31/10/19

Las aristocracias de todos los tiempos

Por Bertrand Russell
En las elecciones municipales, una de las cuestiones que es preciso decidir es la cantidad de dinero público que ha de dedicarse a asuntos como los de la salud pública, la atención a la maternidad y el bienestar infantil. Las estadísticas demuestran que lo que se gasta en estos objetivos tienen efectos notables, dado que consigue salvar vidas. En todos los barrios de Londres, las personas adineradas se asocian para evitar el incremento del presupuesto que se orienta a la satisfacción de estas metas –e incluso para conseguir, si es posible, su disminución–. Es decir, todas esas personas ricas están dispuestas a condenar a muerte a miles de semejantes a fin de seguir ellos mismos disfrutando de opíparas cenas y de potentes automóviles. Y dado que controlan a la práctica totalidad de la prensa, impiden que sus víctimas alcancen a conocer estos hechos. Es más: con los métodos que tan familiares resultan a los psicoanalistas consiguen evitar percibirlos ellos mismos. Su acción no tiene nada de sorprendente, ya que es la que han seguido las aristocracias de todos los tiempos.
Fuente: Russell, B. (1928), Ensayos escépticos, RBA, Barcelona.


24/10/19

El síndrome de Rhilpoth

Hace nueve semanas que el profesor Lema está viviendo en el campus de Rhilpoth, y en las últimas dos todas las noches han sido malas noches, noches llenas de una ansiedad que no le deja dormir, o noches de sueño fragmentado, sueño interrumpido por pesadillas. En medio del insomnio, se distrae mirando las nubes cambiantes en el pedazo de cielo que la cortina de la ventana no cubre.
Todos los años la universidad de Rhilpoth beca a profesores de todas las latitudes para que hagan realidad un proyecto libresco. Las condiciones son inmejorables: los profesores están libres de cargas administrativas o docentes, tienen a su disposición una biblioteca muy nutrida y cuentan con la ayuda de un asistente personal competente. La zona del campus destinada a los becarios incluye amplios jardines, comedores elegantes y habitaciones cómodas que funcionan también como despachos. El profesor Lema suele comer a solas o con John, un profesor de Newark. La primera vez que almorzaron juntos John le preguntó sobre su país, quiere saber cómo es Ecuador. Tiene una vaga idea de selva y frutas exóticas. El profesor Lema le explicó que Ecuador tiene playa y montaña además de selva, sobre todo montaña, y le cuenta que cuatro de los diecisiete millones de habitantes son muy pobres. John escuchó con ojos muy abiertos.
El profesor Lema había llevado un par de zapatos, ocho camisetas, cuatro pantalones, ropa interior, accesorios, el computador y una docena de libros cuya lectura le alegraría tanto como la música festiva o el fútbol de la televisión. En las primeras semanas se atuvo con éxito al esquema que había trazado de la novela, avanzando a un ritmo de una página diaria. La protagonizaban jóvenes idealistas que, luego de comprender que las sociedades avanzan a ritmos inhumanos, fundan una secta para llevar a cabo pequeñas misiones violentas que aceleren los cambios. Cada pequeño capítulo retrataría facetas distintas de la secta. Avanzó en una docena de ellos, pero en las últimas semanas se estancó y ya no pudo retomar la novela. A los problemas de sueño se sumaron el dolor en pies y espalda, el hormigueo del brazo derecho y el vértigo al sentarse y acostarse.
Tocaron la puerta de la habitación. Era Kim, su asistente asignada. Al inicio de su estadía el profesor Lema le había dicho que no la necesitaba porque estaba acostumbrado a escribir sin ayuda, pero ahora la llamó con la excusa de que necesitaba verificar una cita que sabía de memoria. Kim era una rubia alta y esbelta de Dakota del Sur, con una sonrisa de dientes grandes y bien alineados. Irrumpió en la habitación con el libro en cuestión, que él examinó sentado en el escritorio mientras ella aguardaba a su lado, de pie. De golpe se puso también de pie y agarró a Kim del antebrazo, la atrajo con toda la fuerza y le agarró la boca con su boca. La besó con furia hasta que ella logró zafarse y huir.
Un inspector entró sin avisar en la habitación diciéndole que debía presentarse enseguida en la oficina de arreglo de disputas de la universidad. Kim lo había denunciado. John acompañó al profesor Lema a rendir su versión. El profesor Lema aseguró que la versión de Kim era cierta y preguntó cuál era la sanción. La expulsión de Rhilpoth, le contestaron.

