Por Noam Chomsky
En pocas palabras, el nuevo orden mundial
construido desde las ruinas de la segunda guerra mundial se atuvo estrictamente
a las directrices churchillianas, rectificadas por las cruciales notas a pie de
página. El mundo debe ser gobernado por las «naciones ricas», que a su vez
están gobernadas por los hombres ricos que viven en ellas, de acuerdo con la
máxima de los padres fundadores de la democracia estadounidense: «la gente que
posee el país debe gobernarlo» (John Jay). Como ya señaló Adam Smith, los
padres fundadores siguieron «la infame máxima de los poderosos» y emplearon el
poder del estado para asegurar que los intereses de los «principales artífices»
de la política «serían debidamente atendido» cualesquiera que fueren los
efectos sobre los demás. Mientras tanto, sus validos disfrazaron la realidad
social con el manto de la benevolencia y la armonía, trabajando para mantener
en su lugar a «los advenedizos ignorantes y entrometidos», que quedaron
eliminados de la escena política, si bien se les garantizó que periódicamente
podrían elegir a los representantes del partido de los negociantes, lo que en,
cualquier caso, no implicaba un gran peligro de desviaciones dadas las
constricciones que la concentración de poder privado impuso sobre la política;
unas constricciones que cada vez cobraron mayor alcance internacional, mientras
que el poder financiero (y su impacto de bajo crecimiento y bajos salarios)
adquirió una importancia sin precedentes.
En la medida en que el
proceso seguía su curso natural, tendió hacia la globalización de la economía,
con las consecuencias derivadas de ello: la globalización del modelo de
sociedad de los dos tercios propio del tercer mundo, alcanzando incluso el
núcleo de las economías industriales, y «un gobierno mundial de facto» que representa los intereses
de las transnacionales y las instituciones financieras que gestionan la
economía internacional. Mientras tanto, el sistema mundial se convirtió en una forma
de «mercantilismo empresarial», con la centralización de la gestión y la
planificación de las interacciones comerciales dentro del marco del
internacionalismo liberal, hecho a la medida de las necesidades del poder y los
beneficios, y subvencionado y apoyado por la autoridad estatal. Las «naciones
pobres» y el tercer mundo interno, que los poderosos pueden desechar a
voluntad, se ven obligados a seguir las doctrinas del neoliberalismo.
El final de la guerra
fría, que restituyó gran parte de los dominios de la tiranía soviética a su
tradicional status tercermundista,
ofrece nuevas oportunidades de beneficio, así como mejores armas para la amarga
guerra de clases unilateral que los poderosos libran sin descanso.
Estas siguen siendo, en
esencia, las principales características del orden mundial.
Fuente: Chomsky, N. (1994), El nuevo orden mundial (y el viejo), Crítica,
Barcelona.
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