Lo primero que veo cuando salgo de casa es
un contenedor de basura que huele muy mal. En las noches, pero a veces también
a plena tarde, los minadores se introducen en él para sacar todo lo que se
pueda reciclar, objetos metálicos, plásticos, papel. Ahora mismo hay uno dentro
y lo miro de reojo mientras comienzo a dibujar eles con las cuadras para llegar
al bus que me llevará al edificio. La estación de bus queda frente a un burdel,
en una cuadra que dentro de ocho horas estará ennegrecida de noche y salpicada
del amarillo que proyecta el alumbrado público y del blanco que irradian los
focos de los locales comerciales, pero que a esta hora de la mañana parece una
cuadra más. Me siento en la penúltima fila, junto a la ventana, e intento
concentrarme en la novela de turno. Los protagonistas son Amaro y Amalia.
Amalia es bella y niña. Amaro es un cura sin vocación. Desde el comienzo se presiente
la futura unión de los cuerpos, pero estoy en la página trescientos y no han
pasado de un par de besos. El bus me deja a dos eles de la meta, un edificio de
doce pisos con ascensores que solo te permiten ir a un piso u otro. El
recepcionista me da la tarjeta correspondiente al piso once. En el ascensor me enfrento
con una chica glamurosa que me come con los ojos. La señora que me recibe la
factura en el piso once tampoco me deja de mirar y se nota que la pongo
nerviosa. No sé qué pensar, siempre me he sentido feo. Salgo del edificio a
toda prisa y agarro el bus de regreso que va atiborrado de gente. Logro sentarme
pero no me apetece leer a Eça de Queirós ni a nadie. Al salir de la estación veo
a una bella ingresando al burdel. En la última ele, frente al contenedor de
basura, saludo con la pareja del restaurante. Son jóvenes prematuramente
envejecidos. Me cuentan que apenas venden treinta almuerzos diarios y que el
dinero solo les alcanza para pagar el arriendo y a la cocinera. Son casi tan
pobres como los minadores del contenedor.
Lo más leído el último mes
30/5/19
22/5/19
El cuento del gallo capón
Por Gabriel García Márquez
Imagen tomada de https://bit.ly/2Tyd5k1
Se reunían a conversar sin tregua, a
repetirse durante horas y horas los mismos chistes, a complicar hasta los
límites de la exasperación el cuento del gallo capón, que era un juego infinito
en que el narrador preguntaba si querían que les contara el cuento del gallo
capón, y cuando contestaban que sí, el narrador decía que no les había pedido
que dijeran que sí, sino que si querían que les contara el cuento del gallo
capón, y cuando contestaban que no, el narrador decía que no les había pedido
que dijeran que no, sino que si querían que les contara el cuento del gallo
capón, y cuando se quedaban callados el narrador decía que no les había pedido
que se quedaran callados, sino que si querían que les contara el cuento del
gallo capón, y nadie podía irse, porque el narrador decía que no les había
pedido que se fueran, sino que si querían que les contara el cuento del gallo
capón, y así sucesivamente, en un círculo vicioso que se prolongaba por noches enteras.
Fuente: García Márquez, G. (1967), Cien años de soledad, Random House
Mondadori, Buenos Aires.
