Por Julio Cortázar
Para Felipe la palabra gozar está llena de
todo lo que los ensayos solitarios, las lecturas y las confidencias de los amigos
del colegio pueden evocar y proponer. Apagando la luz, se vuelve poco a poco
hasta quedar de lado, y estira los brazos en la sombra para envolver el cuerpo
de la Negrita, de la pelirroja, un compuesto en el que entra también la hermana
menor de un amigo y su prima Lolita, un calidoscopio que acaricia suavemente
hasta que sus manos rozan la almohada, la ciñen, la arrancan de debajo de su
cabeza, la tienden contra su cuerpo que se pega, convulso, mientras la boca
muerde en la tela insípida y tibia. Gozar, gozar, sin saber cómo se ha
arrancado el piyama y está desnudo contra la almohada, se endereza y cae boca
abajo, empujando con los riñones, haciéndose daño, sin llegar al goce,
recorrido solamente por una crispación que lo desespera y lo encona. Muerde la
almohada, la aprieta contra las piernas, acercándola y rechazándola, y por fin
cede a la costumbre, al camino más fácil, se deja caer de espaldas y su mano
inicia la carrera rítmica, la vaina cuya presión gradúa, retarda o acelera
sabiamente, otra vez es la Negrita, encima de él como le ha mostrado Ordóñez en
unas fotos francesas, la Negrita que suspira sofocadamente, ahogando sus
gemidos para que no se despierte el señor Trejo.
Fuente: Cortázar, J. (1960), Los premios, Santillana,
Madrid.
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