26/5/08

Así era él

Por Ramiro Díez
El tipo era un negro grande, de un metro noventa, calvo, musculoso, que acompañó al Che Guevara en la Revolución Cubana.
Era de los pocos, o quizás el único capaz de echarse al hombro una metralleta punto treinta y correr y trepar por el monte como un gato salvaje. Le decían El Capitán Descalzo porque nunca pudo aguantar botas o zapatos, o nada que se le pareciera.
“Así, con la pata pelada me crié en el monte y con la pata pelada viví la revolución”, nos contaba.
Una noche cerrada, sin nada de luna, y con las tropas de Batista pisándoles los talones porque apenas eran un grupo pequeño que se movía en las estribaciones de la Sierra Maestra, al Capitán Descalzo le tocó montar guardia.
No era una tarea fácil porque, para no dormirse después de un día de combates y caminatas, el vigilante debía tomar una granada, quitarle el pasador de seguridad, como si la fuera a lanzar en ese momento, pero lo que en verdad hacía era sostenerla apretada entre el pulgar y el índice para obligarse a estar despierto. Cuando se cansaba, con toda la cautela cambiaba la granada de mano, y así se mantenía con los ojos tan abiertos como un búho con insomnio.
Esa noche de octubre, cuando la mayoría ya dormía, el Capitán Descalzo, granada en mano, miraba al monte y atisbaba el palmichal aguzando los ojos y los oídos. Entonces vio sombras sospechosas. No hacían ruido, pero ahí venían, se movían. Algunas se arrastraban. Se estaban acercando. Era la tropa de Batista. Con el dedo índice de la mano izquierda en el gatillo de la metralleta punto treinta, se las arregló para lanzar contra las tropas enemigas la granada que tenía en la mano derecha. Y sin esperar a que la granada explotara, soltó la primera ráfaga, barriendo, sin misericordia, y siguió disparando sin cesar.
La noche se llenó de gritos y explosiones. Los guerrilleros todos se levantaron y en medio de la oscuridad dispararon hacia la misma dirección, para luego replegarse sin ninguna baja. Al día siguiente enviaron una patrulla de avanzada, realizaron un movimiento envolvente, reconocieron el terreno y descubrieron que había sido una falsa alarma.
“Si las tropas de Batista hubieran estado cerca, esto nos hubiera costado caro. Así que cinco días sin comer”, fue el castigo que un iracundo Ché Guevara le impuso al Capitán Descalzo.
Cuando le preguntamos a Lorenzo –así se llamaba el Capitán Descalzo-, cómo habría sobrevivido al castigo, nos contó el resto de la historia. “El cocinero me daba de comer a escondidas del Ché. Así me alimentaba. Y cuando a los cinco días nos llamó a todos, y nos habló de la disciplina y la moral revolucionaria, me preguntó si yo había comido alguna cosa durante los cinco días.
No me gusta engañar, pero en ese momento yo no podía hacer quedar mal al cocinero, así que le mentí al Ché y le dije que no, que todo esto tiempo lo había pasado chupando caña y comiendo alguna hierba que encontraba en el monte.
Entonces el Ché estalló en gritos contra el cocinero, y se puso en evidencia: “¡Te dije, grandísimo boludo, que le dieras comida a escondidas mías!”.
El cocinero volvió a mentir, para no hacerme quedar mal, y le dijo al Ché: “Le ofrecí comida, pero El Capitán Descalzo no quiso comer porque estaba castigado por usted, Comandante”.
Y concluyó la historia: “El Ché volvió a hablar de la moral revolucionaria pero no pudo terminar la frase porque se le empezó a quebrar la voz, le empezó a faltar el aire por el asma, se puso a llorar como un niño, y me pidió perdón”.
Y cuando me contó esto, el viejo combatiente, el Capitán Descalzo, se puso a llorar.
Y yo también.
Fuente: Díez, R. (2004), Páginas con Cierto Sentido, Impresores MYL, Quito.