15/5/19
Los ojos tapados
Por José Saramago
Imagen tomada de https://bit.ly/2TXn8Ek
Levantó la cabeza hacia las esbeltas
columnas, hacia las altas bóvedas, para comprobar la seguridad y la estabilidad
de la circulación sanguínea, luego dijo, Ya estoy bien, pero en aquel mismo
instante pensó que se había vuelto loca, o que, desaparecido el vértigo, sufría
ahora alucinaciones, no podía ser verdad aquello que los ojos le mostraban,
aquel hombre clavado en la cruz con una venda blanca cubriéndole los ojos, y, al
lado una mujer con el corazón traspasado por siete espadas y con los ojos
también tapados por una venda blanca, y no eran sólo este hombre y esta mujer
los que así estaban, todas las imágenes de la iglesia tenían los ojos vendados,
las esculturas con un paño blanco atado alrededor de la cabeza, y los cuadros
con una gruesa pincelada de pintura blanca, y más allá estaba una mujer
enseñando a su hija a leer, y las dos tenían los ojos tapados, y un hombre con
un libro abierto donde se sentaba un niño pequeño, y los dos tenían los ojos
tapados, y un viejo de larga barba, con tres llaves en la mano, y tenía los
ojos tapados, y otro hombre con el cuerpo acribillado de flechas, y tenía los
ojos tapados, y una mujer con una lámpara encendida, y tenía los ojos tapados,
y un hombre con heridas en las manos y en los pies y en el pecho, y tenía los
ojos tapados, y otro hombre con un león, y los dos tenían los ojos tapados, y
otro hombre con un cordero, y los dos tenían los ojos tapados, y otro hombre
con un águila, y los dos tenían los ojos tapados, y otro hombre con una lanza
dominando a un hombre caído, con cornamenta el caído y con pies de cabra, y los
dos tenían los ojos tapados, y otro hombre con una balanza, y tenía los ojos
tapados, y un viejo calvo sosteniendo un lirio blanco, y tenía los ojos
tapados, y otro viejo apoyado en una espada desenvainada, y tenía los ojos
tapados, y un hombre con dos cuervos, y los tres tenían los ojos tapados, sólo
había una mujer que no tenía los ojos tapados porque los llevaba arrancados en
una bandeja de plata.
Fuente: Saramago, J. (1995), Ensayo sobre la ceguera, Alfaguara,
Buenos Aires.
8/5/19
No estamos terminados
Por Eduardo Galeano
La verdad está en el viaje, no en el
puerto. No hay más verdad que la búsqueda de la verdad. ¿Estamos condenados al
crimen? Bien sabemos que los bichos humanos andamos muy dedicados a devorar al
prójimo y a devastar el planeta, pero también sabemos que nosotros no
estaríamos aquí si nuestros remotos abuelos del paleolítico no hubieran sabido
adaptarse a la naturaleza de la que formaban parte, y si no hubieran sido
capaces de compartir lo que recolectaban y cazaban. Viva donde viva, viva como
viva, viva cuando viva, cada persona contiene a muchas personas posibles, y es
el sistema de poder, que nada tiene de eterno, quien cada día invita a salir a
escena a nuestros habitantes más jodidos, mientras impide que los otros crezcan
y les prohíbe aparecer. Aunque estamos mal hechos, no estamos terminados; y es
la aventura de cambiar y de cambiarnos la que hace que valga la pena este
parpadeo en la historia del universo, este fugaz calorcito entre dos hielos,
que nosotros somos.
Fuente: Galeano, E. (1998), Patas arriba, Siglo Veintiuno, Buenos
Aires.
1/5/19
La cultura más pacífica y suave de la Antigüedad
Por Jesús Mosterín
Hacia el año -3000 el mundo egeo salió del
estancamiento en que había permanecido durante los tres milenios precedentes.
Por entonces se domesticó y empezó a cultivarse la viña y el olivo, sobre todo
en las laderas pedregosas del sur de Grecia, en las islas Cicladas y en Creta. También
por entonces se introdujo la metalurgia del cobre y, poco después, del bronce.
La actividad económica se extendió considerablemente y el intercambio entre las
diversas islas y poblados se incrementó.
Durante el milenio -III
fueron las pequeñas islas Cicladas el foco del progreso en la zona, quizá
debido a su estratégica situación, equidistantes de Anatolia, Creta y la Grecia
continental. Sus alfareros y artesanos producían y exportaban gran cantidad de
vasijas cerámicas y de copas y estatuillas de mármol. Sus comerciantes hacían
de intermediarios entre Anatolia y Grecia, y llegaban hasta Italia y Sicilia.
Al final del milenio -III, sin embargo, su cultura declinó y acabó siendo absorbida
por la pujante cultura protourbana de Creta.
Todas las potencialidades
del periodo anterior culminaron en el paso a la civilización protourbana en la
gran isla de Creta hacia -2000. Entre -2000 y -1450, aproximadamente, se
desarrolló en Creta la llamada cultura minoica. Fueron 550 años de paz y
prosperidad, durante los cuales se construyeron enormes palacios en Knosos,
Festós, Malia y otros lugares.
