24/10/19

El síndrome de Rhilpoth

Hace nueve semanas que el profesor Lema está viviendo en el campus de Rhilpoth, y en las últimas dos todas las noches han sido malas noches, noches llenas de una ansiedad que no le deja dormir, o noches de sueño fragmentado, sueño interrumpido por pesadillas. En medio del insomnio, se distrae mirando las nubes cambiantes en el pedazo de cielo que la cortina de la ventana no cubre.
Todos los años la universidad de Rhilpoth beca a profesores de todas las latitudes para que hagan realidad un proyecto libresco. Las condiciones son inmejorables: los profesores están libres de cargas administrativas o docentes, tienen a su disposición una biblioteca muy nutrida y cuentan con la ayuda de un asistente personal competente. La zona del campus destinada a los becarios incluye amplios jardines, comedores elegantes y habitaciones cómodas que funcionan también como despachos. El profesor Lema suele comer a solas o con John, un profesor de Newark. La primera vez que almorzaron juntos John le preguntó sobre su país, quiere saber cómo es Ecuador. Tiene una vaga idea de selva y frutas exóticas. El profesor Lema le explicó que Ecuador tiene playa y montaña además de selva, sobre todo montaña, y le cuenta que cuatro de los diecisiete millones de habitantes son muy pobres. John escuchó con ojos muy abiertos.
El profesor Lema había llevado un par de zapatos, ocho camisetas, cuatro pantalones, ropa interior, accesorios, el computador y una docena de libros cuya lectura le alegraría tanto como la música festiva o el fútbol de la televisión. En las primeras semanas se atuvo con éxito al esquema que había trazado de la novela, avanzando a un ritmo de una página diaria. La protagonizaban jóvenes idealistas que, luego de comprender que las sociedades avanzan a ritmos inhumanos, fundan una secta para llevar a cabo pequeñas misiones violentas que aceleren los cambios. Cada pequeño capítulo retrataría facetas distintas de la secta. Avanzó en una docena de ellos, pero en las últimas semanas se estancó y ya no pudo retomar la novela. A los problemas de sueño se sumaron el dolor en pies y espalda, el hormigueo del brazo derecho y el vértigo al sentarse y acostarse.
Tocaron la puerta de la habitación. Era Kim, su asistente asignada. Al inicio de su estadía el profesor Lema le había dicho que no la necesitaba porque estaba acostumbrado a escribir sin ayuda, pero ahora la llamó con la excusa de que necesitaba verificar una cita que sabía de memoria. Kim era una rubia alta y esbelta de Dakota del Sur, con una sonrisa de dientes grandes y bien alineados. Irrumpió en la habitación con el libro en cuestión, que él examinó sentado en el escritorio mientras ella aguardaba a su lado, de pie. De golpe se puso también de pie y agarró a Kim del antebrazo, la atrajo con toda la fuerza y le agarró la boca con su boca. La besó con furia hasta que ella logró zafarse y huir.
Un inspector entró sin avisar en la habitación diciéndole que debía presentarse enseguida en la oficina de arreglo de disputas de la universidad. Kim lo había denunciado. John acompañó al profesor Lema a rendir su versión. El profesor Lema aseguró que la versión de Kim era cierta y preguntó cuál era la sanción. La expulsión de Rhilpoth, le contestaron.

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