Por Jesús Mosterín
Cada especie animal tiene su tipo de
bienestar, lo que Aristóteles llamaba su bien. Este bienestar depende de
condiciones objetivas (sus intereses) que determinan su supervivencia, su
salud, su ausencia de dolor y el despliegue de sus capacidades y actividades
características. El bienestar del humán estriba también en la satisfacción de
una serie de intereses característicos: supervivencia, seguridad, salud,
libertad, dinero, tranquilidad, compañía, conversación, amistad, amor, sexo,
información, contemplación intelectual, contacto con la naturaleza, actividad
artística, ausencia de dolor, de miedo, de ansiedad y de depresión. En
definitiva, el bienestar es aquello que todos –en la medida en que no estemos
alienados– deseamos, la base común de la buena vida que todos perseguimos, con
independencia de los fines más originales o personales que cada uno de nosotros
también tenga.
El placer es una
sensación especialmente agradable y normalmente de corta duración que acompaña
a determinadas vivencias y experiencias. Cuando el placer es intenso, llena
completamente nuestra conciencia, y, mientras dura, nos produce una gran
satisfacción. Las vivencias que producen placer varían según los individuos. Lo
que al uno le produce placer al otro le repugna. Y no todos experimentan los
placeres con la misma intensidad.
¿Qué relación hay entre
bienestar y placer? El bienestar es más universal y objetivo, el placer es más
idiosincrásico y subjetivo. En definitiva, el bienestar es una situación en la
que se dan una compleja serie de condiciones objetivas físicas y sociales; el
placer consiste en la excitación electroquímica de determinadas zonas del
cerebro. El bienestar es un estado permanente o al menos de larga duración; el
placer es una experiencia momentánea. El bienestar incluye esencialmente la
posibilidad real de buscar y encontrar placer, pero no el placer mismo. Podemos
vivir bien, podemos vivir en bienestar, sin experimentar placeres. A la
inversa, podemos experimentar placeres muy intensos, aun viviendo en la
miseria, aun viviendo mal. El placer es la sal de la vida. El bienestar es el
plato de resistencia. El bienestar sin placer es bienestar soso e insípido,
pero bienestar al fin y al cabo. Y el placer sin bienestar no alimenta, pero
encandila.
El campo del placer es un
asunto privado de los individuos. El bienestar, por el contrario, es el tema y
el fin central de toda política racional. Los factores del bienestar son
objetivos, en gran parte sociales e iguales o similares para todos. La
finalidad de la acción política (colectiva) no es el engorde y la gloria de
algún animal metafísico, como la patria, ni la realización sobre la Tierra de
los ideales o profecías de alguna doctrina, ni el cumplimiento de abstractos
principios morales o jurídicos. La finalidad de la acción política racional es
conseguir el máximo bienestar para todos los afectados. Este es el rasero por
el que el agente racional sopesa y juzga todos los programas, instituciones y
sistemas políticos y económicos.
Podemos disfrutar de
bienestar y placeres. Esto garantiza que no somos desgraciados; pero no
garantiza en modo alguno que seamos felices. Podemos nadar en la abundancia,
estar sanos, gozar de placeres hasta la saciedad y, sin embargo, sentir un vacío
y una sequedad interiores, una sensación de hastío y de desgana, constatar que
nuestra vida carece de sentido, que no hemos sabido encauzarla.
Nuestros fines se dividen
en dos clases: los interesados y los desinteresados. El bienestar consiste en
la satisfacción de nuestros fines interesados. Pero el bienestar puede ir
acompañado de la ausencia de fines desinteresados o de su frustración. En ese
caso vivimos bien, pero no somos felices. Un padre o una madre no son felices
si sus infantes son desgraciados, aunque ellos vivan bien, pues han incluido el
bienestar de sus infantes entre sus propios fines (desinteresados). Un amante
de la naturaleza no es feliz si los bosques que lo rodean son talados o
degradados, si los animales silvestres que él ama son cazados o exterminados,
aunque mantenga un adecuado nivel de bienestar, pues ha incluido la salvación
de esas parcelas de naturaleza entre sus propios fines (desinteresados). El
grado en que un investigador o un artista consigan la felicidad depende a veces
de que logren o no descubrir o crear lo que pretenden, aun en el caso de que
ello no afecte para nada a su bienestar.
Si bien puede haber
bienestar sin felicidad, no puede haber felicidad sin bienestar. Como ya
señalaba Aristóteles, los que dicen que el humán bueno puede ser feliz incluso
padeciendo tortura o infortunio no saben lo que dicen. El concepto (de origen
religioso) de una felicidad ajena al bienestar juega un papel ideológico, en la
acepción peyorativa marxiana de esa palabra, como consuelo ilusorio por la
desgraciada situación real y como alienación que impide tomar conciencia de esa
situación y superarla.
