16/11/18

Un ser humano impresionante

Por Bertrand Russell
Wittgenstein era austríaco, y su padre inmensamente rico; quería ser ingeniero y por eso se había marchado a Manchester. Allí, a raíz de sus estudios, se interesó en los principios de las matemáticas y averiguó quién se dedicaba a dicho tema. Alguien mencionó mi nombre y Wittgenstein se instaló en Trinity. Tal vez él haya sido el ejemplo más perfecto que jamás he conocido del genio tal como uno se lo imagina tradicionalmente: apasionado, profundo, intenso y dominante. Tenía una especie de pureza que no he encontrado en nadie más, salvo en G. E. Moore. Recuerdo que una vez lo llevé a una reunión de la Sociedad Aristotélica; allí había algunas personas un tanto necias y yo las traté con cortesía. Al salir, Wittgenstein me recriminó con furia mi degradación moral por no haber dicho a esa gente lo idiota que era. Su vida era tumultuosa, turbulenta, y su fuerza personal extraordinaria. Se alimentaba de leche y vegetales, por lo que tenía la misma sensación que la mujer de Patrick Campbell respecto de Shaw: «Que Dios nos ampare si alguna vez se come un bistec». Solía visitarme cada día a medianoche y quedarse caminando de un extremo al otro de la habitación durante tres horas en agitado silencio, como una bestia enjaulada. Una vez le pregunté: «Estás pensando en la lógica o en tus pecados»; «En ambos», me contestó y siguió andando. Yo no me atrevía a sugerirle que ya era hora de acostarse, pues a ambos nos parecía probable que se suicidara al salir de casa. Al terminar su primer curso en Trinity vino a verme y me preguntó: «¿Cree usted que soy un perfecto idiota?». Yo le dije: «¿Para qué quieres saberlo?». Y él me respondió: «Porque si lo soy, me haré aeronauta, pero si no lo soy me convertiré en filósofo». Yo le dije: «Mi querido amigo, no sé si eres o no un idiota, pero si durante las vacaciones me escribes un ensayo sobre el tema filosófico que más te interese, yo lo leeré y te lo diré». Así lo hizo, y a comienzos del curso siguiente me presento su trabajo. Nada más leer la primera frase quedé convencido de que Wittgenstein era un hombre de genio y le aseguré que bajo ningún concepto debía hacerse aeronauta. A principios de 1914 vino a verme, presa de una gran agitación: «Me voy de Cambridge, me marcho inmediatamente». «¿Por qué?», le pregunté. «Porque mi cuñado se ha instalado en Londres y yo no soporto estar cerca suyo.» De esta forma pasó el resto del invierno en el extremo norte de Noruega. En los primeros tiempos le pregunté una vez a G. E. Moore qué opinaba de Wittgenstein. «Tengo un gran concepto de él», me dijo. Le pregunté por qué y me respondió: «Porque en mis clases es el único que se muestra perplejo». 
Imagen tomada de https://www.the-tls.co.uk/articles/public/ludwig-wittgenstein-honesty-ground/ 
Cuando llegó la guerra, Wittgenstein, que era muy patriota, se alistó como oficial en el ejército austríaco. Los primeros meses aún fue posible escribirle y tener noticias suyas, pero en poco tiempo se cortó la comunicación. Ya no supe de él hasta pasado un mes después del armisticio, cuando recibí una carta suya desde Monte Cassino contándome que algunos días después de la guerra había caído prisionero de los italianos, aunque por suerte había logrado conservar el manuscrito de un libro que por lo visto había escrito en las trincheras, y que quería que yo leyera. Wittgenstein era de la clase de hombres que cuando pensaba sobre lógica era capaz de no darse cuenta de minucias tales como bombas explotando a su alrededor. Me envió el manuscrito de su libro, y sobre él discutimos Nicod, Dorothy Wrinch y yo en Lulworth. Se trataba de la obra que más tarde se publicaría con el título de Tractatus Logico-Philosophicus. Lógicamente era muy importante encontrarse con Wittgenstein para hablar personalmente de su libro, y como era mejor que el encuentro tuviera lugar en un país neutral, decidimos vernos en La Haya. Entonces surgió un problema inesperado. Antes de estallar la guerra, el padre de Wittgenstein había transferido toda su fortuna a Holanda, así que al final seguía siendo tan rico como al comienzo de la contienda. Justo en la época del armisticio, el señor Wittgenstein murió, legando a su hijo el grueso de la fortuna. Éste, sin embargo, llegó a la conclusión de que el dinero es un obstáculo para el filósofo y entregó hasta el último céntimo de su fortuna a su hermano y hermanas. A raíz de esto no podía pagarse el pasaje de Viena a La Haya, y como era muy orgulloso no quiso mi dinero. Por fin se encontró una solución al problema. En Cambridge se encontraban guardados sus muebles y sus libros, y él me expresó su deseo de vendérmelos. En la tienda de muebles que los guardaba me asesoraron respecto a su valor y yo los compré al precio que me indicaron. En realidad eran mucho más valiosos de lo que él creía, y para mí fue el mejor negocio de mi vida. Gracias a esta venta Wittgenstein pudo viajar a La Haya, y allá nos pasamos una semana discutiendo su libro línea por línea mientras Dora iba a la biblioteca pública a leer las invectivas de Salmatius contra Milton.
Pese a ser un filósofo lógico, Wittgenstein era a la vez patriota y pacifista. Tenía una excelente opinión de los rusos, con quienes había confraternizado en el frente. Me contó que en una ocasión, hallándose en un pueblecito de Galicia sin nada que hacer, encontró una librería y se le ocurrió pensar que allí podría encontrar un libro. Había sólo uno, unos comentarios de Tolstoi sobre los evangelios. Lo compró, y el libro le causó una gran impresión. Por un tiempo se volvió muy religioso, hasta el punto de empezar a considerarme una persona demasiado mala como para tener una relación conmigo. Para ganarse la vida se hizo maestro de escuela básica en una aldea rural austríaca llamada Trattenbach, desde donde me escribía diciéndome: «Los habitantes de Trattenbach son muy malos». Yo le contestaba: «Sí, todos los hombres son muy malos», a lo que él respondía: «Es verdad, pero los de Trattenbach son más malos que los hombres de otros sitios», y yo le replicaba que mi sentido lógico se negaba a aceptar semejante proposición. Pero su opinión de justificaba en cierto modo: los campesinos se negaban a proporcionarle leche porque enseñaba a sus pequeños unas sumas que nada tenían que ver con con el dinero. En esa época, Wittgenstein debe de haber pasado hambre y muchas privaciones, pero casi nunca se lo podía inducir a hablar de ello, pues tenía el orgullo de Lucifer. Finalmente su hermana decidió construirse una casa y lo contrató como arquitecto. Esto le dio suficiente dinero como para comer durante unos años, tras los cuales regresó a Cambridge como catedrático para ser blanco de los poemas en forma de pareados que escribía en su contra el hijo de Clive Bell. No era una persona que se adaptara fácilmente a las reuniones sociales. Whitehead me describió la primera vez que Wittgenstein fue a verlo. Al ser conducido al salón a la hora del té no pareció reparar en la presencia de la señora Whitehead y se puso a caminar en silencio de un lado a otro del salón, hasta que por fin exclamó: «Una proposición tiene dos polos. Es apb». Al contármelo, Whitehead dijo: «Naturalmente yo le pregunté qué son a y b, pero en seguida comprobé que había dicho algo malo». «a y b son indefinibles», rugió la voz de Wittgenstein.
Como todos los grandes hombres, tenía sus puntos débiles. En 1922, en la cumbre de su ardor místico y mientras me aseguraba con gran convicción de que era mejor ser bueno antes que inteligente, descubrí que le tenía terror a las avispas, y que a causa de los insectos era incapaz de quedarse otra noche más en el alojamiento que habíamos encontrado en Innsbruck. Tras mis viajes por Rusia y China, yo estaba acostumbrado a las pequeñas vicisitudes de ese tipo, pero ni siquiera su gran convicción de que las cosas de este mundo no cuentan le permitía soportar con paciencia los insectos. Sin embargo, y a pesar de estas pequeñas debilidades, Wittgenstein fue un ser humano impresionante.
Fuente: Russell, B. (1975), Autobiografía, Edhasa, Barcelona.

