Por Eduardo Galeano
Aquella no era una tarde de un domingo
cualquiera del año 1967.
Era una tarde de clásico.
El club Santafé jugaba contra el Millonarios, y toda la ciudad de Bogotá estaba
en las tribunas del estadio. Fuera del estadio, no había nadie que no fuera
paralítico o ciego.
Ya parecía que el partido
iba a terminar en empate, cuando Omar Lorenzo Devanni, el goleador del Santafé,
el artillero, cayó en el área. El árbitro pitó penal.
Devanni quedó perplejo:
aquello era un error, nadie lo había tocado, él había caído por un tropezón.
Quiso decírselo al árbitro, pero los jugadores del Santafé lo levantaron y lo
llevaron en andas hasta el punto blanco de la ejecución. No había marcha atrás:
el estadio rugía, se venía abajo.
Entre los tres palos,
palos de horca, el arquero aguardaba.
Y entonces Devanni colocó
la pelota sobre el punto blanco.
Él supo muy bien lo que
iba a hacer, y el precio que iba a pagar por hacer lo que iba a hacer. Eligió
su ruina, eligió su gloria: tomó impulso y con todas sus fuerzas disparó muy
afuera, bien lejos del gol.
Fuente: Galeano, E. (2004), Bocas del tiempo, Siglo Veintiuno,
México, D.F.
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