27/9/08

Puedo escribir los versos más tristes esta noche

Por Pablo Neruda
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Escribir, por ejemplo: “La noche está estrellada,
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos”.

El viento de la noche gira en el cielo y canta.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Yo la quise, y a veces ella también me quiso.

En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.
La besé tantas veces bajo el cielo infinito.

Ella me quiso, a veces yo también la quería.
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.

Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella.
Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.

Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.
La noche está estrellada y ella no está conmigo.

Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.
Mi alma no se contenta con haberla perdido.

Como para acercarla mi mirada la busca.
Mi corazón la busca, y ella no está conmigo.

La misma noche que hace blanquear los mismos árboles.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.

Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.
Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.

De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.
So voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.

Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.

Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos,
mi alma no se contenta con haberla perdido.

Aunque éste sea el último dolor que ella me cause,
y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.
Fuente: Neruda, P. (2003), Veinte poemas de amor y una canción desesperada, Sol 90, Buenos Aires.

24/9/08

La mente más poderosa

Por José Manuel Sánchez Ron
Pretender saber algo de ciencia e ignorar quién fue Isaac Newton, es tanto como tener sed y no beber agua. Newton fue el grande entre los grandes, la mente más poderosa –científica, sin duda, pero acaso también desde cualquier punto de vista– que ha conocido la historia. Físico, matemático, químico/alquimista, teólogo, historiador; apasionado y genial perseguidor de los arcanos del conocimiento.
Imagen tomada de https://bit.ly/2A9i589
Tendemos a contemplar a Newton como el paradigma del científico en el sentido moderno, como el estudioso de los fenómenos naturales, y aunque esta caracterización de aquel inglés irascible y poco dado a compartir sus conocimientos no deja de ser cierta, también se encuentra fundamentalmente desenfocada. En uno de los ensayos más vibrantes y apasionados que he leído a lo largo de mi vida, el economista John Maynard Keynes (1883-1946) le caracterizó –y algo de razón tenía– como el «último de los magos, el último de los babilonios y de los sumerios, la última de las grandes mentes que contempló el mundo visible e intelectual con los mismo ojos que de aquellos que empezaron a construir nuestra heredad intelectual, hace casi diez mil años».
Es evidente, sin embargo, que semejante caracterización contiene elementos inaceptables. Newton introdujo en el análisis de los fenómenos naturales –de los físicos especialmente– un método radicalmente nuevo; un método que si ya lo distinguía de sus predecesores más cercanos (como Galileo, Descartes [1596-1650] o Kepler [1571-1630]), más le separaba aún de todos aquellos que habían empezado, milenios antes, a «construir nuestra heredad intelectual». El delicado equilibrio e interrelación entre observación experimental y representación teórico-matemática, la prodigiosa habilidad para reducir los problemas físicos a cuestiones matemáticas, para tratarlos como tales y aplicar luego los resultados así obtenidos a la investigación empírica, todo esto –la esencia del método científico moderno y contemporáneo–, es algo que nadie de sus contemporáneos o precursores logró.
En este sentido, ciertamente no contempló el mundo físico de la misma manera que los antiguos. Y, no obstante, a pesar de tales diferencias las frases de Keynes –que llegó a reunir una de las colecciones más importantes de manuscritos «no científicos» newtonianos– contienen algo de verdad, tocando la esencia del pensamiento del catedrático lucasiano de la Universidad de Cambridge. Este elemento de verdad se aprecia con mayor claridad cuando, más adelante en su ensayo, Keynes explica los calificativos que había aplicado a Newton:

¿Por qué lo llamo mago? Porque contemplaba el universo y todo lo que en él se contiene como un enigma, como un secreto que podía leerse aplicando el pensamiento puro a cierta evidencia, a ciertos indicios místicos que Dios había diseminado por el mundo para permitir una especie de búsqueda del tesoro filosófico a la hermandad esotérica. Creía que una parte de dichos indicios debía encontrarse en la evidencia de los cielos y en la constitución de los elementos (y esto es lo que erróneamente sugiere que fuera un filósofo experimental natural); y la otra, en cierto escritos y tradiciones transmitidos por los miembros de una hermandad, en una cadena ininterrumpida desde la original revelación críptica, en Babilonia. Consideraba al Universo como un criptograma trazado por el Todopoderoso.