9/11/18

Quisiera ser pequeño

Quisiera ser pequeño muy pequeño, para colarme por el breve espacio entre la piel de tu espalda y la tela que la recubre, ese mínimo espacio que varía de forma según las vicisitudes del aire y el movimiento del cuerpo. Aprovecharía esos túneles para escalar hasta tu hombro y deslizarme a continuación hacia el pezón que corona tu seno. Desde esa tierra prometida atisbaría el pezón gemelo que me espera del otro lado y subiría rodando hacia él con la energía adquirida en el descenso, solo para volver enseguida al primer pezón, y luego rodaría de vuelta al segundo pezón, y viviría yendo de un pezón al otro sin descanso en incesante sube y baja, como el péndulo del reloj de cuerda que mi abuelo echó a andar esta mañana, como el columpio del parque arrullado por la brisa, como el registro de un sismo de magnitud tres punto cuatro, trazando con mi huella un camino preferente, un rubor como mancha de salitre o picado de zancudo, acostumbrado ya a tus ángulos que apenas varían. Hasta que el deseo que no cesa cese de golpe y pueda olvidarte y buscar otro consuelo.

2/11/18

Jane Franklin

Por Eduardo Galeano
De los dieciséis hermanos de Benjamín Franklin, Jane es la que más se le parece en talento y fuerza de voluntad.
Pero a la edad en que Benjamín se marchó de casa para abrirse camino, Jane se casó con un talabartero pobre, que la aceptó sin dote, y diez meses después dio a luz a su primer hijo. Desde entonces, durante un cuarto de siglo, Jane tuvo un hijo cada dos años. Algunos niños murieron, y cada muerte le abrió un tajo en el pecho. Los que vivieron exigieron comida, abrigo, instrucción y consuelo. Jane pasó noches en vela acunando a los que lloraban, lavó montañas de ropa, bañó montoneras de niños, corrió del mercado a la cocina, fregó torres de platos, enseñó abecedarios y oficios, trabajó codo a codo con su marido en el taller y atendió a los huéspedes cuyo alquiler ayudaba a llenar la olla. Jane fue esposa devota y viuda ejemplar; y cuando ya estuvieron crecidos los hijos, se hizo cargo de sus propios padres achacosos y de sus hijas solteronas y de sus nietos sin amparo.
Jane jamás conoció el placer de dejarse flotar en un lago, llevada a la deriva por un hilo de cometa, como suele hacer Benjamín a pesar de sus años. Jane nunca tuvo tiempo de pensar, ni se permitió dudar. Benjamín sigue siendo un amante fervoroso, pero Jane ignora que el sexo puede producir algo más que hijos.
Benjamín, fundador de una nación de inventores, es un gran hombre de todos los tiempos. Jane es una mujer de su tiempo, igual a casi todas las mujeres de todos los tiempos, que ha cumplido su deber en esta tierra y ha expiado su parte de culpa en la maldición bíblica. Ella ha hecho lo posible por no volverse loca y ha buscado, en vano, un poco de silencio.
Su caso carecerá de interés para los historiadores.
Fuente: Galeano, E. (1984), Memoria del fuego 2: Las caras y las máscaras, Siglo veintiuno, Buenos Aires.