25/5/08

Utopía

Por Eduardo Galeano
1515
Amberes
Las aventuras del Nuevo Mundo hacen hervir las tabernas de este puerto flamenco. Una noche de verano, frente a los muelles, Tomás Moro conoce o inventa a Rabel Hithloday, marinero de las naves de Américo Vespucio, que dice que ha descubierto la isla de Utopía en alguna costa de América.
Cuenta el navegante que en Utopía no existe el dinero ni la propiedad privada. Allí se fomenta el desprecio por el oro y el consumo superfluo y nadie viste con ostentación. Cada cual entrega a los almacenes públicos el fruto de su trabajo y libremente recoge lo que necesita. Se planifica la economía. No hay acaparamiento, que es hijo del temor, ni se conoce el hambre. El pueblo elige al príncipe y el pueblo puede deponerlo; también elige a los sacerdotes. Los habitantes de Utopía abominan de la guerra y sus honores, aunque defienden ferozmente sus fronteras. Profesan una religión que no ofende a la razón y que rechaza las mortificaciones inútiles y las conversiones forzosas. Las leyes permiten el divorcio pero castigan severamente las traiciones conyugales, y obligan a trabajar seis horas por día. Se comparte el trabajo y el descanso; se comparte la mesa. La comunidad se hace cargo de los niños mientras sus padres están ocupados. Los enfermos reciben trato de privilegio; la eutanasia evita las largas agonías dolorosas. Los jardines y las huertas ocupan el mayor espacio y en todas partes suena la música.
Fuente: Galeano, E. (1982), Memoria del fuego I. Los nacimientos, Siglo veintiuno, México, D.F.

21/5/08

Michael Jackson

Por Eduardo Galeano
Imagen tomada de https://bit.ly/2CkuKph
A los veintiséis años, entró al quirófano por primera vez.
Desde entonces, vivió entre el quirófano y el escenario.
¿De qué color es la cumbre del mundo? Del color de la nieve. Para ser rey de reyes, el más alto entre los altos, él cambió de piel, de nariz, de cejas y de pelo. Pintó de blanco su piel negra, afiló su nariz ancha, sus labios gruesos y sus cejas pobladas y se implantó pelo lacio en la cabeza.
Gracias a la industria química y a las artes de la cirugía, de inyección en inyección, de operación en operación, al cabo de veinte años su imagen quedó limpia de la maldición africana. Ya no tenía ni una sola mancha. La Ciencia había derrotado a la naturaleza.
Para entonces, su piel tenía el color de los muertos, su nariz muchas veces mutilada había sido reducida a una cicatriz con dos agujeros, su boca era un tajo teñido de rojo y sus cejas un dibujo de susto, y se cubría la cabeza con pelucas.
Nada quedaba de él. Sólo el nombre. Se seguía llamando Michael Jackson.
Fuente: Galeano, E. (2004), Bocas del tiempo, Siglo veintiuno, México, D.F.

18/5/08

Omar Lorenzo Devanni

Por Eduardo Galeano
Aquella no era una tarde de un domingo cualquiera del año 1967.
Era una tarde de clásico. El club Santafé jugaba contra el Millonarios, y toda la ciudad de Bogotá estaba en las tribunas del estadio. Fuera del estadio, no había nadie que no fuera paralítico o ciego.
Ya parecía que el partido iba a terminar en empate, cuando Omar Lorenzo Devanni, el goleador del Santafé, el artillero, cayó en el área. El árbitro pitó penal.
Devanni quedó perplejo: aquello era un error, nadie lo había tocado, él había caído por un tropezón. Quiso decírselo al árbitro, pero los jugadores del Santafé lo levantaron y lo llevaron en andas hasta el punto blanco de la ejecución. No había marcha atrás: el estadio rugía, se venía abajo.
Entre los tres palos, palos de horca, el arquero aguardaba.
Y entonces Devanni colocó la pelota sobre el punto blanco.
Él supo muy bien lo que iba a hacer, y el precio que iba a pagar por hacer lo que iba a hacer. Eligió su ruina, eligió su gloria: tomó impulso y con todas sus fuerzas disparó muy afuera, bien lejos del gol.
Fuente: Galeano, E. (2004), Bocas del tiempo, Siglo Veintiuno, México, D.F.

17/5/08

El mejor remedio para la mala memoria

Por Eduardo Galeano
Es el más antiguo de los árboles. Está en el mundo desde la época de los dinosaurios.
Dicen que sus hojas evitan el asma, calman el dolor de cabeza y alivian los achaques de la vejez.
También dicen que el ginkgo es el mejor remedio para la mala memoria. Eso sí que está probado. Cuando la bomba atómica convirtió a la ciudad de Hiroshima en un desierto de negrura, un viejo ginkgo cayó fulminado cerca del centro de la explosión. Él árbol quedó tan calcinado como el templo budista que el árbol protegía. Tres años después, alguien descubrió que una lucecita verde asomaba en el carbón. El tronco muerto había dado un brote. El árbol renació, abrió sus abrazos, floreció.
Ese sobreviviente de la matanza sigue estando ahí.
Para que se sepa.
Fuente: Galeano, E. (2004), Bocas del tiempo, Siglo Veintiuno, México, D.F.