Si estamos enfermos, no
somos felices. Si tenemos frío o hambre crónicas, no somos felices.
Atemorizados o perseguidos, no somos felices. Si vivimos en continuo agobio,
zozobra o depresión, no somos felices. Si permanecemos alejados de la
naturaleza, del arte y del placer, no somos felices. Si vivimos mal, no somos
felices. Podemos alegrarnos de que les vaya bien a los humanes que amamos, de
que se acabe con el exterminio de los cachalotes, de probar un nuevo teorema.
Si a pesar de ello nos va mal y nos vemos presos, pobres y enfermos, no somos
felices. En resumen, sin bienestar no somos felices.
De todos modos, el bienestar
no basta para que seamos felices, aunque lo sazonemos de placeres. ¿Qué más
hace falta? Hace falta dar un sentido a nuestra vida, marcarle fines (en parte
desinteresados) y tener éxito en su consecución. Somos felices si vivimos bien
y además nuestra vida está orientada hacia fines y vemos que poco a poco los
vamos consiguiendo. La felicidad es igual a bienestar + consecución de nuestros
fines últimos. Como ya sabía Aristóteles, la felicidad consiste en vivir bien y
actuar con sentido y éxito. Como ya hemos señalado, actualmente se tiende a
distinguir dos componentes principales en la felicidad: un componente
hedonista, de placer y bienestar, y un componente de satisfacción íntima por la
consecución de nuestras metas más importantes. El estudiante que no logra
acabar los estudios que se había propuesto cursar no es feliz, aunque viva
confortablemente. Y los placeres no apagan la frustración que nos produce el
fracasar en nuestro empeño más importante.
Vivir en bienestar, gozar
de los placeres terrenales, dar un sentido a nuestra vida marcándole metas
capaces de hacernos vibrar y de tensar nuestras energías, esforzarnos en su
consecución y observar que vamos teniendo éxito en la empresa: he ahí la
felicidad. En la medida en que lo hayamos logrado, habremos sido felices. La
felicidad es lo mejor a que el humán puede aspirar, y todos oscuramente
aspiramos a ella. Si somos racionales, tratamos de conseguirla de un modo
consciente y eficaz. La racionalidad es el método para maximizar nuestra
consecución de la felicidad.
La felicidad que
alcancemos no depende solo de lo racionales que seamos, de nuestro mérito,
nuestra inteligencia o nuestra acción. En gran parte depende también de la
suerte que tengamos, del destino. Según que seamos más o menos guapos o feos,
fuertes o débiles, equilibrados o depresivos, de familia o país rico o pobre,
la consecución de la felicidad será más o menos fácil para nosotros. Además, el
día menos pensado un accidente imprevisible siega la vida de nuestros allegados
y nos sume en la soledad, o nos deja ciegos o tullidos, menguando cruelmente
nuestras posibilidades de felicidad.
Es absurdo negar el
destino o rasgarse las vestiduras ante sus golpes ciegos. Al destino y a la
muerte solo cabe mirarlos cara a cara y aceptarlos, como aceptamos la presencia
de las montañas y el carecer de plumas. Pero el destino no solo golpea. También
ofrece a veces oportunidades inesperadas de bienestar, place o deleitosa
contemplación. Si las dejamos pasar, nuestra felicidad saldrá disminuida. Por
eso el agente racional está siempre alerta y despierto, dispuesto a echar mano
con energía y decisión de las oportunidades que el destino le depare. Entre la
muerte y el destino nos queda siempre un cierto margen de maniobra y libertad.
Sobre ese estrecho margen construimos el frágil edificio de nuestra felicidad
posible.
Entre la algarabía de los
brujos, los agitadores y los mercaderes, que pretenden hacernos olvidar nuestros
propios intereses y embarcarnos en batallas que no son las nuestras, y el
majestuoso caos de un universo indiferente, que constantemente nos recuerda la
futilidad de nuestras metas, avanzamos. Avanzamos sin mirar atrás, siguiendo el
rumo que nosotros mismo nos hemos marcado, y a la espera de caer en la
inevitable emboscada que la muerte nos ha tendido, escrutamos el camino y
gozamos con fruición desengañada de los frutos que crecen a su vera. Y así
hacemos del camino hacia la muerte una fiesta y una exploración.
Fuente: Mosterín, J. (1978), Lo mejor posible, Alianza Editorial, Madrid.