25/3/21

Los turcos versus los armenios

Por Jesús Mosterín
El más grave, extenso y conocido de los genocidios efectuados por los turcos fue el de los armenios. Ya en 1908, una parte de los oficiales ultranacionalistas autodenominados «jóvenes turcos» y de los estudiantes de teología (o talibanes) fanáticos del sultán y la sharía llevaron a cabo la masacre de 30.000 armenios, odiados como cristianos y sospechosos de deslealtad hacia la patria turca. Con el estallido de la Primera Guerra Mundial, los armenios fueron acusados de ayudar a los enemigos rusos y conspirar con ellos, lo que provocó el genocidio de entre un millón y un millón y medio de armenios durante la guerra, hacia 1915, e inmediatamente después. Todos los intelectuales armenios fueron ejecutados. La población de muchos pueblos enteros fue acorralada y quemada viva; otros fueron arrojados al mar. Sobre todo, cientos de miles de armenios fueron obligados por el ejército y sus ayudantes kurdos a emprender agotadoras e inacabables marchas hacia el desierto sirio, sin recibir nada de comer ni de beber, hasta que morían de inanición y deshidratación. Al final, la numerosa población armenia de Turquía, a la que los aliados vencedores de la Guerra Mundial habían planeado entregar una gran parte de la Anatolia que habitaban, quedó aniquilada. Ya no tenía sentido pensar en un Estado anatolio para los armenios, pes ya no quedaban armenios. Solo sobrevivieron los que lograron huir al extranjero.
Fuente: Mosterín, J. (2012), El islam, Alianza Editorial, Madrid.

18/3/21

Samuel Ruiz

Por Eduardo Galeano

En 1959, llegó el nuevo obispo a Chiapas.

Samuel Ruiz era un joven horrorizado por el peligro comunista, que amenazaba la libertad.

Fernando Benítez lo entrevistó. Cuando Fernando le comentó que no merecía llamarse libertad el derecho de humillar al prójimo, el obispo lo echó.

Don Samuel dedicó sus primeros tiempos de obispado a predicar resignación cristiana a los indios condenados a la obediencia esclava. Pero pasaron los años, y la realidad habló y enseñó, y don Samuel supo escuchar.

Y al cabo de medio siglo de obispado, se convirtió en el brazo religioso de la insurrección zapatista.

Los nativos lo llamaban el Obispo de los Pobres, el heredero de fray Bartolomé de Las Casas.

Cuando la Iglesia lo trasladó, don Samuel dijo adiós a Chiapas, y llevó consigo el abrazo de los mayas:

Gracias –le dijeron–. Ya no caminamos encorvados.

Fuente: Galeano, E. (2016), El cazador de historias, Siglo XXI, Ciudad de México.

11/3/21

De perseguidos a perseguidores

Por Jesús Mosterín

La historia da muchas vueltas, y cuando una vuelta es completa, la llamamos una revolución. La secta judía subversiva que había sido el jesusismo inicial ya había pasado por una primera revolución (la paulinista) cuando abandonó la sinagoga y se transformó en el cristianismo helenista, mistérico y sumiso frente al Imperio. A principios del siglo IV tuvo lugar otra revolución aún más imprevisible y de mayor trascendencia histórica: los cristianos conquistaron (o, más bien, recibieron de Constantino) el poder en el Imperio Romano. El cambio resultó portentoso: de ser casi una guerrilla antirromana, y luego una secta de mala reputación, sospechosa y apenas tolerada por las autoridades, el cristianismo se vio de pronto instalado en el centro mismo del poder, en la corte imperial, y enseguida empezó a gozar de todo tipo de privilegios y prebendas, y a usar de las armas del Estado para aplastar y acallar a todos sus competidores ideológicos –judíos, herejes, paganos, filósofos y cualesquiera otros que no comulgasen con sus ruedas de molino–. En definitiva, los cristianos se convirtieron de perseguidos en perseguidores.

Fuente: Mosterín, J. (2010), Los cristianos, Alianza Editorial, Madrid.

4/3/21

Gozar

Por Julio Cortázar
Para Felipe la palabra gozar está llena de todo lo que los ensayos solitarios, las lecturas y las confidencias de los amigos del colegio pueden evocar y proponer. Apagando la luz, se vuelve poco a poco hasta quedar de lado, y estira los brazos en la sombra para envolver el cuerpo de la Negrita, de la pelirroja, un compuesto en el que entra también la hermana menor de un amigo y su prima Lolita, un calidoscopio que acaricia suavemente hasta que sus manos rozan la almohada, la ciñen, la arrancan de debajo de su cabeza, la tienden contra su cuerpo que se pega, convulso, mientras la boca muerde en la tela insípida y tibia. Gozar, gozar, sin saber cómo se ha arrancado el piyama y está desnudo contra la almohada, se endereza y cae boca abajo, empujando con los riñones, haciéndose daño, sin llegar al goce, recorrido solamente por una crispación que lo desespera y lo encona. Muerde la almohada, la aprieta contra las piernas, acercándola y rechazándola, y por fin cede a la costumbre, al camino más fácil, se deja caer de espaldas y su mano inicia la carrera rítmica, la vaina cuya presión gradúa, retarda o acelera sabiamente, otra vez es la Negrita, encima de él como le ha mostrado Ordóñez en unas fotos francesas, la Negrita que suspira sofocadamente, ahogando sus gemidos para que no se despierte el señor Trejo.
Fuente: Cortázar, J. (1960), Los premios, Santillana, Madrid.