16/5/08

Sex symbol

Por Eduardo Galeano
El pulgo no hace ostentación. No alza altos mástiles, torres, obeliscos ni rascacielos. Tampoco fabrica largos fusiles, cañones ni misiles.
El pulgo, amante de la pulga, no necesita inventar ningún símbolo fálico, porque lo lleva puesto: mide nada menos que una tercera parte de su cuerpo, el tamaño más importante de todo el reino de este mundo, y está adornado con plumitas.
Los machos humanos, mandones y matones, llevan miles de años ocultando esta humillante información.
Fuente: Galeano, E. (2004), Bocas del tiempo, Siglo Veintiuno, México, D.F.

13/5/08

La guerra

Por Eduardo Galeano
Héroes
Desde lejos, los presidentes y los generales mandan matar.
Ellos no pelearán más que en las reyertas conyugales.
No derramarán más sangre que la de algún tajito al afeitarse.
No respirarán más gases venenosos que los que escupe el automóvil.
No se hundirán en el barro, por mucho que llueva en el jardín.
No vomitarán por el olor de los cadáveres pudriéndose al sol, sino por alguna intoxicación de hamburguesas.
No los aturdirán las explosiones que despedazarán gentes y ciudades, sino los cohetes que celebrarán la victoria.
No les acosarán el sueño los ojos de sus víctimas.
El guerrero
En 1991, los Estados Unidos, que venían de invadir Panamá, invadieron Irak porque Irak había invadido Kuwait.
Timothy McVeigh fue diseñado para matar, y programado para esa guerra. En los cuarteles lo instruyeron. Los manuales mandaban gritar:
¡La sangre hacer crecer la hierba!
Con ese propósito ecologista, el mapa de Irak fue regado de sangre. Los aviones arrojaron bombas como en cinco hiroshimas, y luego los tanques enterraron vivos a los heridos. El sargento McVeigh machacó a unos cuantos en aquellas arenas. Enemigos con uniforme, enemigos sin:
Son daños colaterales –le dijeron que dijera.
Y lo condecoraron con la Estrella de Bronce.
Al regreso, no fue desenchufado. En Oklahoma, liquidó a 168. Entre sus víctimas, había mujeres y niños:
Son daños colaterales –dijo.
Pero no le pusieron otra medalla en el pecho. Le pusieron una inyección en el brazo. Y fue desactivado.
Tierra que arde
En la madrugada del 13 de febrero de 1991, dos bombas inteligentes reventaron una base militar subterránea en un barrio de Bagdad.
Pero la base militar no era una base militar. Era un refugio, lleno de gente que dormía. En pocos segundos, se convirtió en una gran hoguera. Cuatrocientos ocho civiles murieron carbonizados. Entre ellos, cincuenta y dos niños y doce bebés.
Todo el cuerpo de Khaled Mohamed era una llaga ardiente. Creyó que estaba muerto, pero no. Abriéndose paso, a tientas, consiguió salir. Él no veía. El fuego le había pegado los párpados.
Tampoco el mundo veía. La televisión estaba ocupada exhibiendo los nuevos modelos de las máquinas de matar que esta guerra estaba lanzando al mercado.
Cielo que truena
Después de Irak, fue Yugoslavia.
Desde lejos, desde México, Aleksander escuchaba por teléfono la furia de la guerra sobre Belgrado. Cuando los teléfonos funcionaban, a veces sí, a veces no, él recibía la voz de Slava Lalicki, su madre, que apenas se hacía oír entre el estrépito de las bombas y el alarido de las sirenas.
Llovían los misiles sobre Belgrado, y cada estallido se repetía muchas veces en la cabeza de Slava.
Noche tras noche, durante setenta y ocho noches de la primavera de 1999, ella no pudo dormir.
Cuando la guerra terminó, tampoco pudo:
Es el silencio –decía–. Este silencio insoportable.
Los otros guerreros
Mientras los misiles eran sufridos por Yugoslavia, celebrados por la televisión y vendidos por las jugueterías del mundo, dos muchachos realizaron el sueño de la guerra propia.