Basta, en efecto, pasar revista a los manuscritos que dejó para comprender dónde residían, efectivamente, sus intereses. Hasta el punto que no sería totalmente descabellado formularse la pregunta de por qué uno de los mayores teólogos antitrinitarios del siglo XVII utilizó parte de su tiempo para escribir trabajos sobre ciencia natural, como Philosophiae Naturalis Principia Mathematica (1687).
La ambición intelectual de Newton fue tal que no podía conformarse –aunque aparentemente lo hiciera (de ahí su engañosa frase «Hipotheses non fingo» [«No hago hipótesis»])– con otra cosa que no fuese la causa última, la explicación definitiva de todo lo que vemos ocurre en la Naturaleza. Y él situaba a Dios en ese lugar. De ahí su profundo y sostenido interés por los temas teológicos e histórico-religiosos, que aflora sólo muy ocasionalmente en alguno de sus tratados científicos … como en el «Escolio General» que añadió a la segunda edición de los Principia, o los últimos párrafos de la «Cuestión 31» de la Óptica (1704), el libro en el que desveló numerosas propiedades de la luz –que él creía formada por pequeños corpúsculos– hasta entonces ignoradas (como el que la luz blanca está compuesta en realidad por colores «simples» o «elementales»).
Aunque sin duda es sorprendente que el maestro de la racionalidad matemático-experimental buscase los secretos de la naturaleza fuera de ésta, lo cierto es que Newton creía que el mensaje divino que había estado alguna vez en las Sagradas Escrituras (eso sí, en las versiones no corrompidas) contenía también la explicación del funcionamiento de la naturaleza. Por ello, buscó las creencias religiosas de los antiguos, y escribió miles de páginas en las que pugnaba por reconstruir la verdadera religión, páginas que incluyen también libros, como Observations upon the Prophecies of Holy Writ particularly the Prophecies of Daniel and the Apocalypse of St. John, que sólo vería la luz pública en 1733, seis años después de que hubiese muerto.
Pero en un diccionario como éste, no es del Newton teólogo e historiador del que hay que hablar, por mucho, insisto, que sólo existiera un Newton, al que prejuicios falsamente científicos, han dividido en parcelas aparentemente inconexas, convirtiendo sus intereses teológico-históricos en algo así como las inevitables –y si es posible inconfesables– extravagancias de un genio. Hay que referirse a aquel del que Voltaire (1694-1778) –un ferviente newtoniano– escribió (en su Diccionario filosófico): «Inventó el cálculo que se llama del infinito; descubrió y demostró el principio nuevo que hace mover toda la naturaleza. No se conoció la luz antes de que él la estudiara, sólo se tenía de ella ideas confusas y falsas. Inventó los telescopios de reflexión.»
Entre las joyas científicas newtonianas, hay una que sobresale entre todas: el ya citado Philosophiae Naturalis Principia Mathematica (Principios matemáticos de la filosofía natural), el libro científico más importante jamás escrito. Los Principia contienen la esencia de la dinámica (la rama de la física que se ocupa del movimiento de los cuerpos), tal y como sería aceptada hasta 1905, cuando Albert Einstein desarrolló una teoría –la relatividad especial– que hacía de la formulación newtoniana un caso particular (para velocidades pequeñas comparadas con la de la luz). Para la mayoría de los fenómenos físicos que observamos seguimos utilizando todavía las tres leyes clásicas de la mecánica newtoniana, aquellas que nos dicen que: 1) en ausencia de fuerzas, todos los cuerpos continúan en su estado de reposo o de movimiento uniforme en línea recta; 2) masa por aceleración (variación de la velocidad con respecto al tiempo) es igual a fuerza; y 3) que a toda acción se le opone una reacción de igual magnitud. El Libro Tercero de los Principia, titulado nada menos que «El sistema del mundo», aplicaba estas leyes al movimiento de los cuerpos celestes. Hasta entonces, la humanidad había considerado como fenómenos diferentes la caída de objetos en nuestro entorno y los movimientos de los planetas y demás cuerpos celestes. Newton eliminó tal diferencia: la Tierra atraía a una manzana, igual que atraía a la Luna, a Marte o al Sol, y éstos, a su vez, la atraían a ella. Y todo con el mismo tipo de fuerza: directamente proporcional al producto de las masas de los dos cuerpos en cuestión e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que los separa. El movimiento cósmico era el producto, la situación de equilibrio dinámico, de todas esas fuerzas.
