Hasta la Segunda Guerra
Mundial, más o menos, se comían relativamente pocos pollos, que solían ser los
machos indeseados que producían las gallinas ponedoras de los corrales. Ahora,
más de 3000 millones de pollos se matan y consumen al año solo en Estados
Unidos. Son los desgraciados «pollos de engorde» que ya no se crían al aire
libre en el corral de la granja, sino encerrados en inmensas naves sin
ventanas. Han sido seleccionados para ser monstruos prematuros de gordura. A
las seis semanas de edad ya casi no pueden sostenerse ni andar. En la misma
nave pueden llegar a criarse 50 000 y hasta 100 000 pollos juntos, hacinados en
pésimas condiciones. Cada día hay que recoger a los numerosos muertos. Los
pollos desarrollan ulceraciones en las patas y a veces se vuelven ciegos por
los altos niveles de amoniaco, generados por sus propios excrementos. Cuando
unos cuantos (digamos, menos de 100) gallos y gallinas viven en el corral, se
tantean y prueban su fuerza, de tal modo que enseguida se establece una
jerarquía (pecking order) que garantiza la paz. Cada gallina conoce su
lugar en la jerarquía y cede ante las que están por encima, con lo que se
evitan las peleas. En las grandes naves en que se hacinan muchos miles de
pollos de engorde, no hay posibilidad alguna de conocerse ni establecer jerarquías.
Además, el modo de vida totalmente estresante y antinatural produce en los
animales una tensión e irritabilidad extraordinarias. Con frecuencia unos
pollos picotean a otros hasta la muerte y el canibalismo. Para amortiguar el
problema, por un lado se reduce la intensidad de la luz artificial (la del sol
no la ven nunca) y por otro se les corta el pico, con las secuelas de dolor ya
mencionadas. Durante su breve y hacinada vida son pasto de las enfermedades
respiratorias y tumorales y de los parásitos, lo que se trata de atemperar
introduciendo fármacos y antibióticos en su comida. El último día de su vida es
el primero en que los pollos ven el sol, cuando se los saca boca abajo y a
veces malheridos para ser empaquetados y cargados en camiones que los conducen
al matadero, completamente aterrorizados.
Tras repetidas peticiones
del Parlamento Europeo, la Comisión Europea promulgó la directiva 1999-74-EC,
que establece estándares mínimos de habitabilidad para las gallinas ponedoras y
prohíbe las baterías más pequeñas y abusivas, aunque sin establecer multas. La
directiva entró en vigor definitivamente en 2012, aunque algunos Estados
miembros, como España, Italia, Polonia y Rumanía, todavía no la cumplen. Otros,
sin embargo, como Alemania, Austria, Suecia y Holanda, han ido más lejos que la
directiva, prohibiendo completamente todo tipo de avicultura basado en
baterías. De todos modos, el consumidor de huevos sensible y que quiera evitar
ser cómplice del maltrato a las gallinas que suponen las perores prácticas de
la avicultura abusiva, tiene ahora en su mano la posibilidad de hacer algo para
evitarlo. En Europa, desde 2004, todos los huevos que se ponen en venta para el
consumo humano llevan obligatoriamente grabando en rojo en su cáscara un código
que empieza por un número que informa sobre el trato a las gallinas. Si ese
número es 0 (ecológico) o si es 1 (campero), el huevo procede de gallinas de
corral o que al menos a veces están al aire libre. Si el número es 2 (suelo) o
3 (jaula), procede de gallinas encerradas y maltratadas, por lo que debe
evitarse su consumo. En ningún caso hay que comprar un huevo con el número 3,
por barato que sea. El consumidor sensible y consciente tiene derecho a ejercer
su propia opción moral y dietética, evitando la complicidad con la tortura de
las gallinas. Respecto a la carne de pollo, muchos consumidores están
dispuestos a pagar un precio más alto por gozar de salud y buena conciencia La
calidad de vida tanto de los pollos como de los consumidores pasa por una
reducción de la producción, una elevación del precio y una garantía de
condiciones de vida relativamente naturales para los pollos.
Fuente: Mosterín, J. (2014), El triunfo de la compasión,
Alianza Editorial, Madrid.
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