Por Ramiro Díez
El tipo era un negro grande, de un metro
noventa, calvo, musculoso, que acompañó al Che Guevara en la Revolución Cubana.
Era de los pocos, o
quizás el único capaz de echarse al hombro una metralleta punto treinta y
correr y trepar por el monte como un gato salvaje. Le decían El Capitán
Descalzo porque nunca pudo aguantar botas o zapatos, o nada que se le
pareciera.
“Así, con la pata pelada
me crié en el monte y con la pata pelada viví la revolución”, nos contaba.
Una noche cerrada, sin
nada de luna, y con las tropas de Batista pisándoles los talones porque apenas
eran un grupo pequeño que se movía en las estribaciones de la Sierra Maestra,
al Capitán Descalzo le tocó montar guardia.
No era una tarea fácil
porque, para no dormirse después de un día de combates y caminatas, el
vigilante debía tomar una granada, quitarle el pasador de seguridad, como si la
fuera a lanzar en ese momento, pero lo que en verdad hacía era sostenerla
apretada entre el pulgar y el índice para obligarse a estar despierto. Cuando
se cansaba, con toda la cautela cambiaba la granada de mano, y así se mantenía
con los ojos tan abiertos como un búho con insomnio.
Esa noche de octubre,
cuando la mayoría ya dormía, el Capitán Descalzo, granada en mano, miraba al
monte y atisbaba el palmichal aguzando los ojos y los oídos. Entonces vio
sombras sospechosas. No hacían ruido, pero ahí venían, se movían. Algunas se
arrastraban. Se estaban acercando. Era la tropa de Batista. Con el dedo índice
de la mano izquierda en el gatillo de la metralleta punto treinta, se las
arregló para lanzar contra las tropas enemigas la granada que tenía en la mano
derecha. Y sin esperar a que la granada explotara, soltó la primera ráfaga,
barriendo, sin misericordia, y siguió disparando sin cesar.
La noche se llenó de
gritos y explosiones. Los guerrilleros todos se levantaron y en medio de la
oscuridad dispararon hacia la misma dirección, para luego replegarse sin
ninguna baja. Al día siguiente enviaron una patrulla de avanzada, realizaron un
movimiento envolvente, reconocieron el terreno y descubrieron que había sido
una falsa alarma.
“Si las tropas de Batista
hubieran estado cerca, esto nos hubiera costado caro. Así que cinco días sin
comer”, fue el castigo que un iracundo Ché Guevara le impuso al Capitán
Descalzo.
Cuando le preguntamos a
Lorenzo –así se llamaba el Capitán Descalzo-, cómo habría sobrevivido al
castigo, nos contó el resto de la historia. “El cocinero me daba de comer a
escondidas del Ché. Así me alimentaba. Y cuando a los cinco días nos llamó a
todos, y nos habló de la disciplina y la moral revolucionaria, me preguntó si
yo había comido alguna cosa durante los cinco días.
No me gusta engañar, pero
en ese momento yo no podía hacer quedar mal al cocinero, así que le mentí al
Ché y le dije que no, que todo esto tiempo lo había pasado chupando caña y
comiendo alguna hierba que encontraba en el monte.
Entonces el Ché estalló
en gritos contra el cocinero, y se puso en evidencia: “¡Te dije, grandísimo
boludo, que le dieras comida a escondidas mías!”.
El cocinero volvió a
mentir, para no hacerme quedar mal, y le dijo al Ché: “Le ofrecí comida, pero
El Capitán Descalzo no quiso comer porque estaba castigado por usted,
Comandante”.
Y concluyó la historia:
“El Ché volvió a hablar de la moral revolucionaria pero no pudo terminar la
frase porque se le empezó a quebrar la voz, le empezó a faltar el aire por el
asma, se puso a llorar como un niño, y me pidió perdón”.
Y cuando me contó esto,
el viejo combatiente, el Capitán Descalzo, se puso a llorar.
Y yo también.
Fuente: Díez, R. (2004), Páginas con Cierto Sentido, Impresores
MYL, Quito.