Con este instrumental conceptual y analítico, auxiliado por nuevas técnicas matemáticas (el cálculo de fluxiones, una versión geométrica y menos poderosa que la formulación desarrollada más o menos simultánea e independientemente por Leibniz) que él mismo inventó, Newton fue capaz de explicar y predecir con precisión las trayectorias de los planetas, incluso –él, que parece que nuca vio el mar– intentó dar cuenta de las mareas, tan importantes para su país, que en su teoría surgirían como meras consecuencias de la atracción que la Luna ejerce sobre la Tierra. Ansioso de disponer del mayor número posible de datos relativos al movimiento lunar, Newton utilizó todos los recursos, en modo alguno escasos, de que disponía (su puesto de presidente de la Royal Society, por ejemplo) para acceder a los datos penosa y lentamente acumulados por el astrónomo real, John Flamsteed (1646-1719). Hay quienes asocian a la genialidad un desarrollo anormalmente grande del individualismo, del, sería más adecuado expresarlo así, egoísmo. Isaac Newton proporciona, desde luego, argumentos a los que piensan de esta manera.
Una de las características más llamativas de la física newtoniana es que las fuerzas a las que recurre son del tipo de «acción a distancia» … La fuerza de esta clase –repito lo que ya señalé– que relaciona a dos cuerpos no necesita de ningún sustrato que la transporte: ejerce su capacidad de influencia de una manera aparentemente milagrosa, inexplicable mecánicamente. Además, en el caso newtoniano, instantáneamente. La mayoría de los contemporáneos de Newton encontraron repugnante este tipo de interacción. Era mucho más satisfactoria conceptualmente la imagen que Descartes defendía, en la cual el universo estaba lleno de unos vórtices de materia sutil, que arrastraban a lo largo de sus torbellinos a los cuerpos celestes.
El propio Newton no creía en las acciones a distancia, pero fue los suficientemente buen físico como para elevarse por encima de sus expectativas. En una carta que escribió a Richard Bentley (1662-1742) (el 25 de febrero de 1963) se pronunció sobre estos puntos: «Es inconcebible que la materia bruta inanimada opere y afecte (sin la mediación de otra cosa que no sea material) sobre otra materia sin contacto mutuo, como debería ser si la gravitación en el sentido de Epicuro es esencial e inherente a ella. Y ésta es la razón por la que deseo que no me asocie con la gravedad innata. Que la gravedad sea innata, inherente y esencial a la materia de forma que un cuerpo pueda actuar a distancia a través de un vacío sin la mediación de otra cosa con la cual su acción o fuerza puede ser transmitida de [un lugar] a otro, es para mí algo tan absurdo que no creo que pueda caer en ella ninguna persona con facultades competentes de pensamiento en asuntos filosóficos. La gravedad debe ser producida por un agente que actúe constantemente según ciertas leyes, pero si este agente es material o inmaterial es una cuestión que he dejado a la consideración de mis lectores.»
No creía, filosóficamente, en la acción a distancia, pero como científico la utilizaba y, en este sentido, aceptaba. En este punto –como en otros– sí que fue el primero de los modernos y no el último de los antiguos.
En la historia del pensamiento no faltan los casos de grandes creadores que vivieron y murieron sin alcanzar ningún tipo de reconocimiento público o profesional. Isaac Newton no perteneció a esta categoría. Inglaterra y el mundo civilizado le honraron con generosidad y prontitud. En Inglaterra llegó a alcanzar una posición oficial tan notable (y rentable) como la dirección de la Casa de la Moneda. La influencia de los Principia, que marcó el punto culminante de la Revolución Científica, no se vio confinada a la física matemática y mecánica celeste, sino que se extendió, como modelo a imitar, a todas las ciencias. La filosofía de la naturaleza newtoniana afectó profundamente al pensamiento político y social, a ideas relativas a la religión, e incluso al arte. Montesquieu (1698-1755) escribió sobre la gravedad universal newtoniana o «poder de gravitación» en la exposición del «Principio de Monarquía» de su Esprit des Lois, y John Adams (1735-1826) invocó la tercera ley del movimiento de Newton al defender la nueva Constitución de Estados Unidos. John T. Desaguliers (1683-1744) escribió un tratado político titulado El sistema newtoniano del mundo, el mejor modelo de gobierno.
A pesar de que otras construcciones físicas han superado, en la mecánica, la gravitación y, sobre todo, la luz, sus conceptos y teorías, la manera newtoniana de aproximarnos a la realidad no nos ha abandonado completamente. Pasarán aún generaciones antes de que logremos mirar a la naturaleza en términos más acordes con los conceptos relativistas o cuánticos, que, por el momento al menos, consideramos más «verdaderos», y que sólo incluyen a los newtonianos como límites en situaciones muy concretas.
Aquellos que se acerquen a su tumba, en la abadía de Westminster, en Londres, podrán leer en la lápida que cubre sus restos, unas palabras que hacen justicia a tanta inteligencia, energía y pasión como desplegó Newton a lo largo de su vida: «Sibi gratulentur Mortales, tale tantumgue extitisse Humani generis decus» («Alégrense los mortales de que haya existido tal y tan gran ornamento de la raza humana»).
Fuente: Sánchez Ron, J. M. (2006), Diccionario de la ciencia, Crítica, Barcelona.