A falta de enemigo, eligieron lo que tenían más a mano. Eric Harris y Dylan Klebold mataron a trece y dejaron un tendal de heridos, en la cafetería del colegio Columbine, donde estudiaban. Fue en Littleton, una ciudad que vive de la fábrica de misiles de la empresa Lockheed. Eric y Dylan no usaron misiles. Usaron pistolas, rifles y municiones que compraron en el supermercado. Y después de matar, se mataron.
La prensa informó que había colocado, además, dos bombas de propano, para volar el colegio con todos sus ocupantes, pero las bombas no estallaron.
La prensa casi no mencionó otro plan que tenían, por lo absurdo que era: estos jóvenes enamorados de la muerte pensaban secuestrar un avión y estrellarlo contra las torres gemelas de Nueva York.
Bienvenidos al nuevo milenio
Imagen tomada de https://bit.ly/2CB47gj
Dos años y medio después de esa balacera en el colegio, las torres gemelas de Nueva York se derrumbaron como castillos de arena seca.
Este ataque terrorista mató a tres mil trabajadores.
El presidente George W. Bush recibió, así, permiso para matar. Proclamó la guerra infinita, guerra mundial contra el terrorismo, y al ratito invadió Afganistán.
Este otro ataque terrorista mató a tres mil campesinos.
Fogonazos, explosiones, alaridos, maldiciones: estallaban las pantallas de la televisión. Cada día repetían la tragedia de las torres, que se confundía con los estallidos de las bombas que caían sobre Afganistán.
En un pueblo perdido, lejos del manicomio universal, Naúl Ojeda estaba sentado en el suelo, junto a su nieto de tres años. El niño dijo:
El mundo no sabe dónde está su casa.
Estaban mirando unos mapas.
Podían haber estado mirando un noticiero.
Noticiero
La industria del entretenimiento vive del mercado de la soledad.
La industria del consuelo vive del mercado de la angustia.
La industria de la seguridad vive del mercado del miedo.
La industria de la mentira vive del mercado de la estupidez.
¿Dónde miden sus éxitos? En la Bolsa.
También la industria de las armas. La cotización de sus acciones es el mejor noticiero de cada guerra.
La información global
Unos meses después de la caída de las torres, Israel bombardeó Yenín.
Este campo de refugiados palestinos quedó recudido a un inmenso agujero, lleno de muertos bajo las ruinas.
El agujero de Yenín tenía el mismo tamaño que el de las torres de Nueva York.
Pero, ¿cuántos lo vieron, además de los sobrevivientes que revolvían los escombros buscando a los suyos?
La guerra infinita
Como era su costumbre, el presidente del planeta razonó.
Razono así:
Para acabar con los incendios forestales, hay que talar los bosques;
para acabar con el dolor de cabeza, hay que decapitar al sufriente;
para liberar a los iraquíes, vamos a bombardearlos hasta hacerlos puré.
Y así, después de Afganistán, fue el turno de Irak.
Otra vez Irak.
La palabra petróleo no fue mencionada.
La información objetiva
Irak era un peligro para la humanidad. Por culpa de Saddam Hussein habían caído las torres, y en cualquier momento este tirano terrorista iba a arrojar una bomba atómica en la esquina de tu casa.
Eso dijeron. Después, se supo. Las únicas armas de destrucción masiva resultaron ser los discursos que inventaron su existencia.
Mintieron esos discursos, mintieron la televisión, los diarios y las radios.
No mintieron, en cambio, las bombas inteligentes, que tan burras parecen. Destripando civiles desarmados, que volaron en pedazos en los campos y en las calles del país invadido, las bombas inteligentes dijeron la verdad de esta guerra.
Órdenes
Ocurrió el once de setiembre del año 2001, cuando el avión secuestrado por los terroristas embistió la segunda torre de Nueva York.
No bien la torre empezó a crujir, la gente huyó volando escaleras abajo.
En plena fuga, resonaron de pronto los altavoces.
Los altavoces mandaban que los empleados volvieran a sus puestos de trabajo.
Se salvaron los que no obedecieron.
Fuente: Galeano, E. (2004), Bocas del tiempo, Siglo Veintiuno, México, D.F.

