Por Jesús Mosterín
La
historia da muchas vueltas, y cuando una vuelta es completa, la llamamos una
revolución. La secta judía subversiva que había sido el jesusismo inicial ya
había pasado por una primera revolución (la paulinista) cuando abandonó la
sinagoga y se transformó en el cristianismo helenista, mistérico y sumiso
frente al Imperio. A principios del siglo IV tuvo lugar otra revolución aún más
imprevisible y de mayor trascendencia histórica: los cristianos conquistaron
(o, más bien, recibieron de Constantino) el poder en el Imperio Romano. El
cambio resultó portentoso: de ser casi una guerrilla antirromana, y luego una
secta de mala reputación, sospechosa y apenas tolerada por las autoridades, el
cristianismo se vio de pronto instalado en el centro mismo del poder, en la
corte imperial, y enseguida empezó a gozar de todo tipo de privilegios y
prebendas, y a usar de las armas del Estado para aplastar y acallar a todos sus
competidores ideológicos –judíos, herejes, paganos, filósofos y cualesquiera
otros que no comulgasen con sus ruedas de molino–. En definitiva, los
cristianos se convirtieron de perseguidos en perseguidores.
Fuente:
Mosterín, J. (2010), Los cristianos, Alianza Editorial, Madrid.
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