19/9/08

Sor Juana Inés de la Cruz

Por Eduardo Galeano
1655
San Miguel de Nepantla
Juana a los cuatro
Anda Juana charla que te charla con el alma, que es su compañera de adentro, mientras camina por la orilla de la acequia. Se siente de lo más feliz porque está con hipo y Juana crece cuando tiene hipo. Se detiene y se mira la sombra, que crece con ella, y con una rama la va midiendo después de cada saltito que le pega la barriga. También los volcanes crecían con el hipo, antes, cuando estaban vivos, antes de que los quemara su propio fuego. Dos de los volcanes humean todavía, pero ya no tienen hipo. Ya no crecen. Juana tiene hipo y crece. Crece.
Llorar, en cambio, encoge. Por eso tienen tamaño de cucarachas las viejitas y las lloronas de los entierros. Esto no lo dicen los libros del abuelo, que Juana lee, pero ella sabe. Son cosas que sabe de tanto platicar con el alma. También con las nubes conversa Juana. Para charlar con las nubes, hay que trepar a los cerros o a las ramas más altas de los árboles.
–Yo soy nube. Las nubes tenemos caras y manos. Pies, no.
1658
San Miguel de Nepantla
Juana a los siete
Por el espejo ve entrar a la madre y suelta la espada, que se derrumba con estrépito de cañón, y pega Juana tal respingo que le queda toda la cara metida bajo el aludo sombrero.
–No estoy jugando –se enoja, ante la risa de su madre. Se libera del sombrero y asoman los bigotazos de tizne. Mal navegan las piernitas de Juana en las enormes botas de cuero; trastabilla y cae al suelo y patalea, humillada, furiosa; la madre no para de reír.
–¡No estoy jugando! –protesta Juana, con agua en los ojos–. ¡Yo soy hombre! ¡Yo iré a la universidad, porque soy hombre!
La madre le acaricia la cabeza.
–Mi hija loca, mi bella Juana. Debería azotarte por estas indecencias.
Se sienta a su lado y dulcemente dice: «Más te valía haber nacido tonta, mi pobre hija sabihonda», y la acaricia mientras Juana empapa de lágrimas la vasta capa del abuelo.
Un sueño de Juana
Ella deambula por el mercado de sueños. Las vendedoras han desplegado sueños sobre grandes paños en el suelo.
Llega al mercado el abuelo de Juana, muy triste porque hace mucho tiempo que no sueña. Juana lo lleva de la mano y lo ayuda a elegir sueños, sueños de mazapán o de algodón, alas para volar durmiendo, y se marcharan los dos tan cargados de sueños que no habrá noche que alcance.
1667
Ciudad de México
Juana a los dieciséis
En los navíos, la campana señala los cuartos de la vela marinera. En los socavones y en los cañaverales, empuja al trabajo a los siervos indios y a los esclavos negros. En las iglesias da las horas y anuncia misas, muertes y fiestas.
Pero en la torre del reloj, sobre el palacio del virrey de México, hay una campana muda. Según se dice, los inquisidores la descolgaron del campanario de una vieja aldea española, le arrancaron el badajo y la desterraron a las Indias, hace no se sabe cuántos años. Desde que el maese Rodrigo la creó en 1530, esta campana había sido siempre clara y obediente. Tenía, dicen, trescientas voces, según el toque que dictara el campanero, y todo el pueblo estaba orgulloso de ella. Hasta que una noche su largo y violento repique hizo saltar a todo el mundo de las camas. Tocaba a rebato la campana, desatada por la alarma o la alegría o quién sabe qué, y por primera vez nadie la entendió. Un gentío se juntó en el atrio mientras la campana sonaba sin cesar, enloquecida, y el alcalde y el cura subieron a la torre y comprobaron, helados de espanto, que allí no había nadie. Ninguna mano humana la movía. Las autoridades acudieron a la Inquisición. El tribunal del Santo Oficio declaró nulo y sin valor alguno el repique de la campana, que fue enmudecida por siempre jamás y expulsada al exilio en México.
Juana Inés de Asbaje abandona el palacio de su protector, el virrey Mancera, y atraviesa la plaza mayor seguida por dos indios que cargan sus baúles. Al llegar a la esquina, se detiene y vuelve la mirada hacia la torre, como llamada por la campana sin voz. Ella le conoce la historia. Sabe que fue castigada por cantar por su cuenta.
Juana marcha rumbo al convento de Santa Teresa la Antigua. Ya no será dama de corte. En la serena luz del claustro y la soledad de la celda, buscará lo que no pueda encontrar afuera. Hubiera querido estudiar en la universidad los misterios del mundo, pero nacen las mujeres condenadas al bastidor de bordar y al marido que les eligen. Juana Inés de Asbaje se hará carmelita descalza, se llamará sor Juana Inés de la Cruz.
Imagen tomada de https://bit.ly/2IO8LJk
1681
Ciudad de México
Juana a los treinta
Después de rezar los maitines y los laudes, pone a bailar un trompo en la harina y estudia los círculos que el trompo dibuja. Investiga el agua y la luz, el aire y las cosas. ¿Por qué el huevo se une en el aceite hirviente y se despedaza en el almíbar? En triángulos de alfileres, busca el anillo de Salomón. Con un ojo pegado al telescopio, caza estrellas.
La han amenazado con la Inquisición y le han prohibido abrir los libros, pero sor Juana Inés de la Cruz estudia en las cosas que Dios crió, sirviéndome ellas de letras y de libro toda esta máquina universal.
Entre el amor divino y el amor humano, entre los quince misterios del rosario que le cuelga del cuello y los enigmas del mundo, se debate sor Juana; y muchas noches pasa en blanco, orando, escribiendo, cuando recomienza en sus adentros la guerra inacabable entre la pasión y la razón. Al cabo de cada batalla, la primera luz del día entra en su celda del convento de las jerónimas y a sor Juana le ayuda recordar lo que dijo Lupercio Leonardo, aquello de que bien se puede filosofar y aderezar la cena. Ella crea poemas en la mesa y en la cocina hojaldres; letras y delicias para regalar, música del arpa de David sanando a Saúl y sanando también a David, alegrías del alma y de la boca condenadas por los abogados del dolor.
–Sólo el sufrimiento te hará digna de Dios –le dice el confesor, y le ordena quemar lo que escribe, ignorar lo que sabe y no ver lo que mira.
1691
Ciudad de México
Juana a los cuarenta
Un chorro de luz blanca, luz de cal, acribilla a sor Juana Inés de la Cruz, arrodillada en el centro del escenario. Ella está de espaldas y mira hacia lo alto. Allá arriba un enorme Cristo sangra, abiertos los brazos, sobre la empinada tarima, forrada de terciopelo negro y erizada de cruces, espadas y estandartes. Desde la tarima, dos fiscales acusan.
Todo el mundo es negro, y negras son las capuchas que enmascaran a los fiscales. Sin embargo, uno lleva hábito de monja y bajo la capucha asoman los rojizos rulos de la peluca: es el obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz, en el papel de sor Filotea. El otro, Antonio Núñez de Miranda, confesor de sor Juana, se representa a sí mismo. Su nariz aguileña, que abulta la capucha, se mueve como si quisiera soltarse del dueño.