12/5/08

El efecto Flynn

Por Marvin Harris
Un sorprendente descubrimiento llamado el efecto Flynn ha venido a poner en entredicho la premisa básica de que los resultados del CI miden un rasgo hereditario fijo e inmutable durante la vida de una persona, que no puede modificarse sustancialmente merced a un entorno culto. Al estudiar los tests de inteligencia practicados en el ejército norteamericano, el psicólogo James R. Flynn advirtió que los reclutas que se encontraban en la media con respecto a sus contemporáneos estaban por encima de la media con respecto a generaciones anteriores de reclutas. Los resultados de diferentes generaciones de reclutas que pasaron exactamente el mismo test habían mejorado en tres puntos por década. En otros veinte países sobre los que se disponía de datos se había registrado idéntica mejora. Si los tests de CI medían realmente el grado general de inteligencia, habría que concluir que los niños nacidos hoy son un 25 por 100 más inteligentes que sus abuelos… Sea como fuere, el efecto Flynn se produce con demasiada rapidez para que pueda justificarse por procesos genéticos que requerirían varias generaciones para imponerse.
Las causas del efecto Flynn no se conocen bien. Parece probable que el entorno social generado por los modos postindustriales (personalmente, prefiero el término “hiperindustriales”) de comunicación y producción ha mejorado la calidad general del entorno social y económico para la enseñanza en ámbitos tecnológicamente avanzados. Los estudiantes están mejor preparados para pasar tests de cualquier tipo al exponerse a pruebas y situaciones similares desde una edad temprana.
Aunque tanto los negros como los blancos experimentan el efecto Flynn, sus resultados han mejorado al mismo ritmo, lo que ha provocado la subsistencia de la diferencia de quince puntos. Pero esta divergencia no tiene por qué ser permanente. Flynn sugiere que si los negros tuvieron en 1995 el mismo resultado que los blancos en 1945, es probable que el entorno medio en el que se desenvolvieron los negros en 1995 equivaliera al entorno medio de los blancos de 1945.
Fuente: Harris, M. (2000), Teorías sobre la cultura en la era posmoderna, Crítica, Barcelona.

9/5/08

Historia clínica

Por Eduardo Galeano
Informó que sufría taquicardia cada vez que lo veía, aunque fuera de lejos.
Declaró que se le secaban las glándulas salivales cuando él la miraba, aunque fuera de refilón.
Admitió una hipersecreción de las glándulas sudoríparas cada vez que él le hablaba, aunque fuera para contestarle el saludo.
Reconoció que padecía graves desequilibrios en la presión sanguínea cuando él la rozaba, aunque fuera por error.
Confesó que por él padecía mareos, que se le nublaba la visión, que se le aflojaban las rodillas. Que en los días no podía parar de decir bobadas y en las noches no conseguía dormir.
Fue hace mucho tiempo, doctor –dijo–. Yo nunca más sentí nada de eso.
El médico arqueó las cejas:
¿Nunca más sintió nada de eso?
Y diagnóstico:
Su caso es grave.
Fuente: Galeano, E. (2004), Bocas del tiempo, Siglo Veintiuno, México, D.F.

7/5/08

El científico y la pulga

Por Michio Kaku
Un científico amaestró una vez a una pulga para que saltara cuando él hacía sonar una campana. A continuación, utilizando un microscopio, anestesió una de las patas de la pulga e hizo sonar de nuevo la campana. La pulga siguió saltando.
Luego el científico anestesió otra pata e hizo sonar la campana. La pulga siguió saltando.
El científico fue anestesiando una pata más cada vez, luego hacía sonar la campana, y cada vez registró que la pulga saltaba.
Finalmente, la pulga sólo tenía una pata. Cuando el científico anestesió la última pata e hizo sonar la campana, descubrió para su sorpresa que la pulga ya no saltaba.
Entonces el científico declaró solemnemente su conclusión, basada en datos científicos irrefutables: ¡Las pulgas oyen con sus patas!
Fuente: Kaku, M. (1994), Hiperespacio, Crítica, Barcelona.

