Se ha calculado que los Estados Unidos
arrojaron sobre Vietnam una cantidad de bombas varios miles de veces mayor que
la totalidad de las bombas arrojadas en la segunda guerra mundial: catorce
millones de toneladas. Fue el castigo de fuego más feroz padecido jamás por
país alguno en la historia de la humanidad. La imaginación se resiste a
concebir las cifras de semejante cataclismo. Para impedir que los guerrilleros
vietnamitas se escondieran en la selva, la aviación yanqui arrojó defoliadores
químicos y sustancias incendiarias que dejaron estériles, tal vez para siempre,
cinco millones de hectáreas. Es decir: una superficie igual a diez millones de
campos de fútbol. En los pocos años de aquel frenesí de tierra arrasada,
borraron del mapa nueve mil pueblos, desbarataron la red nacional de
ferrocarriles, aniquilaron las obras de irrigación y drenaje, mataron
novecientos mil búfalos y devastaron cien mil kilómetros cuadrados de tierras
de cultivo, o sea una superficie igual a más de ciento veinte veces la ciudad
de Nueva York. Ni las escuelas ni los hospitales se salvaron de esa exterminación
atroz: los dos mil quinientos leprosos de la colonia de Qhynhlâp fueron
fulminados en una sola incursión área con una ducha mortal de fósforo vivo.
Para colmo de
infortunios, apenas terminada la guerra sufrió Vietnam dos calamidades enormes.
Una sequía en 1977, que le causó la pérdida de un millón de toneladas de arroz,
y luego una serie de crecientes y algunos de los ciclones más bravos de este
siglo, que destruyeron otros tres millones de toneladas. En esa forma, Dios
completó el holocausto sin precedentes que los yanquis dejaron sin terminar, y
cuyas consecuencias no podían ser otras: un país arrasado y cincuenta millones
de seres humanos reducidos a la miseria.
Fuente: García Márquez, G. (1979), Por la libre, Norma, Bogotá.
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