SOR FILOTEA (Bordando en un bastidor).–Misterioso es el Señor. ¿Para qué, me pregunto, habrá puesto cabeza de hombre en el cuerpo de sor Juana? ¿Para que se ocupe de las rastreras noticias de la tierra? A los Libros Sagrados, ni se digna asomarse.
EL CONFESOR (Apuntando a sor Juana con una cruz de madera).–¡Ingrata!
SOR JUANA (Clavados los ojos en Cristo, por encima de los fiscales).–Mal correspondo a la generosidad de Dios, en verdad. Yo sólo estudio por ver si con estudiar, ignoro menos, y a las cumbres de la Sagrada Teología dirijo mis pasos; pero muchas cosas he estudiado y nada, o casi nada, he aprendido. Lejos de mí las divinas verdades, siempre lejos… ¡Tan cercanas las siento a veces, y tan lejanas las sé! Desde que era muy niña… A los cinco o seis años buscaba en los libros de mi abuelo esas llaves, esas claves… Leía, leía. Me castigaban y leía, a escondidas, buscando…
EL CONFESOR (A sor Filotea).–Jamás aceptó la voluntad de Dios. Ahora, hasta letra de hombre tiene. ¡Yo he visto sus versos manuscritos!
SOR JUANA.–Buscando… Muy temprano supe que las universidades no son para mujeres, y que se tiene por deshonesta a la que sabe más que el Padrenuestro. Tuve por maestros libros mudos, y por todo condiscípulo, un tintero. Cuando me prohibieron los libros, como más de una vez ocurrió en este convento, me puse a estudiar en las cosas del mundo. Hasta guisando se pueden descubrir secretos de la naturaleza.
SOR FILOTEA.–¡La Real y Pontifica Universidad de la Fritanga! ¡Por sede, una sartén!
SOR JUANA.–¿Qué podemos saber las mujeres sino filosofías de cocina? Pero si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera escrito. Os causa risa, ¿verdad? Pues reíd, si os complace. Muy sabios se sienten los hombres, sólo por ser hombres. También a Cristo lo coronaron de espinas por rey de burlas.
EL CONFESOR (Se le borra la sonrisa; golpea la mesa con el puño).–¡Habráse visto! ¡La pedante monjita! Como sabe hacer villancicos, se compara con el Mesías.
SOR JUANA.–También Cristo sufrió esta ingrata ley. ¿Por signo? ¡Pues muera! ¿Señalado? ¡Pues padezca!
EL CONFESOR.–¡Vaya humildad!
SOR FILOTEA.–Vamos, hija, que escandaliza a Dios tan vocinglero orgullo…
SOR JUANA.–¿Mi orgullo? (Sonríe, triste.) Tiempo ha que se ha gastado.
EL CONFESOR.–Como celebra el vulgo sus versos, se cree una elegida. Versos que avergüenzan a esta cada de Dios, exaltación de la carne… (Tose.) Malas artes de macho…
SOR JUANA.–¡Mis pobres versos! Polvo, sombra, nada. La vana gloria, los aplausos… ¿Acaso los he solicitado? ¿Qué revelación divina prohíbe a las mujeres escribir? Por gracia o maldición, ha sido el Cielo quien me hizo poeta.
EL CONFESOR (Mira al techo y alza las manos, suplicando).–Ella ensucia la pureza de la fe y la culpa la tiene el Cielo!
SOR FILOTEA (Hace a un lado el bastidor de bordar y entrelaza los dedos sobre el vientre).–Mucho canta sor Juana a lo humano, y poco, poco a lo divino.
SOR JUANA.–¿No nos enseñan los Evangelios que en lo terrenal se expresa lo celestial? Una fuerza poderosa me empuja la mano…
EL CONFESOR (Agitando la cruz de madera, como para golpear a sor Juana desde lejos).–¿Fuerza de Dios o fuerza del rey de los soberbios?
SOR JUANA.–… y escribiendo seguiré, me temo, mientras me dé sombra el cuerpo. Huía de mí cuando tomé los hábitos, pero, ¡miserable de mí!, trájeme a mí conmigo.
SOR FILOTEA.–Se baña desnuda. Hay pruebas.
SOR JUANA.–¡Apaga, Señor, la luz de mi entendimiento! ¡Deja sólo la que baste para guardar Tu Ley! ¿No sobra lo demás en una mujer?
EL CONFESOR (Chillando, ronco, voz de cuervo).–¡Avergüénzate! ¡Mortifica tu corazón, ingrata!
SOR JUANA.–Apágame. ¡Apágame Dios mío!
La obra continúa, con diálogos semejantes, hasta 1693.
1693
Ciudad de México
Juana a los cuarenta y dos
Lágrima de toda la vida, brotadas del tiempo y de la pena, le empapan la cara. En lo hondo, en lo triste, ve nublado el mundo: derrotada, le dice adiós.
Varios días le ha llevado la confesión de los pecados de toda su existencia ante el impasible, implacable padre Antonio Núñez de Miranda, y todo el resto será penitencia. Con tinta de su sangre escribe una carta al Tribunal Divino, pidiendo perdón.
Ya no navegarán sus velas leves y sus quillas graves por la mar de la poesía. Sor Juana Inés de la Cruz abandona los estudios humanos y renuncia a las letras. Pide a Dios que le regale olvido y elige el silencio, o lo acepta, y así pierde América a su mejor poeta.
Poco sobrevivirá el cuerpo a este suicidio del alma. Que se avergüenza la vida de durarme tanto…
Fuente: Galeano, E. (1982), Memoria del fuego I. Los nacimientos, Siglo XXI, México, D. F.