4/5/08

Las características del orden mundial

Por Noam Chomsky
En pocas palabras, el nuevo orden mundial construido desde las ruinas de la segunda guerra mundial se atuvo estrictamente a las directrices churchillianas, rectificadas por las cruciales notas a pie de página. El mundo debe ser gobernado por las «naciones ricas», que a su vez están gobernadas por los hombres ricos que viven en ellas, de acuerdo con la máxima de los padres fundadores de la democracia estadounidense: «la gente que posee el país debe gobernarlo» (John Jay). Como ya señaló Adam Smith, los padres fundadores siguieron «la infame máxima de los poderosos» y emplearon el poder del estado para asegurar que los intereses de los «principales artífices» de la política «serían debidamente atendido» cualesquiera que fueren los efectos sobre los demás. Mientras tanto, sus validos disfrazaron la realidad social con el manto de la benevolencia y la armonía, trabajando para mantener en su lugar a «los advenedizos ignorantes y entrometidos», que quedaron eliminados de la escena política, si bien se les garantizó que periódicamente podrían elegir a los representantes del partido de los negociantes, lo que en, cualquier caso, no implicaba un gran peligro de desviaciones dadas las constricciones que la concentración de poder privado impuso sobre la política; unas constricciones que cada vez cobraron mayor alcance internacional, mientras que el poder financiero (y su impacto de bajo crecimiento y bajos salarios) adquirió una importancia sin precedentes.
En la medida en que el proceso seguía su curso natural, tendió hacia la globalización de la economía, con las consecuencias derivadas de ello: la globalización del modelo de sociedad de los dos tercios propio del tercer mundo, alcanzando incluso el núcleo de las economías industriales, y «un gobierno mundial de facto» que representa los intereses de las transnacionales y las instituciones financieras que gestionan la economía internacional. Mientras tanto, el sistema mundial se convirtió en una forma de «mercantilismo empresarial», con la centralización de la gestión y la planificación de las interacciones comerciales dentro del marco del internacionalismo liberal, hecho a la medida de las necesidades del poder y los beneficios, y subvencionado y apoyado por la autoridad estatal. Las «naciones pobres» y el tercer mundo interno, que los poderosos pueden desechar a voluntad, se ven obligados a seguir las doctrinas del neoliberalismo.
El final de la guerra fría, que restituyó gran parte de los dominios de la tiranía soviética a su tradicional status tercermundista, ofrece nuevas oportunidades de beneficio, así como mejores armas para la amarga guerra de clases unilateral que los poderosos libran sin descanso.
Estas siguen siendo, en esencia, las principales características del orden mundial.
Fuente: Chomsky, N. (1994), El nuevo orden mundial (y el viejo), Crítica, Barcelona.

2/5/08

El castigo de fuego más feroz

Por Gabriel García Márquez
Se ha calculado que los Estados Unidos arrojaron sobre Vietnam una cantidad de bombas varios miles de veces mayor que la totalidad de las bombas arrojadas en la segunda guerra mundial: catorce millones de toneladas. Fue el castigo de fuego más feroz padecido jamás por país alguno en la historia de la humanidad. La imaginación se resiste a concebir las cifras de semejante cataclismo. Para impedir que los guerrilleros vietnamitas se escondieran en la selva, la aviación yanqui arrojó defoliadores químicos y sustancias incendiarias que dejaron estériles, tal vez para siempre, cinco millones de hectáreas. Es decir: una superficie igual a diez millones de campos de fútbol. En los pocos años de aquel frenesí de tierra arrasada, borraron del mapa nueve mil pueblos, desbarataron la red nacional de ferrocarriles, aniquilaron las obras de irrigación y drenaje, mataron novecientos mil búfalos y devastaron cien mil kilómetros cuadrados de tierras de cultivo, o sea una superficie igual a más de ciento veinte veces la ciudad de Nueva York. Ni las escuelas ni los hospitales se salvaron de esa exterminación atroz: los dos mil quinientos leprosos de la colonia de Qhynhlâp fueron fulminados en una sola incursión área con una ducha mortal de fósforo vivo.
Para colmo de infortunios, apenas terminada la guerra sufrió Vietnam dos calamidades enormes. Una sequía en 1977, que le causó la pérdida de un millón de toneladas de arroz, y luego una serie de crecientes y algunos de los ciclones más bravos de este siglo, que destruyeron otros tres millones de toneladas. En esa forma, Dios completó el holocausto sin precedentes que los yanquis dejaron sin terminar, y cuyas consecuencias no podían ser otras: un país arrasado y cincuenta millones de seres humanos reducidos a la miseria.
Fuente: García Márquez, G. (1979), Por la libre, Norma, Bogotá.