Los palacios minoicos
eran a la vez residencias señoriales, templos religiosos, centros sociales,
sedes de la burocracia centralizada y de la contaduría pública, y depósitos de
los excedentes agrícolas y de la producción artesanal. En sus enormes sótanos
se almacenaba el aceite, el vino y el trigo, y en ellos trabajaban los artesanos
y se realizaba el intercambio comercial. El palacio de Knosos, que era el
principal, tenía en sus sótanos depósitos de aceite con una capacidad de
240.000 litros. En el palacio y sus aledaños vivían unas 40.000 personas,
organizadas en un sistema de avanzada división del trabajo, constituyendo una
genuina cuidad.
Los palacios cretenses
constituían eficaces sistemas de redistribución de la producción en una
sociedad que todavía carecía de dinero. Además, eran los centros de un activo
comercio marítimo que abarcaba todo el Egeo y llegaba hasta Egipto.
Precisamente para registrar sus transacciones comerciales, deudas, envíos y
trueques, así como para satisfacer las necesidades de la burocracia
redistributiva, los cretenses inventaron y usaron dos sistemas de escritura: la
llamada escritura jeroglífica cretense y la escritura lineal A. Ninguna de ella
ha podido ser descifrada hasta ahora.
La cultura cretense
minoica era una cultura en cierto modo feminista y próxima al matriarcado, en
contraste con el patriarcado y el machismo posterior de los griegos clásicos.
En general, los pueblos pastores, guerreros y nómadas suelen exaltar al macho y
al patriarca, mientras que los agricultores antiguos tendían a preciar la
fecundidad por encima de todo. Sea esto como fuere, las mujeres parecen haber
gozado de una libertad y posición social muy superiores a lo que era habitual
en la época e incluso en la Grecia clásica posterior.
En la religión cretense
los dioses más importantes son diosas, sobre todo la gran Diosa Madre, diosa de
la tierra y de la fecundidad. Las sacerdotisas eran más importantes que los
sacerdotes, los cuales se vestían a veces de mujeres cuando oficiaban.
Siguiendo la tradición anatolia, la Diosa Madre paría cada año al dios de la
vegetación, que luego se convertía en su amante para volver a morir de nuevo.
Los cretenses estaban muy preocupados por los terremotos, que más de una vez
habían destruido sus palacios. Para evitarlos, se aplacaba a la gran diosa, en
su calidad de diosa de la tierra, mediante el juego con los toros, complejo
ritual religioso que incluía un espectáculo circense-deportivo, en el que
jóvenes atletas saltaban y hacían piruetas encima del toro sin herirlo de
ninguna manera (y que no tenía nada que ver con la sangrienta y cutre corrida
de toros actual).
Imagen tomada de https://bit.ly/2OtMh3l
Los cretenses vivían bien
y en paz. Dominando el mar, habiendo acabado con la piratería, alejados de los
grandes imperios hetita, babilonio y egipcio de la época, pensando quizá que el mar
que rodea a Creta constituía suficiente defensa, no temían los ataques
exteriores. Y llevándose bien unos palacios con otros y unas clases con otras,
tampoco parecían temer los ataques interiores. En cualquier caso, sus palacios
carecían por completo de fortificaciones y defensas. Los frescos pintados en
sus paredes representan mujeres elegantes (amplias faldas, chalecos ceñidos,
pechos al aire, complejo peinado) en animada conversación, hombres ágiles de
cintura estrecha, ceremonias religiosas, fiestas, juegos y jardines. Nunca se
representan armas, ni guerreros, ni muertes, ni batallas. No hubo cultura tan
pacífica y suave en toda la Antigüedad.
Hacia el -1450 una
tremenda explosión volcánica destruyó por completo la cercana isla de Thera. Al
parecer, los efectos de esta explosión fueron fatales para Creta. Probablemente
su flota quedó destruida. En cualquier caso, poco después la isla de Creta fue
conquistada y sus palacios saqueados por los invasores micénicos.
Fuente: Mosterín, J. (2006), El pensamiento arcaico, Alianza Editorial,
Madrid.
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