17/9/08

Me gustas cuando callas

Por Pablo Neruda
Me gustas cuando callas porque estás como ausente,
y me oyes dese lejos, y mi voz no te toca.
Parece que los ojos se te hubieran volado
y parece que un beso te cerrara la boca.

Como todas las cosas están llenas de mi alma
emerges de las cosas, llena del alma mía.
Mariposa de sueño, te pareces a mi alma,
y te pareces a la palabra melancolía.

Me gustas cuando callas y estás como distante.
Y estás como quejándote, mariposa en arrullo.
Y me oyes desde lejos, y mi voz no te alcanza:
déjame que me calle con el silencio tuyo.

Déjame que te hable también con tu silencio
claro como una lámpara, simple como un anillo.
Eres como la noche, callada y constelada.
Tu silencio es de estrella, tan lejano y sencillo.

Me gustas cuando callas porque estás como ausente,
Distante y dolorosa como si hubieras muerto.

Una palabra entonces, una sonrisa bastan.
Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto.
Fuente: Neruda, P. (2003), Veinte poemas de amor y una canción desesperada, Sol 90, Buenos Aires.

15/9/08

Stephen Hawking

Por José Manuel Sánchez Ron
Seguramente son muchas las personas a lo largo y ancho del mundo que con dificultad pueden mencionar un nombre de un científico vivo (y acaso también muerto) que no sea el del físico inglés Stephen W. Hawking (Oxford, 1942). Es por esta razón que he decidido incluirlo en este diccionario. En mi opinión, ni es ni ha sido uno de los físicos más importantes del siglo XX o comienzos del XXI. No es, desde luego, como a veces se ha dicho y escrito (especialmente en los textos publicitarios de las contraportadas de sus libros de divulgación), «el sucesor de Einstein». Es cierto que se ha dedicado a uno de los campos de investigación que éste creó, el de la relatividad general, y también que ha realizado contribuciones notables a él, pero de eso a considerarle de la talla de Einstein va un mundo.
Imagen tomada de https://bit.ly/2tS4vSF
Efectivamente Hawking ha sido –ya lo es menos– un magnífico físico. Sus trabajos de mediados de la década de 1960 (algunos en colaboración con Roger Penrose) sobre singularidades –como pueden ser el big bang o los agujeros negros– en el espacio-tiempo de la relatividad general fueron no sólo importantes en sí mismas, sino también para dar impulso, incluso para «crear», a un campo de investigación que no ha hecho sino crecer desde entonces.
Otros trabajos de Hawking que es obligado recordar son los que dedicó a lo que se conoce como «evaporación de agujeros negros». Durante un simposio dedicado a la «Gravedad cuántica» que se celebró en Oxford en 1974, Hawking sorprendió al mundo de los relativistas presentando la demostración de que los agujeros negros, que previamente se habían contemplado como incapaces de emitir nada, sólo de absorber, podían radiar debido a un mecanismo mecánico-cuántico, en el que se producían parejas de partícula-antipartícula, y que permitía hablar de la «temperatura» del agujero negro. Y temperatura está asociada a «calor», y éste a «emisión térmica». Semejante emisión térmica conduce a una lenta disminución de la masa de un agujero negro. Si la disminución es continua, es evidente que el agujero negro puede terminar desapareciendo. Sin embargo, para agujeros negros «normales», cuya masa es varias veces la masa del Sol, esto no ocurre. En el caso, por ejemplo, de un agujero negro de una masa solar, su temperatura es menor que 3 grados kelvin, la temperatura, aproximada, del fondo de microondas, la radiación «fósil» o, mejor, «residual» del big bang. Esto quiere decir que agujeros negros de ese tamaño absorberán radiación más rápidamente de la que emitirán, lo que significa que continuarán aumentando de masa. Sin embargo, Hawking argumentó que además de los agujeros negros formados en un colapso gravitacional de grandes cantidades de materia, cabe suponer que se formarían otros, mucho más pequeños, en los primeros instantes del universo, debido a las fluctuaciones de densidad de materia-energía que se produjeron entonces. Estos mini-agujeros negros tendrían una temperatura mucho mayor y radiarían más energía de la que absorberían. Perderían masa, lo que les haría todavía más calientes, y acabarían estallando en una gran explosión de energía. Su vida sería tal, que podríamos observar esas explosiones ahora. No obstante, aún no han sido detectadas.