17/10/19

La expulsión

Por Eduardo Galeano
En el mes de marzo del año 2000, sesenta haitianos se lanzaron a las aguas del mar Caribe, en un barquito de morondanga.
Los sesenta murieron ahogados.
Como era una noticia de rutina, nadie se enteró.
Los tragados por las aguas habían sido, todos, cultivadores de arroz.
Desesperados, huían.
En Haití, los campesinos arroceros se han convertido en balseros o en mendigos, desde que el Fondo Monetario Internacional prohibió la protección que el estado brindaba a la producción nacional.
Ahora Haití compra el arroz en los Estados Unidos, donde el Fondo Monetario Internacional, que es bastante distraído, se ha olvidado de prohibir la protección que el estado brinda a la producción nacional.
Fuente: Galeano, E. (2004), Bocas del tiempo, Siglo XXI, México, D.F.

10/10/19

Ellos

Por Jesús Mosterín
Los primeros pensadores griegos –Tales, Anaximandro, Anaxímenes, Hecateo– eran todos ellos burgueses acomodados de Mileto, hombres prácticos, metidos en política y en negocios, viajeros y navegantes, comerciantes y turistas. Ellos introdujeron en la Hélade la geometría egipcia, la aritmética babilónica e instrumentos tales como el gnomon (vara vertical sobre una plataforma horizontal, usada para marcar las posiciones del Sol). Ellos iniciaron la geografía y la historia, la filosofía y la cosmología. Ellos dibujaron los primeros mapas del mundo. Ellos y los de su clase tenían una enorme confianza en sí mismos, nutrida por sus éxitos en la vida, evidentemente debidos a su propio esfuerzo y espabilamiento, y no a ninguna presunta intervención divina. No polemizaron con la religión ni con los mitos (excepto Xenofanes), pero dejaron de tomárselos en serio e iniciaron la especulación intelectual libre.
Fuente: Mosterín, J. (2006), La Hélade, Alianza Editorial, Madrid.

3/10/19

Villaviciosa

Por Roberto Bolaño
Cuando ya me disponía a irme, él abrió los ojos y se puso a hablar de Villaviciosa.
A su manera, fue pródigo en detalles. Dijo que el pueblo no tenía más de sesenta casas, dos cantinas, una tienda de comestibles. Dijo que las casas eran de adobe y que algunos patios estaban encementados. Dijo que de los patios escapaba un mal olor que a veces resultaba insoportable. Dijo que resultaba insoportable para el alma, incluso para la carencia de alma, incluso para la carencia de sentidos. Dijo que por eso algunos patios estaban encementados. Dijo que el pueblo tenía entre dos mil y tres mil años y que sus naturales trabajaban de asesinos y de vigilantes. Dijo que un asesino no perseguía a un asesino, que cómo iba a perseguirlo, que eso era como si una serpiente se mordiera la cola. Dijo que existían serpientes que se mordían la cola. Dijo que incluso había serpientes que se tragaban enteras y que si uno veía a una serpiente en el acto de autotragarse más valía salir corriendo pues al final siempre ocurría algo malo, como una explosión de la realidad. Dijo que cerca del pueblo pasaba un río llamado Río Negro por el color de sus aguas y que éstas al bordear el cementerio formaban un delta que la tierra seca acababa por chuparse. Dijo que la gente a veces se quedaba largo rato contemplando el horizonte, el sol que desaparecía detrás del cerro El Lagarto, y que el horizonte era de color carne, como la espalda de un moribundo. ¿Y qué esperan que aparezca por allí?, le pregunté. Mi propia voz me espantó. No lo sé, dijo. Luego dijo: una verga. Y luego: el viento y el polvo, tal vez. Después pareció tranquilizarse y al cabo de un rato creí que estaba dormido. Volveré mañana, murmuré, tómate las medicinas y no te levantes.
Fuente: Bolaño, R. (1997), Llamadas telefónicas, Anagrama, Barcelona.