Por Eduardo Galeano
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Amberes
…
Las aventuras del Nuevo Mundo hacen hervir
las tabernas de este puerto flamenco. Una noche de verano, frente a los
muelles, Tomás Moro conoce o inventa a Rabel Hithloday, marinero de las naves
de Américo Vespucio, que dice que ha descubierto la isla de Utopía en alguna
costa de América.
Cuenta el navegante que
en Utopía no existe el dinero ni la propiedad privada. Allí se fomenta el
desprecio por el oro y el consumo superfluo y nadie viste con ostentación. Cada
cual entrega a los almacenes públicos el fruto de su trabajo y libremente
recoge lo que necesita. Se planifica la economía. No hay acaparamiento, que es
hijo del temor, ni se conoce el hambre. El pueblo elige al príncipe y el pueblo
puede deponerlo; también elige a los sacerdotes. Los habitantes de Utopía
abominan de la guerra y sus honores, aunque defienden ferozmente sus fronteras.
Profesan una religión que no ofende a la razón y que rechaza las
mortificaciones inútiles y las conversiones forzosas. Las leyes permiten el
divorcio pero castigan severamente las traiciones conyugales, y obligan a
trabajar seis horas por día. Se comparte el trabajo y el descanso; se
comparte la mesa. La comunidad se hace cargo de los niños mientras sus padres
están ocupados. Los enfermos reciben trato de privilegio; la eutanasia evita
las largas agonías dolorosas. Los jardines y las huertas ocupan el mayor
espacio y en todas partes suena la música.
Fuente: Galeano, E. (1982), Memoria del fuego I. Los nacimientos,
Siglo veintiuno, México, D.F.
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