Fue el gran momento de Hawking como científico, aunque no, en modo alguno, su final. Sin embargo, por entonces apenas era conocido fuera del mundo científico. Todo cambió con la publicación de su libro de carácter popular, o de divulgación: A Brief History of Time (1988), traducido al español no como Una breve historia del tiempo, sino como Historia del tiempo. De él se han vendido más de diez millones de ejemplares (se mantuvo durante cuatro años en la lista de superventas del London Sunday Times), y probablemente ha sido traducido a todas las lenguas del mundo con un mínimo de hablantes. Es un buen libro, imaginativo y muy especulativo, y está escrito con un gran sentido del humor, y también de la oportunidad. Del humor me quedo con unas frases que aparecen en los «Agradecimientos»: «Alguien me dijo que cada ecuación que incluyera en el libro reduciría las ventas en la mitad. Al final, sin embargo, sí que incluí una ecuación, la famosa ecuación de Einstein, E = mc^2. Espero que esto no asuste a la mitad de mis potenciales lectores». Me encuentro a menudo con personas que me dicen que no lo han entendido, algo que, por otra parte, no parece disminuir su entusiasmo y admiración por libro y autor. Dejando aparte el sentido del humor que he mencionado, y también el que el universo tiene para nosotros un atractivo especial, acaso atávico, y que la Historia del tiempo trata de eso, Hawking atrae la atención del público por la situación física en que se encuentra desde hace mucho.
En 1963, poco después de graduarse en Oxford y trasladarse a Cambridge, con el propósito de hacer una tesis doctoral en cosmología, desarrolló una gravísima enfermedad: la esclerosis lateral amiotrófica, también conocida como enfermedad de Lou Gehrig, un mal que destruye lentamente los nervios que controlan los músculos del cuerpo y que deja que éstos se consuman uno tras otro hasta quedar paralizados. Normalmente, este tipo de enfermedad conduce con cierta rapidez a la muerte, y Hawking pensó que eso le ocurriría a él, por lo que perdió durante algún tiempo interés por la ciencia. No obstante, hacia el invierno de 1964-1965 se hizo patente que la suya era una variante más lenta, y recuperó las ilusiones (de hecho se casó en 1965 y tuvo dos hijos y una hija; bastantes años más tarde, ya célebre y mucho más incapacitado, se divorció y volvió a casarse). Cuando yo vivía en Oxford, entre 1975 y 1978, recuerdo haberlo escuchado –y entendido lo que decía– en algún seminario suyo en el Instituto de Matemáticas. Hoy no sólo no puede hablar, sino que lo único que le conecta al mundo es un dedo, un mero dedo, con el que maneja un ordenador que produce una fría voz sintética, metálica.
No creo que sea irreverente o exagerado decir que la presencia física de Hawking, sentado, desmañado, incapaz de sujetarse, en una silla de ruedas, con cada vez más dificultades para hacerse entender, ha sido muy, muy importante en la atracción que el público ha sentido y siente por él y, subsiguientemente, por sus libros (después de Historia del tiempo llegaron otros, como el magnífico El universo en una cáscara de nuez publicado en 2001). Con justicia, la sociedad, el mundo, ha apreciado, admirado y se ha conmovido con el esfuerzo de un científico severamente incapacitado, que puede realizar complicados cálculos en su mente, sin un papel que le ayude, y que a pesar de todo no ha perdido el sentido del humor, que en él es casi legendario, ni la ilusión de vivir (viaja, por ejemplo, muy a menudo). Es, por todo ello, un ejemplo. El ejemplo de un ser humano que quiere vivir, que ama la ciencia, y el agrandarla y transmitirla a otros. Por eso es justa su fama, aunque no sea «el sucesor de Einstein», y también que ocupe en Cambridge la cátedra («Lucasiana») universitaria que una vez fue de Isaac Newton.
Fuente: Sánchez Ron, J. M. (2006), Diccionario de la ciencia, Crítica, Barcelona.

8/9/08

Coplas

Por Eduardo Galeano (compilador)
Coplas del mujeriego, del cancionero español
Como los moros gastan
siete mujeres,
también los españoles
gastarlas quieren.
¡Ay, qué alegría,
que ya se ha vuelto España
la morería!

Querer una no es ninguna,
querer dos es falsedad,
querer tres y engañar cuatro,
¡eso es gloria que Dios da!
Coplas españolas de cantar y bailar
Yo he visto a un hombre vivir
con más de cien puñaladas
y luego lo vi morir
por una sola mirada.

En lo profundo del mar
suspiraba una ballena
y en los suspiros decía:
«Quien tiene amor, tiene pena.»

Quiero cantar ahora
que tengo ganas,
por si acaso me toca
llorar mañana.
Coplas del que fue a las Indias, cantadas en España
A Ronda se va por peros,
a Argonales por manzanas,
a las Indias por dinero
y a la sierra por serranas.

Mi marido fue a las Indias
para aumentar su caudal:
trajo mucho que decir,
pero poco que contar.

Mi marido fue a las Indias
y me trajo una navaja
con un letrero que dice:
«Si quieres comer, trabaja.»

A las Indias van los hombres,
a las Indias, por ganar.
¡Las Indias aquí las tienen,
si quisieran trabajar!
Coplas populares del que ama callando
Quiero decir y no digo
y estoy sin decir diciendo.
Quiero y no quiero querer
y estoy sin querer queriendo.

Tengo un dolor no sé dónde,
nacido de no sé qué.
Sanaré yo no sé cuando
si me cura quien yo sé.

Cada vez que me miras
y yo te miro,
con los ojos te digo
lo que no digo.
Como te hallo
te miro y callo.
Fuente: Galeano, E. (1982), Memoria del fuego I. Los nacimientos, Siglo XXI, México, D. F.